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Cuando niños somos más audaces. Robar por un ratito el tarrito de manjar y disfrutar con el dedo a escondidos en el closet o bajo la cama…Un trocito de felicidad, hurtada, clandestina, exclusiva.
Cuando adultos, tenemos miedos, cadenas quizá autoimpuestas…
Y a veces, necesitamos cerrar ciclos…quizá para autoconformarnos


La Danza de las Hojas

Finales de otoño de 2010. Tarde plomiza en la esquina salpicada de hojas crujientes al paso peatonal. Hojas que danzaban una suave y amplia coreografía desde la alta rama hasta el piso, brillante de décadas de caminatas.
La terraza del café estaba casi vacía.
Una pareja de estudiantes, cómplices, sonrientes, parecían preparar su furtiva pasión en algún motel cercano.
Unas cuantas mesas separados, dos hombres maduros parecían discutir algún negocio común.
Por la arteria principal y lateral al café, se acercó a paso cansino un hombre ya mayor, de unos sesenta y cinco años, bajo un abrigo a media pierna, una bufanda alrededor del cuello y un cigarrillo a medio consumir.
Caminaba despacio y muy atento, mirando todo a su alrededor; en especial a toda aquella mujer adulta que se cruzaba en su camino.
Observó el café, a las parejas de clientes, las mesas vacías. Dio otra mirada a la calle, a las personas que circulaban y finalmente eligió una mesa, equidistante de las parejas de clientes y desde la cual podía observar la avenida y la calle menos transitada que hacía esquina.
Pidió un café, encendió otro cigarrillo y desplegó un periódico. Esperaba a alguien.

Por la calle secundaria se acercó una mujer de edad, quizá sesenta años, bien arreglada. Vestía pantalones para el clima, un impermeable que le sentaba muy bien a su figura y un chal o manto tejido sobre los hombros.
Se detuvo al llegar al café. Era evidente su nerviosismo. Miró a todos lados, recorrió la terraza de mesas casi despobladas del café, esperó unos instantes e hizo ademán de marcharse.

El hombre mayor del periódico se levantó y caminó tropezando con algunas mesas hacía la mujer. Se detuvo a pocos pasos, y decidió hablarle:
- ¿Elisa?
La mujer que lo había visto acercarse, parada como clavada en el piso, lo miró recorriendo toda su figura, como intentando reconocerlo.
- ¿Esteban?

Se miraron mutuamente unos instantes, luego el hombre la invitó a su mesa.
Sentados frente a frente, no dejaban de mirarse en silencio, como descubriéndose.
El hombre buscaba torpemente otro cigarrillo, pese a que tenía uno a medio consumir en el cenicero. La mujer, acomodándose repetidamente en su asiento, parecía muy preocupada del chal sobre sus hombros.
- Al fin nos vemos – dijo Esteban
- Si, hartos años pasaron - dijo Elisa
- Así son las cosas a veces – y el hombre pareció encontrar algo que llamó su atención en el interior del café, perdiendo su mirada, mientras expulsaba el humo del cigarrillo por su nariz.
- Quizá debieron ser diferentes – y la mujer pareció interesada en la danza de las hojas que caían sobre la vereda.
- ¿Cómo está tu vida, Elisa?
- Como te conté, asumida como una abuela querendona para lo que queda de vida. ¿Y la tuya?
- Ya te decía, en mi apartamento, visitado de vez en cuando por mis hijos, y recorriendo parques y cafés leyendo el periódico.
- No hay mucha diferencia conmigo…
- ¿Cómo así?
- Ambos tratando de terminar de vivir, Esteban. Esperando la carroza…

Silencio espeso de ambos. Mirándose sin hablar, como evitando el tema.
Al cabo de unos minutos y de otro café para ambos y otro cigarrillo de Esteban, éste rompió el silencio:
- No debió ser así…
- Quizá. No fue. No lo vivimos. Y ya no hay caso.
- Debí ser más insistente. Pretender ganarte en serio.
- No lo manifestaste como ahora, Esteban.
- Es cierto. Pero tampoco tú, Elisa, quisiste arriesgarte, romper tu ciclo.
- No podía. No era correcto. Me hubiese sentido culpable.
- ¿Y ahora? ¿No sientes cierta culpa por no haberlo intentado?

Nuevo silencio profundo y nuevamente Esteban retomó el diálogo.
- Llegamos a conocernos casi totalmente, Elisa. Pero solo a través de monitores con frases danzantes. ¡Casi cinco años de correos con promesas a medio expresar!
- Tienes razón. Ilusiones parecidas a esas hojas que caen en la calle. Ellas tienen más suerte. Son arrasadas por los autos y se convierten en polvo al instante.
- Fuimos cobardes, Elisa. Vamos al mismo final que esas hojas, pero demasiado lento y en soledad.
- ¡Y recién ahora, después de tantos años, nos vemos! No sé…
- Porque no nos arriesgamos, Elisa. No quisimos ser libres.
- Mírame, casi no queda nada de ese tiempo.
- Pero, yo aún tengo la imagen tuya que me construí de tus mensajes. Y me quedo con esa Elisa, apasionada, vital, deseosa de ser feliz. Ya no sueño, pero recuerdo.
- ¿Qué recuerdas, Esteban, si ni siquiera nos miramos en todo este tiempo?
- No lo entenderías. Pero ahora no te veo a ti. Veo a esa Elisa que me adornó la imaginación y mis noches.
- Estamos viejos. Y parece que a ti se te nota mucho más. Dices cosas…
- Quizá, Elisa. Pero yo necesitaba cerrar este ciclo, viéndote aunque fuese una única y última vez…

Ya caía el crepúsculo sobre esa esquina de la urbe trajinada de autos y peatones apresurados. Del interior del café, la voz de Yves Montad y Les Feuilles Mortes inundaba la terraza. Y quedaban ellos solos en ese lugar.
Esteban, apagando el enésimo cigarrillo, se incorporó y le tendió la mano a Elisa.
- Bailemos, Elisa. Y que este baile sea lo que nos quede para lo que nos queda.
- ¿Hacer el ridículo? Estas loco…
- ¡Y a quién le importa, Elisa! Nadie se fija en estos viejos. Arriesguémonos ahora. Es solo un blue.
- Bueno. Bailemos lo que no bailamos y quizá debimos haber bailado.

Ambos, enlazados, empezaron a danzar en pequeños círculos en esa terraza crepuscular. Ambos, mirando algún punto de un círculo mucho más grande que su baile, lejos de los dos.
Ni miradas a los ojos. Ni palabras. Ni gestos. Pareciera que bailaban separados, con otra persona. Quizá con un fantasma. Quizá lamentando no haber intentado un imposible.
Que pudo ser
Que nunca fue
Que nunca será
Que posiblemente pronto ni recordarán.

Texto agregado el 12-06-2012, y leído por 135 visitantes. (0 votos)


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