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(Cuento)

Autor. Virgileo LEETRIGAL

Mis padres decidieron que tendríamos que mudarnos a otra casa. Esto fue así, para iniciar el año en el que yo cursara el cuarto de mi formación secundaria. Alquilaron una casita muy modesta, de solo tres habitaciones, en la calle «30 de agosto». Esta calle es periférica, por el este, al casco urbano y campiña verde del pequeño pueblo. Entonces éste tenía iluminación escasa; sí, tan escasa que algunos pobladores comparaban a las bombillas eléctricas y colgantes de las calles, con las berenjenas de sus huertos.

Nuestra nueva casa era casi solitaria y se erguía al borde de un amplio terreno cultivable. Hacia el lado derecho, el muro lateral de la construcción, estaba retirado como dos metros de la línea de lindero con el terreno vecino; así se había generado una especie de corredor cubierto de grama y semi techado por el alero del tejado. Los otros terrenos de la cuadra eran más baldíos y tenían cercos similares, de pencas y arbustos. Para el frente, al otro lado de la calle, estaba la amplia casa de la familia de Maritza, ocupando casi la mitad de la misma cuadra.

Maritza, como yo, tenía dieciséis años a mi llegada al barrio. Fuimos compañeros en el colegio secundario, desde el primer año. Y desde que fuimos vecinos, a este claustro, íbamos y volvíamos juntos, a diario. De ese modo se fortaleció nuestra amistad; y más, desde que empecé a frecuentar su casa, para desarrollar las tareas que nos dejaban nuestros profesores. En el corredor externo del costado derecho de mi domicilio, esperaba, por las noches, ansioso e impaciente, a que ella abriera su puerta y diera la señal convenida para acercarme. Maritza era una chica muy simpática, respetuosa, humilde y jovial; además de hacendosa e inteligente. Y llegó a gustarme mucho su compañía, y ella misma. Estar a su lado y contemplarla, mientras hacíamos nuestras tareas o estudiábamos, se convirtió en hábito y necesidad en mí. Me intranquilizaban mucho los prolongados tiempos que transcurrían sin verla.

Yo era un muchacho diligente en los estudios, el de mayor rendimiento en la sección. Me respetaban casi todos los demás, y el plantel de profesores. A partir del cuarto año me esforzaba más por mantener esta condición, para ganarme la admiración de Maritza. Además consideraba que así correspondía al sacrificio de mis padres en su duro trabajo del campo. Al fin de cuentas, era yo el beneficiado con las bases de una buena educación, que me permitiera una vida futura menos sacrificada que la de ellos. Nací y viví mi niñez en el campo y; a los diez años mis padres me llevaron a la capital del distrito, para culminar allí mi educación primaria y continuar con la secundaria. Mi adaptación a la ciudad no fue fácil; el primer problema que tuve que afrontar fue la discriminación de algunos alumnos y profesores, por solo hecho de haber nacido en un lugar de mayor altitud que la ciudad. «Allí viene el jalquino», decían algunos estudiantes mal educados, con actitudes que ahora llaman bulling. Yo no respondía, entonces. Hoy creo que fui tímido e introvertido.

Así crecí, y esos rasgos de mi conducta, contribuyeron para sentirme atraído por Maritza de un modo muy especial. Sin que ella lo supiera, empecé a construir un mundo de ilusiones basado en nuestra relación de pareja. Soñaba que un día viviríamos juntos y felices conformando un hogar: el barrio mejorado, el pueblo desarrollado, los niños sanos y felices, etc.; se habían convertido ya en parte de mi especial e imaginario mundo. Maritza era mi amor platónico. Me fue muy difícil expresarle, de modo directo, mis sentimientos. Me sentía disminuido ante las comodidades de su casa; esas que en la mía no existían ni por asomo. Entonces, yo mismo me decía: «es iluso pensar que Maritza, hija de familia tan acomodada se fije en mí, hijo de una de una familia pobre, que con las justas arrienda una casa aquí…».

De otro lado, Jovanna, su hermana mayor, no veía con buenos ojos nuestra amistad. Me lo expresaba de modo altanero, al cruzarse conmigo, con su mirada fría y saludo trivial. Pese a todo, en el fondo de mi ser, mi amor por Maritza crecía silenciosamente.

El caminar juntos, a diario, entre el colegio y su casa, propició que algunas compañeras y compañeros insinuaran una relación amorosa entre Maritza y yo. En el pueblo, de algún modo, pasaba algo similar. Cierto día, cuando pasábamos por la puerta de un pequeño bar, uno de los bebedores dijo, desde el interior: «Ese par de tortolitos no se dejan, algo me dice que no acabarán la secundaria…». Maritza, que algo me estaba diciendo en ese instante, no escuchó al parroquiano; y esas palabras para mi fueron como un aliciente: «seguro damos impresión de que seríamos una buena pareja; dicen que el borracho como el niño nunca miente», me consolé.

Maritza y yo aprobamos el cuarto año de educación secundaria con notas sobresalientes. Ella mejoró considerablemente su rendimiento y calificaciones con relación al año anterior; ello significó ganarme mayor aprecio de sus padres. Sus atenciones hacia mi persona mejoraron. Casi a diario, su mamá y una que otra hermana, nos servían café en nuestra mesa de estudio.

Con el mes de diciembre llegó la navidad y después de ésta, las vacaciones escolares. Y yo desaparecí tres meses del pueblo y de la vida de Maritza. Fui al campo, para ayudar a mis padres en la labranza de la tierra, siembras, cosechas y crianza de ganado. Regresé al iniciar el mes de abril del siguiente año, más ansioso de ver a Maritza, que de terminar la educación secundaria; pues esa época estudiantil me hubiese gustado que fuera eterna. Nuestro reencuentro emocionante fue la tarde del día domingo, un día antes del primer día de clases del quinto y último año de estudios. Por su abrazo y sonrisa, aunque no me lo dijo, sentí que ella me había extrañado tanto o más que yo a ella. Nos pusimos a conversar y reír hasta que el pueblo fue cubierto por el manto oscuro de la noche; sí, de esa que ya era cómplice de montones de miradas y suspiros nuestros, sobre todo míos.


Llegó agosto y al finalizar éste mes, la fiesta patronal del pueblo en honor a Santa Rosa de Lima. Nuestra promoción, en el colegio, organizaba una actividad pro fondos para el viaje y fiesta de fin de año. Maritza integraba la junta directiva y solicitó mi ayuda para trasladar cosas al local de celebración; y yo, no podía sentirme mejor que ayudando a la mujer de mis sueños. En la fiesta, Maritza se mostraba muy a gusto con mi compañía y; aprovechando que tenía cierto sosiego, cuando la mayoría de los asistentes se movían en la pista de baile, hablábamos o bailábamos también. Esa noche la esperé hasta tarde, ella con los miembros de su Junta Directiva tenían que cerrar la actividad con un pre balance económico. Llegamos a nuestra calle a las tres de la mañana. Era una mañana fresca; el cielo estaba límpido y negro, iluminado por una luna llena y tapizado de brillantes estrellas. En ese ambiente y casi en la puerta de su casa, saqué fuerzas de mis flaquezas y le declaré mi amor. Maritza me rechazó, y con delicadeza, me dijo: «Sigamos igual, me siento bien con nuestra amistad…». Mi timidez no me permitió insistir; por el contrario, le pedí disculpas. Y así, mi amor por ella iba generándome algunos conflictos internos; los que muchas veces me atormentaban.

Luego de terminarse el año académico, Maritza y yo, entendíamos que vendría nuestra separación definitiva. La única razón mía para vivir en el pueblo era terminar la secundaria. En la fiesta final de nuestra promoción, aparecí tarde. En realidad, mi única motivación para ir era Maritza; yo quería verla esa noche y ella se alegró al verme llegar.

Alguna casualidad hizo que en aquella fiesta se apareciera Kelly. Era limeña, desinhibida y muy guapa; prima de uno de los integrantes de la promoción, quien nos presentó con algunas loas a la personalidad de ambos. Había llegado al pueblo de para conocer la tierra y familia de sus padres. Ostentaba un cuerpo curvilíneo y esbelto, y con otros atributos muy bien puestos. Sin importarle el frío serrano, vestía a la usanza costeña; cubría su cuerpo trigueño un vestido azul, corto y algo escotado, que traslucía sus prodigiosas caderas, su abultado busto y gran parte de sus perfectas piernas. Kelly saludó, fijando educadamente su mirada en cada uno de los presentes. Una coincidencia hizo que bailara conmigo su primera pieza. Por las primeras palabras de nuestra conversación, supe que conocía en Lima a un familiar cercano de mi padre, a quién ella estimaba mucho; y por hablar de aquella persona, bailamos varias piezas musicales. Maritza nos había estado observando, pero disimulaba y evitaba que su mirada se cruce con la mía. En el fondo yo me sentía bien, mi ego se había enaltecido, y sonriente procuraba que la conversación con Kelly pareciera la de dos personas que se gustan.

Aquella noche, y en esas circunstancias, decidí infundirle ciertos celos a Maritza, y ella «pisó el palito». En un instante nos cruzamos, cerca de los servicios higiénicos, y entablamos un corto diálogo:
—Cuando decida ir a casa, dejas todo y sales conmigo —dijo, de modo tajante y casi sin detenerse.
—Como quieras —le respondí, con seguridad—. Ella se tranquilizó y sonrió.

A las dos horas con treinta minutos de la madrugada, Maritza me dio la señal. No me despedí de Kelly, que en ese momento conversaba con su primo. Tanto Maritza como yo habíamos bebido algunas copas de vino y coctel; total, era nuestra fiesta, la última en la que estábamos juntos todos los de la promoción. Salimos, cruzamos algunas calles del centro de la ciudad y llegamos a nuestra calle. Ella iba reclamándome con énfasis «por haber estado coqueteando con Kelly, sin conocerla bien», y ya cerca de mi casa inició un diálogo más serio.
— ¡Dime si acaso te has enamorado de ella a primera vista! —expresó, ante mi provocador silencio.
—Creo que sí, al menos ella me gustó —le respondí, aparentando seguridad.

Maritza, que estaba frente a mí y rozándome; me indujo a caminar de espaldas hacia el corredor derecho de mi casa. Lentamente ingresamos allí; ese lugar como ya lo he descrito, era vacío, engramado y un tanto oscuro.
—Quiero que hoy, de una vez por todas, sepas algo —me dijo—, pegándose más a mí, y golpeando mi pecho con su dedo índice pegado al medio, como si fuera uno solo.
— ¿Qué cosa? —pregunté.
—Cuando tú, en agosto pasado, me declaraste tu amor, me moría por decirte que sentía lo mismo por ti, que también te amaba.
—Gracias Maritzita…, pero es tiempo pasado, tú misma lo dices: «sentías», «me amabas» —acoté.
— ¡Tonto! ¿Cómo te iba aceptar de buenas a primeras? Esperé de tí solo una palabra más ¿Por qué no insististe?
—Tranquila, eso ya pasó, no me quiero acordar. Es más, Kelly me ha dado una esperanza…
— ¡Pero yo sí quiero acordarme! —Dijo ella, elevando el tono de su voz—! Y no quiero que hables más de ella!…
—Por favor tranquilízate Maritzita y despidámonos bonito. Dentro de unas horas me iré del pueblo, tal vez para siempre, y solo quiero llevar recuerdos bonitos de nuestra amistad.
— ¿Y yo, con qué voy a quedarme? —preguntó Maritza, al tiempo que apoyó sus manos en mis hombros, reclinó su rostro en mi pecho y empezó a sollozar.
—Pues con lo mismo. Nuestra amistad prevalecerá en el tiempo —le dije tratando de calmarla.
—Tu amistad no me basta, nunca me bastó —dijo, con énfasis, y sentí que su cuerpo vibraba con sus sollozos cada vez más intensos.

Por primera vez, sentí en Maritza cierta debilidad. De otro lado, me turbaba el olor perfumado de su cabellera suelta, su aliento de mujer joven y lozana; y la entereza y calor de su cuerpo reclinado contra el mío... Al fin tenía el privilegio de abrazar a la mujer de mis sueños, y lo hice con intenso amor y ternura. Por encima de su hombro, jalaba con mis dedos juntados las hebras finas de su cabello castaño, descubriendo su rostro fino y agradable. Empujaba su mentón hacia arriba para incitarla a mirarme; pero ella se agachaba para no verle sus hermosos ojos llorosos y el discurrir brilloso de sus lágrimas por sus mejillas. Su cuerpo seguía vibrando y para reanimarla le lancé la tremenda verdad:
— ¡Te amo Maritza!, discúlpame que tarde te lo repita...
—No es tarde, quizás así es mejor. Yo también te amo —me contestó, colgándose de mi cuello, calmándose y buscando el contacto de sus finos labios con los míos.

En el fondo, ambos teníamos un temor natural y la sensación, de que oportunidad o momento como ese, jamás se iba a repetir en nuestras vidas. —Y considerando que en ese tiempo no había el desarrollo tecnológico que hay ahora en las comunicaciones, nuestro temor era también lógico—. Supimos, entonces, que ambos estábamos muy enamorados; y buscamos allí, demostrar el alcance de nuestro gran amor. Como se trataba de el «hoy o nunca», aprovechamos al máximo ese momento idílico: nos tendimos en el césped, nos fundimos en un concierto de abrazos y besos; nos entregamos por completo a un espacio y tiempo de felicidad y éxtasis indescriptibles; y por primera vez fuimos el uno para el otro. Fruto de ese amor, entre adolescente y juvenil, nueve meses después vino al mundo un niño: Sergio Benjamín. Nació cuando yo ya estudiaba en la universidad y estaba a más de ciento cincuenta kilómetros de su lado.

Enterado de mi precoz paternidad; mi padre, que a su estilo era muy drástico y radical en su manera de pensar, actuar y formar a sus hijos; me cortó de raíz la ayuda económica que me brindaba para estudiar. Mi hermano mayor y un primo cercano que trabajaban en Lima, me lanzaron un salvavidas y pude continuarlos. Sin embargo, cuando salía de vacaciones, mi padre mismo, me exigía que apere dos o tres caballos para ir al pueblo; mientras él acondicionaba variados productos de sus cosechas. Luego me encaminaba, casi siempre diciéndome: «Anda con eso y ve a esa criatura, so pedazo de padre irresponsable…».
Después me enteré que mientras yo estudiaba, mi padre mismo hacía eso; y semanalmente, con el pretexto de ir a la feria del pueblo. Él había establecido y mantenía excelentes relaciones de amistad con los padres de Maritza y se había encariñado con su primer nieto; pero en relación a su decisión de cortarme la ayuda económica jamás se retractó, y eso para mí fue una invalorable lección de vida.

Llegó un tiempo en el que la familia de Maritza, más ella y Sergio Benjamín, migraron también a la ciudad capital departamental; lo hicieron cuando yo apenas estaba por la mitad de mi carrera. Facilitar los estudios de dos de sus hermanas menores que habían ingresado a la universidad, motivó este traslado. Maritza aprovechó bien la oportunidad; se preparó, postuló y alcanzó después una vacante en la misma universidad, para estudiar Contabilidad.

Estudiante universitario de una carrera exigente, inmaduro y con muchas limitaciones, me fue muy difícil asumir mi responsabilidad de padre, como de algún modo ya lo dije. Y una irresponsabilidad adicional, fue no darme un tiempo para viajar y acudir al Registro Civil del pueblo en el que nació mi hijo, para firmar su partida de nacimiento. Maritza, excelente madre, hizo trámites para acogerse a una amnistía en el Registro Civil de la municipalidad de la capital departamental, y después de lograrlo, me dejó la notificación para que yo vaya a firmarla. Yo no pude encajar mi tiempo libre en el horario en que me habían fijado para ir a firmar. Maritza, con razón, fue a reclamarme; necesitaba con urgencia una partida de nacimiento del niño para matricularlo en el primer grado de educación inicial. Le prometí que iría al tercer día en que tenía una tarde libre. Maritza se molestó más; me rechazó todo ofrecimiento, e impotente, se puso a llorar… Creo que pensó que, con pretextos, yo me negaba a reconocer legalmente a mi hijo, por temor a que ella me iniciara un juicio por su alimentación. «Eres malo con tu hijo y encima no confías en mí, a pesar de que no me canso de darte tantas muestras de mi amor y lealtad…», me dijo, antes de retirarse. Y hoy confieso que estas palabras de Maritza, sus lágrimas y la escena que protagonizó, me conmovieron, me marcaron, y me cambiaron la vida para bien y para siempre...

Al día siguiente por la mañana, yo iba pensativo hacia la universidad. Y cuando apenas había caminado dos cuadras en dirección al paradero de los ómnibus de la movilidad universitaria, vi en una esquina a un grupo de mujeres jóvenes y de rostros conocidos, eran las siete hermanas de Maritza; desde Jovanna, la mayor, hasta Diana, la última que entonces habría tenido unos trece años. Nada pude hacer para detenerme o desviarme, tuve que seguir caminando en dirección a ellas. Tan pronto me tuvieron cerca, se movieron muy rápidamente y me cercaron; Jovanna me cogió del cuello y sin soltarme, airadamente, me encaró por mi irresponsabilidad en la educación de Sergio Benjamín. Me armaron tremendo lío, del que no sabía cómo salir; ni como disimular ante las miradas atónitas de algunos transeúntes, entre los cuales me parecía ver algunos conocidos. Hice lo posible por calmar a las siete ofuscadas mujeres. No recuerdo si algunas gritaban o lloraban, pero me repetían que estaban dispuestas a todo por el bienestar de su sobrino, a quien decían querer como a su propia vida. (Sergio Benjamín y su abuelo, eran los únicos varones engreídos de la familia) «La única concesión que te haremos es que vayas con nosotras, y en este instante, al Registro Civil y firmes la partida de nuestro sobrino…», sentenció Jovanna, y las demás hermanas apoyaron en coro esa decisión.

Calculé que el tiempo para llegar a mis clases era ya insuficiente, y decidí cancelar mi ida a la Universidad. Acompañado de las siete mujeres marché, más de fuerza que de ganas, hacia el Registro Civil de la Municipalidad. En el camino recordé que mi Documento Nacional de Identidad no lo tenía conmigo. «Si les digo que no poseo mi DNI, no me lo van a creer, montarían en cólera y me harían un lío mayor», pensé primero. «Mejor, llegando al Registro Civil, explicaré mi problema», concluí.

Llegué a la Municipalidad, crucé el empedrado patio central con dirección a las oficinas del Registro Civil, muy bien flanqueado por mis siete acompañantes. Sus desplazamientos y miradas eran tan tensas que ante el público proyectaban la imagen de «estar resguardando a un peligroso prisionero, y muy atentas para evitar una posible fuga». Ingresé a las Oficinas del Registro Civil, una secretaria buscó en el libro de partidas y con el código correspondiente ubicó la partida de Sergio Benjamín.
—Joven, muéstreme su DNI —dijo la secretaria.
—No lo he traído señorita, lo he olvidado —dije, seriamente.

Las hermanas de Maritza, me querían devorar con sus miradas, es que: « ¿habían hecho tanto y para nada…?» o « ¿Estaban junto a un hombre tan cínico, que hace lo indecible con tal de no reconocer a su hijo…?»
—Por favor señorita denos una salida, ya que este «ilustre» jovencito es muy ocupado y no tiene tiempo para venir a firmar otro día —dijo Jovanna, con un acento entre burlón y suplicante, que la secretaria captó muy bien.
—Espérenme un momentito, voy a consultar con mi Jefe —dijo; y mostrándose muy dispuesta a ayudar, se metió a una oficina contigua con el libro en sus manos. Luego de unos minutos, junto a ella, salió un hombre con sus anteojos en la mano, quien después de mirarme unos segundos, habló.
— ¿Vecino Sergio en qué problema anda? —dijo. Era uno de mis vecinos en el barrio en que vivía. Yo solo sabía que trabajaba en la Municipalidad, más no la dependencia específica.
—Debo firmar la partida de nacimiento de mi hijo, pero he olvidado mi DNI, vecino —le respondí.
—Ah, jajaja. No te preocupes Sergio, eso no es problema. Yo te conozco. Sé que eres un buen muchacho y lo estás demostrando con tu presencia aquí. Pues hay hombres que rehúsan venir a firmar —dijo. Y mientras mis acompañantes soltaban una sonora y prolongada carcajada; el funcionario me señalaba el lugar del documento en el que debía firmar. Di una ligera mirada al documento, y luego de constatar que los nombres de mi hijo, los datos de Maritza y los míos estaban correctos; estampé mi firma sobre la inscripción: «FIRMA DEL PADRE». Era al fin un padre legal, aunque no del todo responsable.


Los años pasaron; pero pese a la marcha inexorable del tiempo, hay amores que nunca mueren; y de esa característica es el que nos unió a Maritza y a mí. Por eso, en la ciudad, volvimos a frecuentarnos y nuestra relación continuó. Sus padres consentían, sin incomodarse, mis permanentes visitas y nuestras frecuentes salidas; nunca me guardaron rencor y me trataban con mucha amabilidad. Ello se debía a que Maritza era una buena hija y también una excelente compañera: contribuía a la buena marcha de su hogar, velaba por la educación de sus hermanas menores; y me defendía explicando mi difícil situación de estudiante. Pues yo, como ya dije, sobrevivía a duras penas, gracias a la esporádica pero valiosa ayuda de mi hermano y mi primo.


Tres años después de mi forzada visita a la municipalidad para firmar la partida de mi primogénito, acudía a la misma oficina; pero esta vez lo hacía de modo voluntario, y acompañado de Maritza, nuestro hijo, sus padres y también de sus siete hermanas.

Todos íbamos en total armonía. Yo, otra vez iba para estampar mi firma en el Registro Civil; solo que ahora, no era en un libro de partidas de nacimiento, sino en uno de partidas de matrimonio. Maritza y yo habíamos decido formalizar nuestra relación, casarnos, formar nuestro hogar y velar juntos por la buena formación de nuestro hijo.

Actualmente, con Maritza —mi excelente esposa—, y nuestros hijos: Sergio Benjamín y Martha Maritza, vivimos muy felices. Y como adquirimos ciertas responsabilidades, que el período histórico de nuestro planeta exige, hemos prometido que jamás comeríamos perdices.

Cajamarca (Perú), septiembre del 2014

Texto agregado el 02-06-2016, y leído por 85 visitantes. (0 votos)


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