Ella abre los ojos por primera vez y es por eso que parece salir de un sueño enorme y sin conciencia. Mira y se da cuenta qué algo despierta a su lado, con menos prisa y un poco más acostumbrado, pocos minutos después que ella.
Se observan sin grande sorpresas. Están físicamente muy cerca, tanto que él alcanza a percibir el aliento tibio de ella. No hablan y tal vez no hiciera falta. O quizá, por arrojar una hipótesis atrevida, todavía no les ha sido otorgado el don de la palabra.
Ella se incorpora lenta y no deja de mirar a la “cosa” que se despereza sobre el pasto y que con el correr del tiempo llamaremos hombre; y como aún no se ha visto reflejada en las aguas, no sabe que las diferencias entre uno y otro terminarán por unir sus vidas.
Al ser tan nueva en el lugar no sospechará para qué sirven los cuerpos ni el significado del deseo que, en honor a la verdad, todavía no tiene.
El la toma de la mano, la lleva hasta un árbol del que cuelgan frutos de color violeta. Arranca uno y se lo ofrece junto con una sonrisa. Ella no entiende de hambres, pero imitándolo a él coloca el fruto en su boca y muerde: ¡sabe bien! El paladar recibe con agrado y satisfacción la suave dulzura del bocado.
Dios, apenas satisfecho, observa con severidad la escena. Le gusta la manera en que se mueven en ese lugar creado a su antojo. Sin embargo sospecha que hay una pieza que no encaja en ese delicado tablero. Apoya la mano en la barbilla y a modo de reflexión, como un ejercicio mnemotécnico, repasa a ese pedazo de tierra rescatada de la oscuridad infinita, de la nada más absoluta. Verifica la creación paso por paso: la noche eterna empujada por una primitiva bola de fuego llamada con el tiempo sol. Así llegó la luz que en la terrible oquedad pretendió dar alegría a los ojos por entonces no inventados. Coloca ese Dios al sol en la infinitud del cielo, programado para que abra el camino celeste en la amplísima negrura reinante. Observa atento los elementos que agregará en el terreno para darle vida a la rusticidad comprobada. En un juego de imaginación pura les da forma con sus manos.
Al regreso fatigado del sol se descubre una escenografía nueva. Llegó con su luz y sus centellantes colores para que se filtren por las ramas de un árbol nuevo que cobijará, dentro de poco tiempo, a un hombre primero y a una mujer después. Supo el sol de su poder. Recorrió la verde grama, los dorados riachos, las plateadas y saltarinas cascadas, las enormes flores rojas y azules que a su paso se erguían orgullosas y agradecidas hacia la luz que el mismo propagaba.
No había sonido, este llegará más tarde, cuando Dios no se conforme con la soledad de este pintoresco paisaje que siglos después llamaremos Paraíso y le agregue peces a las aguas, vista al cielo claro con aves, acribille al cielo oscuro con estrellas y pose animales domésticos sobre el suelo firme. Así nació el hambre y la sed, irrumpió el sonido de la pisadas y los chapuzones de los peces. A ellos les dio un sentido que por entonces y hasta nuestros días desconocen.
Podemos saber que no le bastó con el andar desconfiado y cansino de las bestias. Lo supo aquel sol asomado, pero Dios primero, que para resaltar la perfección creada debe colocar en algún punto, en algún lugar preciso de la obra, a un ser imperfecto: ¡un hombre! Pensó Dios.
De inmediato cogió un puñado de amarronado polvo. Lo humedeció con su saliva, lo moldeó no muy diferente de los animales mansos, que por entonces caminaban por el suelo de lo que muchos años después, y vaya uno a saber por qué caprichoso motivo, llamaron Tierra. Le colocó dos patas, le puso fino cabello y otra mirada, más aguda y un poco menos sorprendida que la de las otra bestias; pero salvo la sonrisa, que dicho sea de paso, en ese lejano tiempo se asemejaba a la de Dios, no había mucha diferencia con los otros habitantes del lugar.
Adán, que así fue llamado, tal vez por la sencillez de su pronunciación, llevaba esa veta curva en al boca, siempre apuntando hacia el cielo; y su cara, que por entonces no tenía vello ni arrugas, parecía agradecer la tranquilidad de su estancia y la facilidad con que lograba satisfacer sus mínimas necesidades.
Adán no supo y jamás se preguntó, de eso nos encargaremos nosotros bastante después, en el momento en que comencemos a dudar de todo, su humilde origen de barro ni de dónde apareció su soplo de vida. El sólo caminaba de un lugar a otro, vagaba, podríamos decir sin que a nadie ofenda el objetivo utilizado, por la majestuosidad del lugar, palpaba la costra de los árboles, humedecía los dedos en el rocío abandonado por el amanecer sobre el pasto solamente para familiarizarse con el hábitat que, no teniendo motivos para creer lo contrario, sería su morada eterna.
Tal como lo anticipáramos al comienzo de la historia, la voz aún no aparecía, por lo que suponemos que tampoco existía el pensamiento, y, tomando esto por cierto, la razón y el miedo estarían tan lejanos como la conciencia y la maldad; y así, en este estado puro, libre de especulaciones y dudas, transcurría lo que con el tiempo llamaremos días.
No conforme, Dios, que con la creación del hombre tampoco lograba poner la imperfección deseada oportunamente, decidió, justo cuando Adán dormía bajo la sombra fresca de un árbol, arrancarle una costilla y construir, desde ese pedazo de hueso, otro ser parecido pero más hermoso. Tal vez haya pensado, y no sin razón que lo asista, que si subía la apuesta de la perfección estaría más cerca de lo imperfecto. Además le molestaba esa cosa antiestética que Adán tenía en la entrepierna, colgando y sin vida y sin orgullo pero tampoco sin desdicha.
A ella le regaló dos prominencias sobre el pecho y los condecoró con dos medallones ocre. Posó sus manos en la cintura y sin esfuerzo la afinó. Colocó dos muslos fuertes, bien formados, dorados estos como las aguas del río del norte. Estilizó sus piernas y le alisó el cabello oscuro como la Tierra antes de la creación. Una vez culminada la obra la posó suavemente muy cerca de Adán para que, cuando ambos despierten, el sol admire la nueva forma de la Creación.
Desde la altura, porque allí está siempre y también porque se tiene otro panorama de la realidad, admiró su obra completa con el guiño cómplice del sol. Pero no está de más aclarar que Dios no se quedó tranquilo: todo encajaba perfectamente. Debió ser por eso.
Como ya lo dijéramos al comienzo de este relato, este hombre que aún no responde al nombre de Adán, y esa mujer llamada Eva por la futuras generaciones, despertaron y se miraron sin sorpresas, como si ambos supieran que ese, y no otro, era su destino. Sí en cambio sabemos que pronto descubrieron que los dedos de la mano de uno eran fácilmente entrelazables con los del otro. Conocieron también el mismo apetito del mismo alimento y que el sueño les llegaba cuando el sol partía para gobierno de la noche.
Adán pronto comenzó a sentir un extraño e indescifrable cosquilleo por la sonrisa de Eva, y a Eva le pasaba algo similar con la sonrisa de Adán que, como bien sabemos, eran idénticas a la de Dios, por lo tanto las dos sonrisas terminaban siendo una sola instalada en distinta cara, solo que ellos no sabían porque jamás se habían visto a sí mismos, ya que, por una extraña razón, o por un capricho de los tanto que ha tenido y tiene el Creador, las aguas, por entonces, no reflejaban imágenes y mucho menos sonrisas. Ellos se gustaban, resultaba eso evidente, pero de la misma manera que apetecían una fruta, pero a esta, claro, la comían; saciaban el hambre con ella. En cambio con ellos mismos no sabían que hacer ni como devorarse. O por lo menos eso creyeron.
Dios miraba. Siempre lo hace aunque se haga el distraído. Observaba como su fastuoso invento funcionaba, como esas vidas daban movimiento a su territorio. Sin embargo sospechó que sólo Él y el sol eran los únicos testigos de ese espectáculo fascinante, y en el fondo de su pensamiento supo que por su falta de imperfección todo resultaba extremadamente aburrido; hasta el árbol del bien y del mal, de tan florido y hermoso, parecía nada mas que del bien.
Pasó un tiempo no muy prolongado, y no se sabe si adrede o porque estaba planificando otra ingeniería de mayor envergadura, dejó Dios de prestarle atención al Jardín que años después llamaremos del Edén. Con la distracción, uno de los animales mansos apareció en escena. La serpiente, y suponemos qué negra intención la movía, comenzó a ganarse la confianza de la única dama del lugar; y sin saber de qué manera ni a qué intereses respondía, aunque convivan infinitas teorías sobre la seducción ejercida por tan despreciable reptil, serpenteaba el animal alrededor de un fruto vedado para todos. Curiosa, Eva lo arrancó del árbol y le dio un mordisco. El resto lo comió Adán.
Nadie puede explicar a ciencia cierta, más allá del misticismo lógico que despierta el tema, cómo si la imperfección fue creada para andar y acompañar al hombre, inconsciente por entonces de maldades e injusticias, se filtró, en cambio, por ese animal arrastrado que rápidamente aprehendió esos atributos, si así se me permite llamarlos, que no solo no le correspondían, sino que, además, convirtió al Paraíso en el territorio devastado que hoy presenciamos. Claro que la serpiente pudo ser un vehículo para que, la mujer primero y Adán después, abrieran por completo los ojos y comenzaran a percibir y saborear la belleza y los placeres que tenían por delante.
Lo cierto es que después de degustar el fruto, Adán descubrió que Eva le gustaba más que aquella fruta pecaminosa, que cuando la veía esa cosa que le colgaba tomaba vida justo después que un extraño temblor removía y espesaba la sangre. Y ella, que experimentaba una sensación idéntica, notó que nada de lo que le ocurría en el cuerpo se le exteriorizaba, tal vez por no llevar esa cola ridícula e invertida que se erguía como una planta ante el poder del sol. Allí Eva confirmó la ventaja de la apariencia y jugó, perfeccionando, sin sospecharlo, una situación que años más tarde llamaremos seducción.
El sol no pudo verlos. Debe ser por eso que no se lo contó a Dios. Quizá Dios ya lo supiera y hasta lo haya preparado de antemano. Sería esa una buena excusa para enojarse, para enfocar contra un ser viviente todo su mal humor. Ya podía imponer su poder absoluto sobre la tierra y aplicar, según su particular y sospechable criterio, el castigo correspondiente. Él necesitaba el pretexto y ellos se lo sirvieron en bandeja.
Por la noche, sobre la dorada arena del Eufrates, la boca de Adán encontró ardiendo a la de Eva. Y esa fue la primera promesa de amor sobre la tierra. Allí descubrieron la blandura de sus lenguas. Aprendieron nuevos sabores y el poder del tacto. Supieron del dulce y sutil olor que desprende la piel del otro. Se recorrieron para conocer sus curvas y lamieron las superficies contorneadas de los cuerpos. Se convulsionaron en los remolinos de la sangre que en sus corazones estallaba. De ellos partieron trozos de colores que se metían incansablemente en el otro; una y mil veces desparramaron sus jugos. Bebieron del arroyo de la vida sin importarles que también contenía el líquido de su propia muerte.
Adán descubrió que no podía vivir sin Eva y sí sin Dios; y no le importó el castigo ni el peso de la historia. Eva supo entonces que el poder que llevaba consigo era tan o más eficaz que el del mismísimo Dios, y que por ella el hombre mataría y mentiría, incluso ante el Creador.
Así, de buenas a primeras, El les puso un límite a sus vidas y los desterró al áspero territorio del norte. No dejó de sentir algo de pena por la debilidad del hombre y un poco de admiración por el dominio de la mujer. Pero por eso le regaló los dolores de su arma, por allí saldrán los frutos del pecado original y estos llegarán con dolores, desgarros y coágulos; que por allí también derramarán la sangre impura de la conciencia y la culpabilidad, mes a mes, año tras año y por lo que el mundo dure.
Cuando Dios los vio irse juntos del Paraíso, tomados de la mano, le ofreció una sonrisa al sol que ya no era idéntica a la de ellos. La obra estaba terminada, ahora sí perfecta. Partió Él también a otro lugar no muy lejano, que siglos después llamaremos Jerusalem, para preparar una muerte más importante que la que les espera a estos dos pobres desterrados que acalorados se alejan hacia un, para ellos, imprevisible futuro.
Final
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