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VICISITUDES EXISTENCIALES
Aquí solo escribiré algo de lo que viví y aprendí durante mi existencia.
Nací en un bellísimo paraje del distrito Sucre, en Celendín, Cajamarca. Casi en el límite con su vecino Oxamarca. Me crié, hasta mis primeros seis años de vida, en la jurisdicción del hoy centro poblado Calconga.
Mi memoria conserva vivencias prístinas en hermosos y coloridos parajes; mantiene recuerdos de la naturaleza casi virgen; de paisajes predominantemente verdes conformados por cerros, quebradas, peñascos, pampas, bosques, manantiales, humedales, ríos, etc.; guarda imágenes de varios campesinos estoicos y trabajadores, dejando sus huellas y sudor en viviendas rústicas, chacras de cultivos, caminos de herradura, etc. Asimismo, me recuerda sus emociones manifiestas en festividades costumbristas.
Con mi amor infantil por la sierra y su naturaleza, empezó mi admiración por los animales libres; aprendí a identificar algunos mamíferos: venados, zorros, tejones, conejos, zorrillos, etc.; también, algunas aves: zorzales, "paucullas" (gallinita de agua), huanchacos, turrichas, "turcas" (paloma torcaza), wicucos, huaychaos, "gargachas" (especie de carpintero andino) y otros pájaros de trinos melodiosos. Los llamo ‘animales libres’; no creo en la existencia de animales salvajes; en tal caso, creo que no hay más salvajismo en una especie viviente, que la que existe en el hombre…
Las marcas que mis vivencias infantiles dejaron en mi subconsciente y memoria, son tan fuertes que a veces me sueño, muy feliz, por esos parajes paradisíacos; caminando y aspirando su aire puro.
Hoy estoy convencido, que, gracias a este ambiente sano, sobrevivieron muchas generaciones a las inclemencias del tiempo, limitaciones económicas y enfermedades que atacan la niñez. Mis padres me contaron, que conmigo se ensañaron el sarampión y la varicela. Luego tuve una leve desnutrición, no por carencia de alimentos, mis padres fueron muy trabajadores y no permitían que nos faltara la comida; sino porque, a consecuencia de las primeras, había perdido el apetito.
Mis padres se casaron muy jóvenes; decidieron dedicarse a la agricultura, crianza de algún ganado y animales domésticos. Fue por las faenas agrícolas, en el campo, que tuve la oportunidad de acercarme a las vivencias de los campesinos y a los relatos de familiares y amistades; algunos de ellos se empeñaban en controlar mi engreimiento e hiperactividad, atemorizándome con la actuación de personajes fantasmales y/o malignos. Pero, lejos de atemorizarme, lograron avivar más mi imaginación.
Mi madre ubicaba algunos de sus ancestros de línea materna en caseríos del distrito cajamarquino La Encañada; mi padre, solo ubicaba por allí a su abuelo materno. Ambos tenían mayores consideraciones por sus familiares que vivían, y aún viven, en Sucre y José Gálvez, distritos de la provincia Celendín.
A los cinco años y meses, mi madre me llevó por un camino sinuoso, pedregoso, resbaloso y accidentado, a conocer ‘el pueblo’; así llamaban los campesinos a la ciudad. Así, a temprana edad, tuve la oportunidad de transitar por las entonces calles empedradas de la ciudad de Sucre; quedé asombrado al ver algunos de sus pobladores vestidos de otra manera: con zapatos en vez de llanques, con casacas en vez de ponchos y umallas; o sea, sin sombreros. Fue como entrar a un mundo diferente y extraño, al que percibí un tanto indiferente e indolente con todos los que vivían en el campo o venían de este. Entonces imaginé que los pueblerinos no conocían los padecimientos y sufrimientos que yo había visto en la vida cotidiana de los campesinos; que ni siquiera estaban preparados para afrontar las mínimas dificultades que plantea la vida en el campo. Pensé que lo tenían todo en la ciudad y dentro de sus casas, muchas pintadas, de hasta dos pisos, y con veredas hechas con piedras y cemento. Supuse los habitantes de Sucre eran muy felices viviendo allí; y que, para serlo aún más, le cambiaron su original nombre, ‘wauco’ por el actual. Y así me surgió un sueño: vivir algún día en un pueblo andino y apacible como ese; y hoy, después de vivir años en algunas de las grandes, contaminadas y bulliciosas ciudades del Perú, debo confesar que aún mantengo intacto aquel intermitente sueño.
Aún niño, recuerdo que mis padres decidieron migrar a la ciudad. “Hijos, nos vamos para que estudien en el ‘pueblo’, allí la enseñanza es la mejor. No queremos para ustedes la vida de sufrimientos que llevamos nosotros, aquí en el campo…”. Entonces me alegré, porque creí que iba a vivir en el ‘mundo de felicidad’ que yo había imaginado en mi primera visita al ‘pueblo’. No estuvimos mucho tiempo allí; algo bueno ocurrió que mejoró nuestra economía familiar y nos mudamos a Cajamarca; más tarde, siempre por estudios, a Lima.
Progresamos, como familia, gracias al ímpetu, exigencias y laboriosidad de nuestros padres; también a la buena calidad de la enseñanza pública de antaño. Yo tuve la oportunidad de seguir una carrera universitaria más especialización en las universidades nacionales de Cajamarca y Trujillo (U.N.C. y U.N.T). Trabajé, los primeros años, en provincias de regiones del norte, luego por otras del centro y sur peruanos. Finalmente me acerqué más a Cajamarca, como para establecerme aquí hasta el final de mis días.
Mis maestros me indujeron acercarme a los libros; tanto los de la escuela primaria, de la secundaria, como los de la universidad. Lecturas y vivencias constituyen en mí, una especie de combinación perturbadora, por calificarlo de modo benévolo, de la que quiero liberarme de modo definitivo. He leído a expertos que opinan acerca de temas como éste; algunos coinciden al afirmar que esta pretensión mía es imposible de lograr; se debe a que es permanente, constante o frecuente, y que solo sería posible aplacarla escribiendo. He optado por creerles y someterme a la terapia.
El percibir que, al menos quiénes me estiman, soportan pasar momentos leyendo y comentando lo que he escrito, me inquietan y animan para seguir haciéndolo.
Así es como he decidido continuar con la terapia.
Virgileo Leetrigal
virgileeo@gmail.com
Nov. 2009
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