Las sombras y los gritos se ensañaban en aquel sueño recurrente que no me abandonaba desde pequeña, odiando las noches por miedo a que el tormento apareciera, con ese tartamudeo burlesco. Los años, junto al matrimonio y los hijos, distendieron aquel recuerdo tallado en la memoria, hasta que mi esposo nos abandonó, y entonces esas noches retornaron. Al principio la escritura fue mi única terapia, luego largas caminatas, hasta acudir a un profesional, con quien nunca congenié. La vida seguía atada a los recuerdos, a esos gritos aferrados al espanto, a mi cuerpo diminuto en una habitación reclamando la presencia de mis padres. Y las noches se agolpaban tras cafés, los papeles navegando sobre el piso o la ropa tendida en ese inmenso patio escaso de palabras. A veces creía estar viviendo un sueño, inmersa en aquella realidad que se burlaba de mi psiquis, otras sólo murmuraba en soledad. Ese día volví a levantarme inquieta, los niños aún dormían con sus rostros hundidos en la blandura de sus mentes. Preparé el desayuno, mientras la cafetera se soltaba de mis manos, para estallar en un rojo de baldosas. Entonces corrí al cuarto, a la vez que los vidrios se clavaban en mis pies. Aún estaban quietos bajo las sábanas, me arrodillé, justo que sus bocas al unísono se abrían en un enorme grito: - Mamá........ Allí los sueños se me volvieron a mezclar entre el pasado y el presente, al recordarme con esa misma mueca de dolor junto a los compañeros del hospicio, y tartamudeando comencé a pedir ayuda sumida entre la sangre...
Mientras me llevaban a mi cuarto comprendí que había sido otro episodio de los sueños, que aún era esa niña frágil y oscura escapando en las letras que ahora leen. Cerré los ojos una vez más, para perderme en ese corredor de infinitos cuerpos ya gerontes, que también huían hacia otras vidas paralelas.
Ana Cecilia. |