--Escribe pensando que vas a escribir --dijo socarronamente el verdugo y palmeo con displicencia el rostro del extenuado sujeto que colgaba de los brazos en un anillo empotrado en una de las paredes de la biblioteca-- y nunca escribirás nada, nada al menos vibrante --sentenció.

Luego, desnudando el pecho del sometido, dio un paso hacía atrás, calculó la distancia, midió experto con ambas manos, y, sonriente, clavó en él la afilada punta del cuchillo.

--Húndete en ti mismo –dijo, y lo encajó aún más.

--Mantente en silencio –ensanchando la herida con fuertes y precisos movimientos, pero sin llegar al fondo.

--Sé paciente y observa –finalmente hasta dejar un hueco.

--La idea más luminosa tirará de ti –fue su frase final, antes de sacar el arma e inclinarse y observar con detenimiento en la herida.

--Destrózate entonces luchando porque sea ésta quien guíe tus pasos --introduciendo luego sus dedos hasta finalmente meter toda la mano, escarbando un poco ahí.

--Y una violenta, salvaje y hermosa criatura --¡un corazón palpitante!

--Luminoso como una estrella --arrancado de cuajo y levantado al aire como un trofeo, chorreando sangre.

--¡Se erguirá digno ante ti!