Nací en Monterrey, México.

Gran parte de mi vida la malgasté en buscar quién soy.

Ya sé quién soy. Sólo un Prófugo más de la vida. Me gusta construir castillos de arena y asfaltarlos, no importa que se caigan después. Me gusta construir caminos a ninguna parte, no importa que nadie más los utilice. Me gusta pensar que un día, sin ninguna razón, voy a encontrar lo que busco... aunque no busco nada.


La vida da muchas vueltas, un día te despiertas y descubres que sabes más de lo que quieres saber; no importa, lo superas y sigues viviendo. Pero las huellas nunca se borran, todo sigue ahí aunque quizá esté escondido debajo de castillos de arena asfaltados.

Ahora que ya sé todo eso me dedico a malgastar mi vida en otras cosas. Creo que ahora por lo menos ya tengo la sensación de estar ganando algo con ello.



Los invisibles


Los invisibles son una raza, un pueblo olvidado de la mano de Dios, de ese dios con ‘d’ minúscula en el que se convirtió al no crear el octavo día, el cual estaba predestinado cósmicamente a ser el día en que el hombre invisible dominara a los animales del cielo y de la tierra, incluido el hombre.
Gracias a que ese día nunca existió, los invisibles quedaron condenados a vagar por la tierra, sin patria, sin posesiones, sin dominios, solos. Condenados a estar solos, para siempre, desde siempre. Nunca ha habido en la tierra o en el cielo raza más solitaria que los invisibles.

A pesar de todo son como los humanos, porque también sienten, a veces lloran y a veces ríen. Siempre siguen todos los pasos para establecer relaciones, pero como el octavo día nunca existió, siempre hay un paso inexistente que están esperando dar, el cual los lleva al vacío del primer día, en un eterno retorno al principio, que en este caso, siempre es el fin de lo que se proponen.
Por eso los invisibles ya dejaron de creer. Ya no se proponen cosas porque saben que siempre terminarán exactamente donde comenzaron. Los invisibles odian los lunes, odian enero, odian el canto del gallo y las primeras flores de la primavera. Pero secretamente también aman todo eso, lo aman y lo odian. Lo odian porque saben que están condenados a regresar a todo esto, sin remedio, por toda la eternidad. Lo aman porque por alguna extraña razón siguen esperando el octavo día, el día en que un invisible encuentre lo que nunca fue creado.

Ya casi no quedamos invisibles en este mundo, o quizá sí, pero como nadie puede vernos, no habría forma de encontrarnos, de establecer algún contacto con nosotros. Somos el remanente de una raza que nunca existió, o que si lo hizo, nadie ha visto nunca.

Ah y por cierto... como dijo una sorprendente persona por ahí... la tristeza lo puede todo, todo.

Y, claro, la vida es un picnic.

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