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A veces las palabras quedan en entredicho.
Sólo su manifestación física en cuerpo de tinta tiene más credibilidad que sus ecos en el aire.
Dicen que el viento es su acompañante, pero que también son arma de doble filo...Y que una sóla imagen tiene más valor que mil de ellas.
Entonces, ¿cómo siendo tan insignificantes pueden romper un alma al igual que palos y piedras un hueso?
Tomamos y damos la palabra aún cuando sabemos que no estamos en posesión de ella, porque la única dueña de la palabra es ella misma, nosotros tan sólo somos trovadores de la palabra, mensajeros de su cuerpo y testigos de su cambio.
Tal vez vacías o tal vez llenas de sentido, las palabras son capaces de movilizar masas, verter lágrimas o echar abajo montañas colosales.
Navegamos a la deriva entre mares de palabras, y en la inmensidad del océano nos asaltan corsarios de la palabra desde sus poderosos navíos, orientando a su voluntad la dirección de nuestro pequeño velero.
Algunos, intrépidos, son capaces de desafiar a los magnates de la palabra y fijan su propio rumbo en dirección a la independencia intelectual, la libertad de opinión, sin duda el tesoro más valioso y menos apreciado.
La palabra no es un bien escaso, al contrario, su riqueza toca nuestro infinito y lo sobrepasa, siempre que sepamos conservarla.
Las palabras conforman un ejército de soldados de igual poder, que pueden derrotarse unos a otros en función de cómo sean aprovechados por su autoridad militar.
Por eso la palabra no es enemigo sino aliado, no es casa sino ladrillo. Es legado y herencia.
La palabra somos nosotros, y nosotros somos la palabra.
(DÉJAME UNAS PALABRAS)
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