Uno de las aspectos más nefastos de escribir, creo, es obsesionarse con escribir bien. Detesto esta manía. Siento se hace una mala transacción, donde el texto pierde más de lo que debería ganar.
Trabajar un texto por otra parte es distinto.
Se trata entonces de quitar o poner o sustituir, enriqueciendo la idea o simplemente redondeándola. La manía sin embargo de escribir con suma prudencia y casi vértigo, estructura de por medio, desespera, ahoga, mata lo que ya de suyo emana con toda naturalidad el texto.
El tirano, sin embargo, es infernal, al menos para algunos, como es mi caso.
Un déspota que se ríe regodeado de su obra.
Miro el texto –el mío-- y su cuerpo, por lo regular, es un cuerpo sin vida: seco, árido, desprovisto de toque alguno: no dice nada, no expele, no transmite, pero… oh, Dios, ¡qué bien se ve! La palabra justa, la coma, el punto, qué prudencia y buen tacto en la estructura. Todo en su lugar. Nada de huecos ni resbalones, pero… si, ¡sin vida! Un muerto muy mono, diría yo, envuelto en brillante celofán y adornado con listones de colores que engañan a primera vista.
Kafka, que sabía de esto, lo llamaba prestidigitación.
Sin duda es lo que me pasa, y sin duda a lo que me enfrento día a día cuando embrutecido me ataca el demonio de querer decir algo, y mi inconsciente (para ponerle nombre al asunto) me la juega haciéndome pasar muy malos momentos durante el proceso. Es mi lucha, a pesar de todo, una lucha como cualquier otra, insignificante, si se quiere, y si se compara con oro tipo de luchas; una lucha, no obstante, lucha al fin.