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Para Elia:

La inspiración es una mentira que inventaron los escritores más antiguos para huir de la mediocridad. Gracias a ella he conseguido llegar hasta aquí, remando contra viento y con el mar a favor.


Sin tu deseo no habría desempolvado mi teclado para crear esta historia. No creo en musas ni en ángeles, pero creo en las personas como tú que me ayudan a reencontrarme, o mejor dicho, a rebuscar en el fondo de mis cajones el talento que una vez soñé que tenía. Al principio pensé que no destacaba, era una pieza más del cielo en un gigantesco puzzle, de esas que han perdido la identidad propia y se colocan en serie sin fijarse más que en la forma. De esas que se cuentan por millones. Yo quería ser un inicio o un fin, tener varios colores y una forma definida. Luché para encontrar mi rol con el apoyo de amigos como tú, y hoy lo he encontrado.


Cada uno debe apuntalar sus bases de apoyo para que la estructura no se derrumbe, reforzar lo mejor y nunca tratar de corregir errores pasados: tan sólo reconocerlos y aprender de ellos. Nuestros pilares son la familia y los amigos, y aunque pueden construirse con arcilla tienen la propiedad de convertirse en acero noble con el paso de los años. Si dejamos que se oxiden estaremos contaminando el aire del que nos nutrimos de la misma forma que hace un tubo de escape viejo. Hasta la flor más pequeña necesita cuidado constante y ese es el mejor consejo que puedo darte: mima las flores de tu jardín y nunca faltará la alegría a tu alrededor. Pero los amigos no son como las flores, mueren por defecto y nunca por exceso de cuidados. Brillan más cuanto menos luce el sol y no siempre agradecen tu atención con su presencia. Pero, al igual que las flores, adornan tu vida con detalles de colorida simpatía y viva confianza. Te escuchan cuando les hablas. Crecen y mueren contigo.




“Creo en el sol...incluso cuando no brilla; creo en el amor...incluso cuando no se muestra; creo en Dios...incluso cuando no habla”. ANÓNIMO



Y yo, creo en la metáfora.



Parte I: Besos para desayunar

- “Cariño........Mmmmua! Despierta...Te he dejado el desayuno en la mesilla. Dijiste que no lo haría y aquí lo tienes: zumo de naranja y huevos revueltos con bacon, como en las pelis americanas...” -
Mera se acurrucó remolona en su esquinita de la cama, esperando ese beso tan dulce que Fran le daba siempre en la nuca justo antes de encerrarse en el baño durante 45 eternos minutos. El tiempo que ella tarda en asumir que tiene que recuperar la verticalidad para volver a funcionar, después de sus 10 horas diarias de stand by.
Fran le decía con su sorna habitual que era como esos perros grandes y lanudos que nunca ladran y llevan una cadencia lenta y pesada al caminar. Nunca conseguía recordar la raza, y Mera se divertía mucho viéndole poner esa cara de “pero cómo era, si lo sabía te lo juro”, y acababa en un rostro mezcla de contrariedad y resignación. La tía abuela de Mera tenía un bobtail cuando ella contaba sólo 7 años y vivía en Italia. Recordaba con calidad casi fotográfica la imagen del enorme perro, con la cola cortada y los rizos de lana haciéndole cosquillas en su pequeña cara. Le faltaban todavía poco más de 15 años para conocer al hombre que ahora golpeteaba ruidosamente su maquinilla desechable contra la porcelana del lavabo. El hombre de su vida, aquél que hacía justo 10 años de la misma mañana de hoy se casó con Mera Santini, el ovillo de pelo rizado y revuelto que trataba de desperezarse bajo la funda de plumón nórdico.
Ese hombre era Francisco José del Río. Su Fran. Tan sensible con los detalles y tan tosco en la cama, clavando sus ojos azules en ella como dos dagas afiladas de una forma que a Mera le hacía sentir un escalofrío de placer. Tenía un aire entre dulce atractivo y aspecto aniñado, con un cuerpo definido por el deporte que practicaba los fines de semana y alguna noche de insomnio. Adoraba su fina ironía y su manera de andar, con las piernas arqueadas y las puntas de los pies hacia fuera. Un andar que le hace parecer algo chulo para quien no le conozca porque Fran es, ante todo, muy humilde. Qué pena que su padre ya no le pudiera conocer, porque Mera sabía que hubiesen hecho muy buenas migas juntos. Tuvo tiempo de sobra de pensar en esos diez años de matrimonio mientras devoraba su desayuno, ya templado, y también de repasar la lista de cosas que aún faltaban por meter en la maleta. Vio de reojo en el despertador que faltaban algo más de cuatro horas para que su vuelo con destino al norte de África despegara.
- “Fran. ¿Te queda mucho?” -. Trató de recalcar las palabras clave “Fran” y “mucho”, ya que la mayoría de las veces su marido no se quería dar por enterado a la primera. – “Ya casi estoy Merita, sólo me falta repasarme las ingles brasileñas” -. Mera dejó escapar adrede una sonora y falsa carcajada para que su marido la oyera al otro lado de la puerta. Iba a compartir las próximas veinticuatro horas de los siguientes nueve días y ocho noches con aquél hombre tan delicado. Más le valía intentar crear un buen ambiente de convivencia entre ambos, porque en otro continente y rodeados únicamente de tierras salvajes tenía pocas posibilidades de desviar la conversación como cuando discutía con Fran a veces en las cenas de grupo los fines de semana. Ni Rosa ni Joaquín, dos de sus mejores amigos, tampoco estarían allí para echarles un capote sacando algún tema de conversación tan insustancial como polémico (“¿Habéis visto las imágenes de los abusos de los soldados? Qué vergüenza, pero la verdad es que se lo merecen esos malditos terroristas” La ocurrente Rosa al rescate).
Fran salió al fin del baño, dejando una estela vaporosa tras de sí. Tuvo tiempo de recrearse en su torso, recto y definido. Se sentía muy atraída por él y Fran lo sabía. Se aproximó a ella con una sonrisa burlona de autosuficiencia, mirando fijamente con sus pícaros ojos brillantes, mientras se deshacía dulcemente el nudo de la toalla. Mera sentía el intenso y agradable olor del after shave sobre la piel de Fran mientras hacían el amor, más intenso a medida que sudaba. Era como un narcótico que le impedía pensar y le hacía sentir en una nube que le transportaba a una realidad muy lejana. Tal vez tan lejana como la distancia que iban a recorrer en unas tres horas y media. El viaje empezaba bien.


Parte II: Presagio en el aire

Una punzada de dolor lacerante en el pie derecho despertó a Mera de su profundo sueño. No recordaba de qué trataba éste ni le importaba, se sentía confusa y muy desorientada. Miró con cara de sorpresa a su alrededor, y lo que vio la tranquilizó. Su marido dormía como un bebé enroscado sobre una almohada con el logotipo de North African Airlines. Lo recordaba bien de haber mirado cientos de fechas y precios en Internet para un viaje tan especial como el de su décimo aniversario. Pensó que era necesario ahorrar lo máximo posible en su regalo para Fran, después de que él se hubiera gastado, según sus cálculos, entre uno y dos millones de pesetas (las cifras altas en euros escapaban a su control) en la enorme piedra que adornaba su dedo anular izquierdo. Aunque Fran insistía en que fue un favor devuelto de su tío, empresario y aficionado a la compra y venta de joyas de gran valor, que a su vez afirmaba que le había costado dos duros. Ella, lógicamente, no podía creer que una esmeralda auténtica de ciento setenta y ocho gramos, engastada en un aro de oro de veinticuatro quilates con elefantes tallados a mano, valiera “dos duros”.
No se cansaba nunca de admirar sus decenas de aristas, verdes, brillantes y perfectas como ninguna otra creación de la naturaleza que ella hubiera visto con sus propios ojos. El capricho de algún dios antiguo embellecía sus dedos largos y huesudos. Sus labios esbozaron una sonrisa de complacencia y enorme satisfacción, en el momento en que una bella azafata de color, ataviada con un traje muy particular de estilo tribal, informaba al pasaje de que se encontraban a escasos kilómetros del Aeropuerto Internacional Charles N´Dorou en la ciudad del Valle de los Príncipes. “El auténtico corazón de África, a su alcance”, rezaba el panfleto de la agencia de viajes que le convenció, antes de que decidieran hacer el viaje por su cuenta.
Aquél dolor agudo del pie desapareció, y con él una tímida preocupación de Mera que ya se temía padecer el síndrome de la clase turista. A cambio recibió la inesperada visita de un pitido insoportable en sus oídos, acompañado de un aumento en la presión dentro de su cráneo a medida que descendía el avión. Parecía que su cerebro se hinchaba como un globo de agua enganchado a una fuente de agua que lo llenaba a chorro vivo. Pudo ver mentalmente cómo reventaba, y sus sienes comenzaron a latir con fuerza al compás de su agitado pecho.
Sin duda no le sentaba nada bien volar, pero encontró seguridad y sosiego en la áspera mano izquierda de su marido mientras éste le susurraba un beso en su lóbulo que decía: “Tranquila Merita, todo va a ir bien”. Más tarde, en el taxi que les conducía al precario refugio que allí llamaban apartamento, Mera no podía detener el bucle que repetía en su cabeza esa misma frase mientras sentía una extraña palpitación en la boca del estómago. Las mismas náuseas que padeció la mañana que su hermana se arrojó a la vía del tren Livorno-Torino, minutos antes de recibir la noticia de boca y llanto de su madre. Una sensación que escondía el presagio de que algo terrible estaba a punto de sucederles.


Parte III: Noche africana

Aquella noche Mera no podía conciliar el sueño. Una espesa nube de insectos voladores pugnaba ruidosamente por encontrar algún orificio en el que colarse dentro de la mosquitera, y la respiración fuerte de Fran hizo el resto. “Respiración fuerte” era el eufemismo que él utilizaba para referirse a su problema de ronquidos, posiblemente causado por la grotesca desviación de su tabique nasal producida por un tremendo pelotazo de su amigo de universidad Juanma, que se reía a carcajadas después de impactar por error un derechazo en la cara de su compañero de dobles en paddle. Fue el primer y último partido de Fran. Decía, con razón, que el footing es menos peligroso.
Mera se entretuvo en concentrarse en aquel improvisado concierto. “Francisco Von Karajan y la Orquesta de los Mosquitos Africanos. Sinfonía del Insomnio en Re Menor”. Sin embargo, ella no era la única espectadora. Su corazón se detuvo por un instante al oír el crujido de un tablón del porche. Abrió los ojos tratando de buscar un rayo de luz en medio de la total oscuridad del interior del chamizo de paja y madera, levantado sobre una llanura de altísimas plantas de trigo seco y cebada que buscaban la humedad del lago Tukambté. Se trataba de una región muy tranquila, poblada por diversas tribus que subsistían gracias al cultivo del cereal y a la ganadería bovina. Además coexistían numerosos grupos empresariales europeos que explotaban, con mano de obra nativa, los ricos yacimientos minerales del Valle del Rift. De vez en cuando podían verse, a lo lejos, una pequeña manada de sedientos elefantes saciándose en el lago y disfrutando de un refrescante baño. Su presencia se veía siempre amenazada por los numerosos depredadores que cohabitaban en la zona. El más peligroso y destructivo era, sin duda, el cazador furtivo que buscaba su codiciado marfil.
“¡CLACK!” Ahora un chasquido metálico. Y más cerca. El zumbido de los mosquitos le impedía disociar los ruidos que procedían del exterior de la chabola. Fran seguía dormido pero ya no roncaba, lo cual suponía un alivio. En un movimiento rápido tanteó su mesilla con la punta de sus dedos y depositó dentro de su boca, reseca por el miedo, lo que encontró. Le sorprendió el gran volumen que la sortija de matrimonio ocupaba encima de su lengua. Rápidamente comenzó a segregar saliva, y a mover la joya de un lado a otro como si se tratara de un caramelo. Lo que sucedió un instante después quedó grabado a fuego en la mente de ambos, hasta el punto de que Fran, años después, sufriría constantes pesadillas que llenarían de pánico momentos de calma y un atroz miedo a la oscuridad que sería motivo de numerosas visitas al psiquiatra, aunque nunca lo conseguiría erradicar. Cada vez que lo revivía en su mente parecía durar horas; sin embargo, en la realidad, bastaron doce minutos para amenazar su cordura durante el resto de su vidas.
Con un golpe preciso y estruendoso, varias figuras (ninguno de los dos pudo contarlas con precisión), derribaron la puerta de su refugio. Comenzaron a registrar el interior con precisión y minuciosidad extremas. Sus movimientos estaban estudiados y ensayados previamente. Aquél danzar de sombras en la oscuridad era como una coreografía siniestra que les dejó paralizados, casi sin respiración. Una de ellas exhortaba en susurros las órdenes al resto del grupo en un idioma desconocido para ellos, pese a que percibían el tono de mandato y los gritos cortos que apresuraban el trabajo de sus hombres. Lo último que recordaban ambos fue ver aumentada ante ellos la figura del jefe de aquel comando nocturno y allanador, inclinándose lentamente sobre su cama y susurrándoles en un castellano muy pobre lo que Mera entendió como “felices sueños”. Inmediatamente, y ante de pudieran responder, el misterioso líder apretó sus caras contra un par de pañuelo húmedos que desprendían un fuerte olor químico. Éste fluyó sin dificultad a través de sus vías respiratorias. Momentos después, Mera y Fran eran dos pesados bultos bajo una enorme luna menguante hacia un lugar que sólo sus captores conocían.


Parte IV: La mina

El intenso olor a azufre de aquel húmedo lugar arrancó a Mera de su dulce semiinconsciencia. Intentó erguirse, pero le fallaron las fuerzas y sólo consiguió flexionar su cuello unos diez centímetros. Observó que Fran yacía a su lado, con el torso amarrado igual que ella y el rostro de cera, pálido e inexpresivo. La ausencia de brillo en los ojos denotaba falta de vida, a pesar de que apreciaba claramente que sus funciones biológicas aún no se habían detenido.
Mera tragó saliva y sintió cuchillas de afeitar bajando por su garganta y su pecho, dejando a su paso un cálido regusto metálico. Su esófago estaba en carne viva. En algún momento que ella no conseguía recordar, su sortija había pasado a su estómago desde el seguro refugio de su boca, evidenciando la extrema fragilidad interna del cuerpo humano. Tal vez eso explicaba las terribles punzadas que sentía al intentar contraer el abdomen.
- “¿Dónde estamos?...¡¡¡¿Qué ha pasado?!!!” Las palabras ahogadas de Fran alejaron su dolor a un segundo plano. No tuvo tiempo de contestar. Justo en ese momento, emergió de la oscuridad de la gruta un individuo de raza negra bastante alto y acorazado por dos hombres con uniformes militares, más menudos pero casi el doble de anchos y armados con rifles que, según creyó Fran, pertenecieron a ejércitos que combatieron en guerras muy pasadas. El supuesto jefe vestía pieles de animal salvaje, decoradas con tallados en marfil y esmeralda, un colgante con la silueta dorada de un elefante y lo que parecía ser una corona de cuero con piedras de brillantes tonos verdes, cada uno distinto al otro, adheridas al tejido. Su evidente ancianidad le obligaba a caminar apoyándose en un bastón muy particular de color hueso, desgastado y corvado, pero tallado con un esmero digno de admiración. Mera no tardó en asociarlo con las preciadas protuberancias óseas de los elefantes africanos.
Fueron puestos de rodillas ante el jefe, cuyo aspecto tan de cerca infundía respeto. Mucho respeto. Inició su discurso en un tono pausado que se volvía agitado hasta acabar en una tormenta de gritos y maldiciones pronunciadas en aquella lengua tan sonora y abrupta, que les recordó al euskera. Su dominio del castellano sorprendió a ambos.
- “Sabemos que tenéis algo que nos pertenece. Llevamos siguiendo vuestro rastro varios meses, y al final no nos ha hecho falta ir a por vosotros porque habéis decidido visitar nuestra prolífica tierra. Desde la independencia de nuestra tierra hace cuatro décadas, vuestros hermanos europeos han decidido explotarla sin escrúpulos gracias al sudor de nuestros hermanos, que cobran una miseria por jornadas inhumanas de trabajo. Miles de ellos se dejaron sus vidas en minas cómo ésta. Hace menos de una década algunos de ellos quisieron honrar al jefe de su tribu y líder espiritual de la región del Valle del Rift, mi antecesor Charles “Momo” N´Dorou, nuestro más apreciado político. En aquella ceremonia se le entregó una esmeralda única, hallada en una de nuestras minas y engastada en una pieza de oro labrado para la ocasión en agradecimiento a su esfuerzo por proteger a su pueblo de la tiranía occidental. Pero el hombre blanco quiso engrandecer su codicia y asesinó a nuestro líder, a quien arrancó la joya y el dedo que la portaba. Fatiyah Esmeralda N´Dorou, la hija de Momo, trató de proteger la vida de su padre ante sus asesinos y también encontró la muerte. Su nombre lo eligió el chamán de la tribu, Tomba Noumé, en honor al producto más preciado de nuestra prolífica tierra. Desde entonces hemos perseguido la pista de la joya de nuestro pueblo, que ha sido vendida y comprada por multitud de despreciables comerciantes. Esperaban lucrarse a costa del sufrimiento de nuestro pueblo y por ello han hallado la muerte, en memoria de nuestros antepasados y nuestros hermanos muertos a manos del hombre europeo. El último de ellos vuestro familiar Antonio del Río.” - Fran esbozó una leve mueca de falsa pena recordando a su tío. Nunca tuvo un gran concepto de él. – “Pero nunca pudimos recuperar la joya. Hasta ahora. Entregádnosla o vosotros también moriréis.” – Y empezó a tronar una serie ininteligible de insultos que, en cualquier caso, bastó para intimidarles.
Mera y Fran se miraron y en sus caras contemplaron la misma expresión de terror. La mirada pavorosa de Fran se volvió sorpresa cuando la desvió hacia la mano izquierda de su mujer. - “Dásela o nos matarán. Yo te compraré otra, te lo juro.” – Dijo Fran en una voz muy baja, casi un golpe de aliento. Después, a lo lejos, oyó a su marido sollozar entre lágrimas que no sabía nada y que todo esto era culpa suya. Pero en su cabeza su respuesta ya estaba decidida. – “No podemos dártela ahora.” – Mera se valió de su agudo sentido del raciocinio para analizar fríamente la situación. Si sus captores llegaban a conocer el paradero de la sortija, poco tardarían en abrirla en canal. También cayó en la cuenta de que si pasaba mucho más tiempo con ella dentro, era muy probable que la obstrucción intestinal, que comenzaba a enviarle punzadas de aviso, acabara con su vida. Esa enorme piedra tenía que salir de su cuerpo y debía hacerlo rápido, pero las consecuencias de su entrada en él aún coleaban y de qué manera. Mera sufría una hemorragia interna en el tramo ascendente de su esófago. Ésto le provocaba un dolor sordo y latente. Los pinchazos en el estómago eran producidos por el taponamiento del píloro, en su paso al intestino delgado, y el alto contenido en sangre y tejidos internos que supuraban de su interior sin parar. Requería atención médica urgente o no tardaría en morir. – “Liberadme veinticuatro horas y volveré con ella. Lo prometo.” – “Mera, no!” – Suplicó Fran. – “Es la única salida cariño, confía en mí, volveré a por ti y regresaremos juntos a Madrid. No te olvides de esto, ni de que te quiero más que a mi vida.” – Fran no encontró una respuesta coherente y decidió callar. Todos los presentes comprendieron el evidente mensaje afirmativo que a veces esconde el silencio.
- “Los hombre blancos han decidido. Uno de ellos será libre. Pero si al atardecer no regresa con nuestra joya esmeralda, ambos morirán decapitados.” – Uno de los militares que flanqueaban al jefe levantó a Mera hasta ponerla de pie, y con una venda sucia y harapienta cubrió sus ojos verdes. Le obligaron a encaminarse con paso decidido hacia el interior de la oscuridad de la mina, dónde el olor a azufre y humedad encerrada le daba náuseas. No era creyente, de hecho la última vez que pisó una iglesia fue en el funeral de su hermana pequeña, pero recordaba el rezo del Padrenuestro a medida que lo recitaba mentalmente y avanzaba a través de la mina. Dios, si alguna vez existió para ella o para alguien, sería su único aliado allá arriba en el exterior de la mina.


Parte V: Reencarnación

Mera se quitó la venda cuando se aseguró de haber dejado de oír el ruido del motor del todoterreno. Ésa era la condición y no estaba dispuesta a tomar más riesgos, si bien era cierto que la situación empezaba a tener una difícil desenlace feliz. Sus ojos se abrieron ante el precioso amanecer salvaje de la llanura africana, coronado por una semiesfera anaranjada que gobernaba todo el amplio horizonte. Sin tiempo para disfrutar de ese incomparable paisaje, se dirigió pesadamente hacia la frondosidad del bosque que se encontraba a un golpe de vista, y a unos dos kilómetros a pie del lugar donde sus secuestradores le habían abandonado. Cada zancada era un puñal que se hundía en su abdomen, y el dolor irradiaba al vientre bajo y a la parte baja del esófago. Su boca estaba seca sentía la necesidad de beber líquido frío, helado, aún sabiendo que dado su estado sería fatal.
Tras dos horas de camino el sol había recuperado su semiesfera inferior, y ahora dominaba el cielo con una autoridad incontestable. Ríos de sudor chorreaban por su cara acumulándose en su barbilla y su nariz, y enmarañando el pelo de su frente y sus sienes. Poco importaba su aspecto lamentable. Trató de concentrarse en buscar un río o algo similar para echar un trago y pensar el plan que iba a seguir. Faltaban dieciocho horas para que su marido fuera asesinado y ella con él, si volvía sin la joya que estaba bloqueando en este mismo momento el esfínter de salida de su estómago. Se sentía débil, casi al borde de la extenuación y por tanto de la muerte. Se apoyó en una rama para no caer, y su cabeza comenzó a ser demasiado pesada. Oyó ruidos. O creyó oírlos. Crujir de pisadas en varias direcciones, como si le estuvieran rodeando alimañas hambrientas dispuestas a devorarla. Era una presa tan fácil para una fiera salvaje que su captura no tenía mérito aunque sí premio: un león adulto deja de comer durante varias semanas tras ingerir una gacela cuyo peso se aproxima al de Mera, salvo que su carne era mucho más tierna y apetecible. Arbustos que se movían, hojas que crepitaban, ramas que chasqueaban bajo el peso de algún animal...Su corazón palpitaba a ritmo frenético hasta que sus brazos dejaron de abrazar aquella rama seca que le servía de apoyo, y su cuerpo se desplomó vencido por el miedo y la crítica situación de su aparato digestivo. Aquello que le observaba a través de los matorrales de zarzas secas se aproximó lentamente hacia el cuerpo inmóvil de Mera.

Quien hubiera conocido a Francisco José del Río jamás reconocería al endeble hombrecillo que yacía maniatado en el suelo de la mina. Había perdido algún kilo y su aspecto había perdido el atractivo que tenía, hasta parecer diez años más mayor de lo que en realidad era. Sus ojeras marcadas en su rostro de cera y su mirada perdida, el cuerpo encogido por el pánico y los músculos agarrotados en una pose mitad autodefensa y mitad agonía premortal. No sabía cuál sería su destino ni quería saberlo, pero tenía un miedo atroz a la muerte que le venía de familia. Su abuelo Antonio del Río, conocido pintor del siglo diecinueve, decidió pasar los últimos años de su vida tratando de encontrar la fórmula del elixir de la vida eterna. Su familia lo interpretó como un brote psicótico producido por los vapores de las pinturas amónicas que utilizaba en gran parte de sus obras, y tres años después falleció envenenado por la ingesta de una disolución de clorato de potasio. En los Estados Unidos de los años treinta se conocía a esta muerte como dessert drowning o ahogamiento en seco, debido al aspecto cianótico y abotargado de las víctimas similar al de los fallecidos por ahogamiento que solían aparecer a menudo en las orillas de los grandes río y lagos, a raíz de las crisis económica de Wall Street. Fran recordó a su abuelo como un gran hombre, entregado a su obra y a poco más. Le estaba muy agradecido por la herencia cultural que él, tras la prematura muerte de su padre y sus dos tíos en un accidente de tráfico, recibió en nombre de la familia del Río como legítimo y único representante varón. Y allí estaba él, todo un hombre de negocios acomodado y ambicioso, acurrucado en su pena en un rincón de África en cuyos antepasados Fran deseaba orinar. Si alguna vez salgo de aquí, pensó, recomendaré a todos mis amigos visitar este lugar...Con antorchas y lanzallamas. Pero en su cabeza sólo había un pequeño hueco para la cordura, y estaba reservado para desear la mejor de las suertes a su mujer. Se preguntaba una y otra vez si estaría bien allá afuera, entre los peligros de la selva. Rogaba a su dios para que así fuera.

Mera se despertó en una choza similar al apartamento durante media noche con Fran, solo que mucho más precaria. Del techo se filtraban los penúltimos rayos de luz del día, lo cual avivó el recuerdo de su situación. Le quedaban poco menos de diez horas. Se levantó de un tirón pero se mareó tanto y sintió tal dolor que tuvo que reclinarse sobre su lecho otra vez. – “Mujer blanca descansar, mujer blanca muy enferma.” – Giró la cabeza como pudo, y observó a duras penas la figura de una anciano semidesnudo que preparaba una especie de caldo en un recipiente de cerámica ruda sobre un fuego. Alrededor de su cuello colgaban varias hileras de huesos no humanos que, a juzgar por su tamaño y cantidad, debían pesar lo suyo. – “¿Dónde estoy?...Debo volver a la mina para sacar a Fran o ellos nos matarán. El no tuvo la culpa, somos inocentes, no sabíamos nada de aquella joya pero ahora la tengo en mi estómago...¡¡¡Ayúdeme por favor!!!” – El viejo permaneció en silencio un rato mientras seguía removiendo y añadía de vez en cuando ramitas de hierbas silvestres. Mera estaba muy nerviosa, pero no tardó en contagiarse de su tranquilidad. Por fin el anciano habló, sin despegar la mirada del tazón humeante. – “¿Cuál ser nombre de mujer blanca?” – Mera dudó un instante, pero enseguida respondió con su verdadero nombre. – “Esmeralda Santini Montezzo”. – El viejo levantó la mirada hasta cruzarse con la suya. Sus ojos eran de un marrón oscuro apagado, pero denotaban mucha sabiduría y ahora también sorpresa. En Europa pasaría por un anciano de sesenta y muchos aunque la realidad era que no contaba muchos más de cuarenta. Su pelo y su poblada barba eran de un color gris oscuro con mechones blancos. Tenía una arruga en su piel por cada minuto vivido, y en los lóbulos le colgaban adornos tribales que le ensanchaban grotescamente la insulsa pielecilla de la oreja. Un burdo tatuaje con la silueta de un elefante adornaba su pecho. Debió hacérselo muy de joven, a juzgar por la deformación de la figura que era producto del inevitable paso de los años. – “Un argumento de peso para prohibírselo a mis hijos, si es que llego a tenerlos.” – La idea que cruzó su mente era tan cómica como descabellada en el contexto en que se encontraba. El viejo prosiguió su discurso. – “Tú ser Esmeralda.” – Repitió por si quedaban dudas. – “Esmeralda ser hija del jefe, y morir intentando salvar a su padre Momo N´Dorou. Su espíritu quedar encerrado en joya esmeralda para cuidarla y proteger a nosotros. Nadie más ser dueño de esa joya que nuestro pueblo pero Rufus, el hermano pequeño de Momo, no heredar trono y convencer a hombre blanco para matar a Momo y robar la joya. Así, él heredar trono y hombre blanco quedar con minas de todo el valle. Pero hombre blanco traicionar a Rufus y huir a Europa con piedra esmeralda sagrada. Ahora Rufus ser nuestro jefe aunque nadie de nosotros querer. Yo mirar tus ojos verdes. Tu llamarte Esmeralda. En ti yo sentir el espíritu de princesa Fatiyah Esmeralda. Yo saber. Yo ser santero de tribu Tomba Noumé. ¿Tú comprender?” – Mera asintió dubitativa. El hechicero continuó.
- “Yo curar mujer blanca, tú beber esto.” Se incorporó como pudo de su lecho y bebió aquel cálido y amargo líquido. El dolor era insoportable y la devolvió a la realidad de su extrema gravedad: faltaban pocas horas para que su marido fuera degollado y menos aún para que intestino dejara de funcionar a causa de la falta de nutrientes recibidos. Sintió una náusea repentina, pero consiguió reprimirla.
– “Ahora mujer blanca dormir.” – El hechicero encendió dos velas con el fuego que calentaba el recipiente, y comenzó a orar a la vez que gesticulaba aparatosamente hacia el cielo, inclinando su torso de vez en cuando. Sus gritos se hacían más y más inaudibles para Mera, que se sumía poco a poco en un sueño lento y pesado.


Parte VI: Esperanza

A la caída del atardecer, Fran temió lo peor mientras recordaba la amenaza de sus secuestradores En ninguno de los hipotéticos desenlaces que imaginaba se veía con vida. Aunque estaba casi seguro de que Mera no volvería, en aquella vorágine de sorpresas inconcebibles una más no le parecía imposible. Sabía que no tendría que esperar mucho para averiguar el final de la historia del desafortunado viaje de aniversario, aunque si algo había perdido durante el mismo, además del apetito y la higiene corporal, había sido sin duda la curiosidad y la impaciencia. Los brazos le dolían, quizá en proceso de gangrena ya bajo la presión de las amarras que le inmovilizaban. Fijó su mirada hacia el interior de la mina. El rincón donde se hallaba preso era un entrante a medio excavar, iluminado por una antorcha conectada burdamente a un depósito de aceite. Una débil e inquieta llama luchaba por no extinguirse en la oscuridad húmeda. En ese instante emergió de la misma la silueta del jefe. Una espada de acero cruzaba su pecho arrugado, envainada en un cuero que perteneció a algún mamífero hace ya varias décadas. – “Es la hora.” – Dijo en tono grave. – “Hicimos un trato y yo he cumplido mi parte, ahora es momento de cobrarme la vuestra” – El silencio de la enorme galería fue roto por un alarido de pura agonía que provenía de la parte superior de la mina. El jefe descubrió su arma y se acercó a Fran hasta cubrirle con su agigantada sombra temblorosa. Apoyó la punta de la espada en su cuello y le dijo: - “Volveré enseguida. Disfruta de tus últimos momentos con cabeza.” – Y se encaminó hacia la procedencia del grito, dando la espalda a un hombre cuya esperanza se asemejaba a aquella llama que pugnaba por vivir.

Mera fue despertada por una voz que le resultaba familiar. – “Mujer blanca despertar. Hombres estar preparados. Mujer blanca indicar camino a mina. Nosotros partir allí.” Era como despertar de una larga noche de sueño intenso, se sentía más fuerte y recuperada antes de echar un vistazo a su abdomen. Un ungüento de color verdoso sobre varias telas empapadas cubrían lo que parecía ser una cicatriz de unos veinte centímetros, que comenzaba en su esternón y llegaba hasta su ombligo. Notaba el tirón del tejido al moverse, por lo que debía incorporarse con cuidado. – “Debo salir de aquí ya o matarán a Fran.” – Se dijo a sí misma mientras trataba de recuperar su verticalidad. Su cuerpo estaba envuelto en mantas quirúrgicas ensangrentadas, y cueros que desprendían un fuerte hedor a animal muerto. Incluso tenía pies y manos cubiertos por suaves pieles de gran roedor (castor o nutria parda). Todo ello generaba el calor necesario para que su cuerpo cicatrizara las heridas causadas por el hechicero en la operación, y por la sortija al invadir inesperadamente su cuerpo. – “Mujer blanca quedar con mujeres de tribu y descansar. Ellas cuidar de ti.” – Mera exhibió su mirada más decidida. Sus ojos se llenaron de valor para clavarse en los del anciano santero. Sintió que no eran sus ojos los que miraban al viejo, pero no le resultaba incómodo. Al contrario, se sentía reforzada. – “Tú desear ir. Nosotros obedecer princesa Esmeralda.” – El anciano formuló una última pregunta a Mera, que ya había recuperado el brillo normal de sus ojos de hembra europea. – “Mujer blanca saber camino hacia mina. Haber cientos de minas en la región y deber estar seguros. ¿Mujer blanca estar segura?” – Mera dudó y comenzó a recordar. – “Olía mucho a azufre y estaba a varios kilómetros del bosque donde me hallasteis. No puedo deciros mucho más” – La cara del viejo mago se iluminó, y pareció por instantes diez o quince años más joven. – “Tú decir que mina oler a azufre. Azufre ser único elemento que perjudicar piedra esmeralda, hasta hacer perder su valor. Su brillo y su verde intensos apagarse con azufre, por eso nadie querer piedra esmeralda con azufre. Explotadores blancos abandonar minas con azufre. Sólo existir una cerca de aquí.” – La distancia que les separaba de la mina era de diez kilómetros o más, todo un mundo para una sociedad que no conocía el automóvil más que de vista. Caían los últimos rayos y tenían un largo camino por delante, que se hizo agónico para Mera cada vez que pensaba en su marido y en la posibilidad de que ya estuviera muerto. Pero no lo estaba. Y en su interior algo o alguien se lo recordaba.


Parte VII: Luchando por vivir

Los sicarios de Rufus estaban apostados en la entrada de la gruta, sentados sobre una roca que hacía de incómoda garita improvisada. Tras doce horas de vigilancia, interrumpida solamente por las necesidades obligatorias, las piernas de estos robustos hombres también se fatigaban. Uno de ellos, el más bajo, se había quedado dormido con los brazos cruzados mientras su compañero se entretenía afilando una rama de arbusto con su machete. Habían nacido por y para la guerra, desde que su pueblo fuera invadido en los años setenta por tribus naouitas procedentes del suroeste, asesinando a sus familias y saqueando todo cuanto encontraban a su paso. La resistencia de los esmeraldos (así eran conocidos) cedió tras meses asedio, y los naoutias se apoderaron de un territorio cuya propiedad defendían bajo derechos dudosos de antigüedad. Doce años después el ejército esmeraldo, liderado por el padre del más alto de los hombres de Rufus, recuperó el dominio de los yacimientos en un sangriento golpe que acabó con la vida de cientos de naouitas inocentes, decapitados en venganza por la Matanza de los Esmeraldos de 1972. Ese día fue coronado Mamoude Tabá, líder de la reconquista y padre de Landoro Tabá, el ahora guardia personal de Rufus N´Dorou que afilaba un palo de madera con la destreza de un carpintero.
Ambos guardianes conservaban su rifle cruzado en su pecho en señal de alerta permanente. El aire estaba en calma ligera, pero a pesar de ello se oyó un silbido agudo que rompió el silencio reinante, seguido de un chasquido como de madera recién astillada. Landoro Tabá miró hacia abajo y comprobó que el dolor agudo que sentía procedía de su tibia, que se había quebrado casi a la altura de la rodilla. Una flecha de madera se había clavado en diagonal atravesando su pierna de lado a lado. El grito de dolor se propagó varios kilómetros en redondo desde aquel lugar, sin más paredes que lo atenuaran que el aire. Varias fieras aullaron al unísono en la lejanía. Su compañero, aún dormido, despertó desorientado por el grito y se levantó de la piedra como un resorte de muelle. Miró nerviosamente a su alrededor tratando de analizar la situación a ciento veinte pulsaciones por minuto y con el cerebro adormilado. Apretó su fusil para tranquilizarse e infundir seguridad ante un posible enemigo que no podía ver ni oir. Su corazón repiqueteaba y se acercaba al colapso. El silencio total de aquel claro rodeado de maleza le estaba volviendo loco, mientras su compañero se retorcía de dolor encima de un charco de sangre cada vez más brillante y extenso, que ya empezaba a formar un pequeño riachuelo. No tenía ni idea de quien había lanzado aquel proyectil contra su compañero pero lo pagaría muy caro. Su miedo se volvió rabia, y apuntó al horizonte en varias direcciones, según iba sospechando escondites de su enemigo invisible y cobarde. Su valentía duró la distancia que una segunda flecha tardó en recorrer treinta metros, desde una ballesta oculta entre la frondosidad selvática hasta su garganta. El francotirador se llamaba Djemba Noumé, hijo del hechicero de la tribu esmeralda y destacado cazador, que observaba tranquilo los estragos de su flecha certera. Cuando el equipo vigía dio la señal el resto de hombres salió de sus escondites. En total dieciséis hombres además de Mera, cuya presencia resultaba poco usual dada la situación a pesar de que era respetada y protegida por el grupo.

Se aproximaron a la última de las víctimas que aún seguía con vida. Sollozaba mientras se apretaba la rodilla con fuerza y trataba de extraer el objeto punzante que le atravesaba la tibia, cuando el frío del acero labrado en su mejilla. – “Dónde está Rufus.” – El hombre miró a Tusou con los ojos muy abierto. El futuro jefe de la tribu y prometido de Esmeralda N´Dorou, apoyó su espada con más fuerza en la cara de aquel soldado que había perdido ya toda su dignidad y valentía. – “No, nnno sssé...” – Tusou decidió que ya había oído suficiente, y rebanó su cuello como un melón tierno que cedía jugosamente bajo el filón de la espada, la que empuñó Momo durante sus años de mandato y la que se le hizo llegar, en desafío Rufus, como heredero legítimo del poder. Mera no aguantaba más su impaciencia. Sus piernas arrancaron para hacer realidad lo que su mente proyectaba desde que se agachó para esperar el ataque, adentrándose en la oscuridad con hedor a azufre.
Mientras gritaba a la profundidad de la mina el nombre de su marido, trató de recordar el camino que recorrió desde la cárcel hasta la salida de la mina con los ojos vendados. Recordó haber girado a la derecha al oír una gotera caer sobre un charco. El mismo, creyó, que ahora mojaba sus fundas para pies de piel de conejo. Mera era consciente de que, según se adentraba en la cueva, una fuerza sobrenatural la llevaba en vilo hasta dejar de sentir la fatiga acumulada por las últimas horas, en las que incluso se enfrentó a un situación de irreversible gravedad para su salud. Ya no se sentía sóla. Ahora eran dos. O mejor dicho, tres. Rufus N´Dorou percibió una presencia a pocos metros de él, y eso era suficiente para mantener su espada en posición de ataque. Dejó de avanzar, y aguardó a que su enemigo doblara aquella improvisada esquina en la gotera de la mina para degollarle sin piedad. Una luz tenue que irradiaba la lámpara del habitáculo de Fran acentuaba los salientes en la roca, creando grandes manchas negras en la pared grisácea. – “¡¡¡Socorroooo!!!” – El grito de auxilio de Fran era la señal que esperaba Rufus, que ya no estaba dispuesto a ser sorprendido por su enemigo. Mera bajó la guardia y pronunció su nombre antes de dar el paso decisivo entre lo conocido y lo desconocido, la luz de la salida y la humedad del interior. Su sombra la delató y la espada de Rufus hizo el resto, cortando la carne blanda de su pecho con sorprendente facilidad. El corte era doloroso pero no profundo, aunque la sangre brotaba a borbotones de la herida. Si su tórax seguía siendo una única pieza, era gracias a la lentitud de Rufus levantando y descendiendo su arma de diecisiete kilos de acero macizo, y también gracias a los hábiles reflejos de Mera. Su compañera la empujó a retroceder un paso en el último instante, de forma que sólo el borde de la espada de Rufus pudo alcanzarla. Ahora sus ojos verdes brillaban de odio clavados en los de su atacante. – “Esta Esmeralda jamás será tuya.” – Informó una voz ajena que salía de su interior, ya que era su aire y eran sus órganos fonadores, aunque la voz no era la suya. – “Me la llevaré conmigo para siempre.” – Mera se sentía una espectadora con butaca preferente en aquella escena, pese a estar presente y ser protagonista en cuerpo y alma. Aquella fuerza incontrolada estaba de su parte una vez más, y eso era una gran noticia. Dos contra uno. O tres. La aparación de Fran sorprendió más a Mera que a Rufus, que se enteró cuando ya tenía una cuerda alrededor de su cuello. Trataba de respirar, pero sólo conseguía emitir sonidos sordos y vacíos de aire mientras forcejeaba para liberarse. Fran no cedió y aumentó la presión de sus brazos sobre los extremos de la cuerda, hasta que el anciano hermano de Momo N´Dorou cayó al suelo como un saco pesado. Pero en aquella reunión improvisada, Fran era el único que quedaba en pie.


Parte VIII: Viaje de regreso

Djemba Noumé y su primo hermano pequeño Nebik fueron los primeros en advertir que Mera seguía con vida. De ella habían recibido la orden, inconsciente pero real, de permanecer a la entrada de la mina. Ellos obedecieron en ese momento a su princesa, y ahora la tenían en brazos con el rostro de cera y sin respiración evidente. Ya no se parecía a la princesa Esmeralda, si no más bien a una joven mujer europea que había perdido ya la batalla con la vida. Nebik sintió el débil fluir de la sangre de la mujer blanca cuando levantó su nuca del suelo para transportarla hasta el exterior, pero él no era médico y esperó a escuchar las conclusiones de su tío Tomba Noumé. El anciano curandero se aproximó con su parsimonia habitual al escuchar la llamada de su sobrino. – “Mujer blanca herida de muerte”. – Dijo Tomba. – “Ahora todos a salvo, excepto ella.” – Fran había llegado ya al lecho de su esposa, después de colocarse unos paños húmedos en las laceraciones que la soga había producido en sus muñecas al liberarse. Mera había perdido la expresión de su cara pálida, que acentuaba el contraste con su pelo negro sin brillo. – “Mera cariño, la esmeralda....¿Dónde está?” – Fran quiso ponerse al día, pero no era el mejor momento. Respondía a un acto inconsciente propio de un estado mental agitado y confuso. El anciano respondió. – “ Esmeralda estar en mujer blanca. Y mujer blanca estar en Esmeralda. Ni siquiera anciano hechicero poder tocar Esmeralda sagrada. Todos los que tocaron morir después. Esa ser maldición de la hija de Momo, que proteger joya igual que proteger la vida de su padre.” – Gracias a la intervención de Tomba, el aparato digestivo de Mera pudo resistir varias horas más para dar sustento y vida a su alma, empujada por una traición que exigía justicia. Ahora la obstrucción era irreversible y el brillo de sus ojos se encendió por última vez. – “Me la llevaré conmigo para siempre.” – Su voz era un susurro que ganaba un combate muy largo, y a la vez perdía uno muy corto contra el eco del aire. Fran rompió a llorar, como un niño grande al que se le arrebata su juguete más preciado, su tesoro insustituible. Quería irse con ella, regresar juntos a Madrid como ella le había prometido al salir de la mina. O caminar a su lado a dondequiera que ella se dirigiera. Sentía la vida como un detalle insignificante, quería obviarlo para no separarse del alma de su mujer y sentir su compañía eternamente. Nada más importaba en ese momento. Él mismo no era nada más que un desecho de lágrimas, sollozando encima del cuerpo de Mera y suplicando a Dios que le llevara junto a ella otra vez, en otro mundo, en un viaje sin final. Cuando miró su rostro por última vez, sus ojos verdes se apagaron del todo. Y emprendió el viaje de regreso. Sóla.







“A menudo el sepulturero entierra, sin saberlo, dos corazones en un mismo ataúd”.
ALPHONSE DE LAMARTINE

Texto agregado el 02-06-2006, y leído por 168 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
15-08-2006 Este trabajo es una "joyita" y nunca mejor dicho. La narración atrapa desde el principio y a ritmo trepidante va caminando hasta llevarnos al desenlace. Hay descripciones sobervias, perfectas y completas. La escena en el lecho cuando aparecieron las sombras danzando y raptando a los protagonistas, me pareció tan real como imágenes que pasaban delante de mi. Curiosa la manera de interpretar el deseo de Esmeralda (princesa) de llevarse la piedra con ella por encima de todo, a pesar de la lucha de Esmeralda (Mera) por sobrevivir y liberar a su marido. Nos lleva al fatal desenlace, triste y agónico. Excelente, te felicito y dejo mis cinco esmeraldas ¡que diga! estrellas.***** claraluz
05-07-2006 Mis estrellas***** imogene
04-07-2006 Recarajoooo .. no te lo perdonooo...como pudo morir al final!!¡¡PROTESTOOOO!!, jajajajaj. Al leerte no pude dejar de imaginarme una historia al mas puro estilo Indian Jones, ajajajaja... y en Indiana Jones...TODO ACABA SIEMPRE BIIIEN111, ajaja.... En fin, caprichos del autor, pero te perdono, ajaja. La verdad que a pesar de la extensión (veo turbio, ajajaja, tras leerlo) no se hace nada pesado y consigues enganchar hasta el final..EL TRISTE FINAL, :PP... mis estrellas todas y un susurro* susurros
 
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