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«Genus irritabile vatum!>> Que la raza de los poetas (entendiendo la palabra en su más amplía acepción, comprendiendo a todos los artistas) sea irritable, eso está claro; pero por qué, eso ya no me parece tan gene¬ralmente conocido. Un artista no es un artista más que por su exquisita sensibilidad por lo bello, una sensibi¬lidad que le proporciona placeres embriagadores, pero que al mismo tiempo implica, encierra una sensibilidad igualmente exquisita ante toda deformidad y toda des¬proporción ; de forma que el daño o la injusticia infli¬gidos a un poeta que realmente sea un poeta lo exas¬peran hasta un punto que, para la manera ordinaria de juzgar las cosas, parece estar en una desproporción com¬pleta respecto a la injusticia cometida. Los poetas des¬cubren la injusticia, nunca donde no la haya, pero sí muchas veces allí donde miradas no poéticas pueden no ver ni rastro de ella. La célebre irritabilidad poética no tiene pues nada que ver con el temperamento, tal como vulgarmente se entiende, sino con una clarividen¬cia supranormal ante lo falso y lo injusto. Esa clarivi¬dencia no es más que un corolario de la intensa percep¬ción de lo verdadero, de la justicia, de la proporción, en una palabra de lo bello. Pero lo que sí está claro es que aquél que no es (según la apreciación vulgar) irritabilis, no es poeta en absoluto.»
Así habla el propio poeta, al iniciar una excelente e irrefutable apología de todos los de su raza. Esta sen¬sibilidad, Poe la introducía en los asuntos literarios, y la extraordinaria importancia que concedía a todo lo rela¬tivo a la poesía le inducía frecuentemente a adoptar un tono en el que, según el juicio de los débiles, la superioridad se hacía demasiado evidente. Creo haber ya dicho que muchos de los prejuicios contra los que tenía que luchar, de las ideas falsas, de los enjuiciamien¬tos vulgares que circulaban en torno suyo, han infec¬tado desde hace tiempo lo que se imprime en francés. No será, pues, inútil dar cuenta sumariamente de algu¬nas de sus principales opiniones acerca de la composi¬ción poética. El paralelismo de los errores las hará de fácil aplicación.
Debo decir, ante todo, que tras admitir la parte que le corresponde al poeta por naturaleza, a lo innato, la que Poe daba a la ciencia, al trabajo y al análisis pare¬cerá exorbitante a los fatuos no eruditos. No sólo em¬pleó enormes esfuerzos en someter a su voluntad el de¬monio fugitivo de los momentos felices, en recobrar cuando quisiera esas sensaciones exquisitas, esas apeten¬cias espirituales, esos estados de salud poética tan poco frecuentes y tan preciosos que se les podría realmente considerar como estados de gracia externos al hombre y como visitaciones; sometió también la inspiración al método, al análisis más severo. |La elección de los me¬dios 1 Incesantemente se remite a esto, insiste con sabia elocuencia en la adecuación del medio al efecto, en la utilización de la rima, en el perfeccionamiento del es¬tribillo, en la adaptación del ritmo al sentimiento. Afir¬maba que quien no sabe captar lo intangible no es un poeta; que poeta lo es sólo aquel que es dueño de su memoria, soberano de las palabras, registro de sus pro¬pios sentimientos a punto siempre para ser hojeado. ¡Todo para el desenlace! repite frecuentemente. El mismo soneto necesita un plan, y la construcción, el armazón, por así decirlo, es la principal garantía de las producciones del espíritu.
Me remito, naturalmente, al artículo titulado: El principio poético, y encuentro en él, desde el comien¬zo, una vigorosa protesta contra lo que podría llamar¬se, en el terreno poético, la herejía de la longitud o de la dimensión, el valor absurdo atribuido a los poemas de gran tamaño. «Un poema largo no existe; lo que se llama un poema largo es una perfecta contradicción en los términos.» Efectivamente, un poema sólo me¬rece este nombre si excita y rapta el alma, y el valor positivo de un poema viene dado por esa capacidad de excitación, de rapto del alma. Y por necesidad psicoló¬gica todas las excitaciones son fugitivas y transitorias. Ese estado singular al que el alma del lector ha sido, por así decirlo, arrastrada a la fuerza, no será sin duda de tanta duración como la lectura de un poema que sobrepase la tenacidad en el entusiasmo de que es ca¬paz la naturaleza humana.
Queda condenado, evidentemente, el poema épico. Ya que una obra de esas dimensiones no se puede con¬siderar poética más que en la medida en que se sacrifi¬que la condición vital de toda obra de arte, la Unidad; no me refiero a la unidad en la concepción, sino a la unidad en la impresión, a la totalidad en el efecto, como ya he dicho al comparar la novela con el relato. De ma¬nera que el poema épico se nos aparece, estéticamente hablando, como una paradoja. La antigüedad quizá produjo series de poemas líricos, que posteriormente fueron reunidos por compiladores en poemas épicos; pero toda intención épica es evidentemente de una sensibilidad artística imperfecta. Ha terminado el tiempo de esas anomalías artísticas, y es incluso muy dudoso que un poema largo haya podido nunca ser realmente popular en todo el sentido del término.
Debe añadirse que un poema demasía no proporcione un pabulum que baste a la excitación suscitada, que no iguale el apetito natural del lector, es también muy defectuoso. Aunque su efecto sea brillante e intenso, no es duradero; la memoria no puede fijarlo; es como un sello aplicado con ligereza y con excesiva prisa, sin tiempo para imponer su forma a la cera.
Pero otra herejía, gracias a la hipocresía, la torpeza y la bajeza de los espíritus, es todavía mas temible y tiene mayores posibilidades de duración –un error de piel más dura—; me refiero a la herejía de la enseñanza, que lleva como corolarios inevitables la herejía de la pasión, la verdad y la moral. Mucha gente se figura que la finalidad de la poesía está enseñanza, que debe fortalecer la conciencia, refinar las costumbres o demostrar lo que sea, algo útil. Según Edgar Poe los americanos han patrocinado especialmente esa idea heterodoxa; desgraciadamente no es necesario llegarse a Boston para encontrar la herejía en cuestión. Aquí mismo nos asedia, y día tras día 1e da batalla a la verdadera poesía. La poesía, por poco que nos atrevamos a adentrarnos en nosotros mismos, a interrogar a nuestra alma, a revivir recuerdos entusiastas, no tiene más finalidad que ella misma; no puede tener otra, y no existirá ningún poema tan grande, tan noble, tan verdaderamente digno del nombre de poema, como aquel que se escribe únicamente por el placer de escribir un poema.
No quiero decir que la poesía no ennoblezca las cos¬tumbres —no quiero ser mal interpretado—, ni que su resultado final no sea elevar al hombre por encima del nivel de los intereses vulgares; sería evidentemente ab¬surdo. Lo que sí digo es que si el poeta ha pretendido lograr un objetivo moral su fuerza poética habrá dis¬minuido ; y no será ninguna imprudencia apostar a que su obra será mala. La poesía no puede, bajo pena de muerte o de mutilación, asimilarse a la ciencia o a la moral; no tiene a la Verdad por objetivo, sólo se tiene a sí misma. Las formas de demostrar la verdad son otras y están en otras partes. La verdad no tiene qué hacer con las canciones. Todo aquello que constituye el en¬canto, la gracia, la irresistibilidad de una canción, qui¬taría a la verdad su autoridad y su poder. El humor de la demostración, frío, sereno, impasible, rechaza los dia¬mantes y las flores de la Musa; es, pues, exactamente lo inverso del humor poético.
El intelecto puro apunta a la verdad, el gusto nos hace ver la belleza, y el sentido moral nos enseña el deber. También es cierto que el sentido del justo me¬dio tiene conexiones íntimas con los dos extremos, y sólo lo separa del sentido moral una diferencia tan li¬gera que Aristóteles no vaciló en clasificar entre las vir¬tudes algunas de sus delicadas operaciones. En defini¬tiva, lo que sobre todo exaspera al hombre de buen gusto ante el espectáculo del vicio es la deformidad, la desproporción. El vicio atenta contra lo justo y lo cierto, subleva al intelecto y a la conciencia; pero en la medida en que representa un ultraje a la armonía, una
disonancia, será particularmente una ofensa contra ciertos espíritus poéticos; y creo que no debería escandalizar que se considerase cualquier infracción a la moral, a la belleza en lo moral, como una especie de delito contra el ritmo y la prosodia universales.
Ese admirable, ese inmortal instinto de lo bello es el que nos lleva a considerar la tierra y sus espectáculos como un vislumbre, una correspondencia del Cielo. La sed insaciable de todo lo que está más allá y que la vida revela es la más viva prueba de nuestra inmortalidad. Es a la vez con la poesía y a través de la poesía, con la música y a través de ella, que puede el alma entrever los esplendores de más allá de la tumba; y cuando un poema exquisito llena de lágrimas los ojos, esas lagrimas no indican exageración en el goce; son más bien la señal de una melancolía irritada, de una postulación de los nervios, de una naturaleza desterrada a la imperfección y que quisiera apoderarse inmediatamente, en este mundo, de un paraíso revelado.
El principio poético es entonces, estricta y simple¬mente, la aspiración humana a una belleza de orden su¬perior, y la manifestación de ese principio un entusias¬mo, una excitación del alma, completamente indepen¬diente de la pasión, que es la embriaguez del corazón, y de la verdad, que es el pasto de la razón. Ya que la pasión es natural, demasiado natural para no introducir un tono, hiriente y discordante en los dominios de la belleza pura, demasiado familiar y violenta para no escandali¬zar a los puros deseos, las delicadas melancolías y las
nobles desesperaciones que habitan en las regiones so¬brenaturales de la poesía.
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