“COMO CALLOS, LUEGO EXISTO”.
Una reflexión sobre comer o no comer callos a la Madrileña.
Pensamiento de lógica pura donde un sabroso y suculento plato de toalla, estómago, chorizo y morcilla puede provocar el pensamiento más abstracto y afinar el espíritu hasta el extremo de dar cabida en la mente, a la sutileza del ser o no ser, de estar o no estar o de existir o no existir. Pero si los como, los saboreo y limpio la cazuela con un buen pan francés, es por que simplemente vivo para saborearlo, deleitarlo y, sobre todo, contar que me los comí.
A la vera de la cazuela, una copa de Rioja genuino, pura uva tempranillo, joven como me gusta, sin demasiadas pretensiones, pero que cala hondo, llega a la nariz, al paladar y entibia el estómago, saca la palabra propia y la de los amigos y da alas al pensamiento para hacer una oda a los callos, verdadero prodigio de cocina barata, que se enriquece en su propia historia centenaria y da pie para conversar, hacer cuentos y hasta alguna que otra magia.
Mil aromas mezclados que se hacen uno. El cariño al paladar de una guindilla soñadora. El postgusto de un chorizo retrechero y la suave caricia de un morro de ternera, posiblemente de Santa Coloma, se conjugan con el ajo, la cebolla y el tomate, para elaborar uno de los platos más prodigiosos de la cocina española. Y ponerlo a uno a pensar que existe.
Hoy, soñando con días idos, cierro los ojos y miro el techo de “La cacerola”, donde me he comido los mejores callos de mi vida y he encontrado a cuatro amigos que, por lo que colijo, serán eternos, como los mismos callos que me han puesto a parir existencialismo culinario.
En Guánica, Puerto Rico, a 7,500 kilómetros de Madrid y a una milésima de segundo de distancia espiritual de Juan, Neus, Luis y Pilar.
Rodrigo
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