En la larga noche negra de 17 años, se me incubó, subresticiamente, casi como al descuido, sutil y al mismo tiempo arrorradora, esta necesidad de escribir. Pero nació tensa, aterrada, en medio de helicópteros, allanamientos y metrallas nocturnas. A la sombra de detenidos, otros que aún son sombras, de patios 29, de vendas sexys, de villas grimaldi, nombres que me llegaban por noticias subterráneas, en medio del terror colectivo. Primero panfletos, algunos llamados, algunas líneas de esperanza o de recurso a la fortaleza, rayados sobre papel con tinta y gelatina o mimeógrafo. Con dientes apretados y esperando continuar el mañana. Nuestra arma era escribir, la remington y el volante para anunciar a quienes se pudiera que quedaba pueblo y arrestos de resistencia. Y se me fue quedando pegada esa escritura que con los años volvió su mirada a la infancia, a la añeja jueventud y sus sueños de utopías truncadas; a las vivencias y los barrios, a lo simple de la vida de ser humano que brega, que mira, observa y que necesita contar historias, simples, breves, pero de vida o de vidas de otros, sabidos o conocidos. Y quizá, una que otra historia inventada, como inventa todo escritor, a partir de aquello que lo anima, lo estremece o lo maravilla. Quiza, esas breves hojas, sumadas a todas las que por aquí y por allá esparcen los que aquí o allá escriben, vayan finalmente narrando la verdadera historia de los pueblos, latinoamericanos en este caso, surgida de lo mejor que estos pueblos tienen, la inquebrantable esparanza de un mañana mejor. Y esto quizá no sea otra cosa que mi obsesión por sentir que mis breves páginas sirven de algo, que tienen sentido. Por último, esa idea quizá ególatra, esa necesidad de sentir que es necesario, sea mi lev motiv para seguir contando historias. Y aquí me brindan una ventana para mostralas. Y debo ser agradecido. No espero elogios ni aplausos. La vida no siempre es placentera. Simplemente que alguien las lea. Simplemente.
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