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La Achicá

Don José era un anciano de unos 85 años. Muy jovial y activo. Doña Rosa, casi de la misma edad, era la típica mujer de campo, muy atenta y alegre. Ambos eran sus vecinos en esa población marginal. Y con ellos, él y su esposa compartían estrecheces y alegrías. ´
Los ancianos vivían solos por ese tiempo. Su hija y sus nietas habían viajado a Venezuela en busca del esposo y padre, exiliado ya hacía cinco años.
Era 31 de Diciembre, 1979, y se aprestaban a celebrar modestamente en conjunto.
Su padre, otro anciano de 94 años, ya enfermo pero entero, llegaría esa tarde para celebrar juntos. Él lo pasaría a buscar a su casa, temprano. Pero, el veterano no se resignaba a demostrar dependencia. Cuando llegó a la casa paterna, hacía rato que había partido a pié, caminando los 5 kilómetros de distancia entre ambas casas
Alrededor de las 22:30 horas se reunieron en la casa de Don José. Los tres ancianos, su esposa y él. La mesa surtida con embelecos y los típicos tragos de esas fechas, cola de mono, ponche de culén, de palo de guinda y vino.
Casi de inmediato los tres ancianos entraron en confianza. Al poco rato, Don José y su padre se enfrascaron en animada conversación a la que se sumaba Doña Rosa, entre carreras a la cocina. Y era evidente que ambos ancianos no tenían interés en que él y su esposa se enteraran de la entretenida conversación.
Hacían pausas con silencios algo pesados, acompañados con gestos de comprensión de la anciana, para luego retomar el hilo más animadamente.
Luego de la cena, los brindis y los abrazos por el nuevo año, los ancianos retomaron sus diálogos. A eso de las dos de la madrugada, ambos veteranos dieron evidentes muestras de cansancio y del efecto del alcohol, si bien moderado, suficiente para ellos.
Mientras su esposa ayudaba a Doña Rosa en la limpieza del caso, él llevó a su padre a la casa del lado, donde le esperaba una cama dispuesta.
Antes de ayudarle a acostarse, le preguntó:
- ¿Qué era eso de las cuadrillas que comentaba con Don José, papá?
- Nada importante. Cosas de antes – Siempre fue escueto y poco dado a compartir sus cosas internas. Así que lo presionó.
- Pero a mí me interesa, ya que la conversaron todo el rato. Debe ser interesante. Y aquí estamos los dos. Y ya no soy cabro chico, papá.
No tuvo escapatoria el viejo. Con el tiempo siente que quizá no debió presionarlo. El anciano calló un momento y luego, con la voz algo quebrada por la emoción, le contó:
“Eran tiempos de mierda, hijo. Las salitreras habían cerrado. Cesantes por todos lados. Los piojos hacían nata. Había que arreglárselas como fuera”.
Y el relato continuó mientras él sentía que algo empezaba a romperse en su interior. La gente se hacinaba en los albergues donde los piojos, los roedores, la sarna y el tifus hacían estragos. Miles de cesantes, con su linguera al hombro, salieron a los campos a buscar sustento. Y algunos lo encontraban, esperanzados, en los caminos que se construían entre ciudades y pueblos.
El trabajo era por cuadrillas sin tope de trabajadores. A cargo de cada cuadrilla, un capataz que contrataba a dedo y pagaba semanalmente según el avance de la cuadrilla. El capataz se entendía con los patrones o jefes mayores. Cada cuadrilla con su Camará, una mujer muchas veces esposa de algún trabajador o del capataz, que se encargaba de la cocina para el alimento de los trabajadores.

A esas faenas llegaban como espectros los cesantes a pedir un cupo en las cuadrillas.
El capataz tomaba de los cesantes vagabundos dos o tres trabajadores y los sumaba a su cuadrilla. Los recién llegados, para ganarse el cupo, se deslomaban con el chuzo y la picota hasta 12 horas continuadas por día. Y el rendimiento de la cuadrilla subía considerablemente. Se trabajaba hasta el sábado a medio día.
Día de paga.
Y solía ocurrir que se celebrara la paga y el descanso con abundante trago y algo de comida servida por la Camará. Antes de repartir la paga, entrada la noche, todos estaban borrachos, pendencieros y agitados.
Entonces despertaba la bestia negra que muchos de aquellos camineros habían criado a punta de trabajo bruto, malos salarios, soledades y el trago; y ocurría lo deleznable, lo injustificable en aquellos hombres transformados en bestias. Los más borrachos, casi inconscientes, eran los recién llegados. Y una pala, una picota diestramente usada, terminaba con la vida de más de alguno de esos miserables que empezaban a mirar la vida con algo de optimismo. Y la misma herida en la tierra, el lecho del camino, les serviría de ignota sepultura.
Y la paga se repartía entre menos manos, la madrugada del domingo, en un silencio casi ceremonial. Ni preguntas ni comentarios. La borrachera nocturna anterior eximía de cualquier asomo de culpa o curiosidad.
Era “la achicá de cuadrilla”.
El anciano terminó su relato con un hilo de voz. Él no pudo articular palabra. No había nada que decir. Solo silencio. No esperó a que su viejo se durmiera, era mejor dejarlo solo. No pudo dormir esa noche. 1980 se le asomaba con un sabor más gris del que ya la dictadura teñía esos años.

Mi padre falleció ese mismo año, en mayo, a los 94.

Texto agregado el 30-06-2011, y leído por 131 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
02-02-2012 Historia como esa la cuenta cantando El Temucano en su "El caminero Mendoza" pantera1
 
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