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Encuentros

Llevaba el rostro cansado, impregnado de recuerdos y carencias. Lo cierto es que evocaba ternura verla pasar por las calles, con sus pasos enredados en las piedrecillas de un asfalto mal mezclado. Llevaba el rostro cansado, excesivamente cansado si me preguntan, y es que uno no está acostumbrado a ver tal desplante de radiante belleza con un aura tan oscura.

Traía consigo, aparte de lo obvio, un incansable can, lo suficientemente ágil como para hacerle compañía por horas de camino así como lo bastante astuto como para convencerla de no ir tan lejos. Lucas se llamaba, eso creo, o Alberto quizás. No estoy seguro. Pero ella siempre acostumbró a nombrar a sus mascotas con los nombres de sus pretendientes de antaño. Y es que si no fuera por su mala suerte en el amor, le hubiesen faltado nombres para sus animales, pues estos seguían fatídicos destinos por razones incomprendidas, ni siquiera atribuibles al destino o al Dios de los Perros como ella una vez me lo comentó, pues este era su décimo perro en menos de seis años.

En fin, así la encontré. Escoltada por un pastor con más carácter del que hubiese deseado, y no me sentí intimidado, por fuera, porque el can detectó con impresionante rapidez mi intranquilidad, y así me mostró su sonrisa mucho antes de que pudiese haber dicho cualquier cosa.

- Tranquilo Amor – le dijo ella con ternura a su acompañante, quien de inmediato desistió. Y me sentí intrigado porque quizás hasta éramos tocayos el perro y yo.

- Hola – balbuceé aún inquieto.
- ¡Hola tú! – respondió con un gesto adorable e impresionante espontaneidad. – Lo siento- dijo – indicando al animal.
- No..., no es nada.
- ¿Cómo has estado? – me inquirió de pronto.
- Eh…, bien – mentí como acto reflejo, en un tantas veces ensayado piloto automático social.

La contemplé absorto por un par de segundos hasta que lanzó una pequeña y encantadora risa que lastimó el silencio y me regresó a mi cuerpo.

- ¿Un café? – propuso como intentando ayudarme.
- ¡Claro!, me encantaría – respondí al fin.

Así las cosas estaban. Ella derrochando hermosura y con un rímel a medio correr -había llorado hace poco supuse-, quizás por el antecesor del can o un desafortunado romance de abril.

Mientras servían las tazas con la aromática bebida pude notar como se reconfortaba al fin, y le regresaba el alma, o qué se yo. La verdad es que yo estaba suspirando sin darme cuenta y solo lo noté cuando me sonrió de repente. Me sonrojé y me apronté a descuerarme los labios con el aún hirviente café.

- Es una lástima que no le dejen entrar – le dije indicando al can que nos miraba desde la calle atado a un poste.
- No importa –dijo- nunca le ha gustado el café.