Presentado en el taller: "Haceme el cuento"
Inspirado en el siguiente gif:
http://gph.is/g/4gBDoOW
Después de consultar varias veces el reloj y, agitando una de sus manos, el señor Bean apura el velocímetro de su autito verde manzana, no sin antes hacerle señas desesperadas a los peatones que se disponían a cruzar la calle, amparados legalmente por la luz verde del semáforo. Uno de los peatones casi cae bajo las ruedas, alcanzando a ver a Bean agitando su mano derecha hacia arriba, con los dedos arqueados, como si estuviera conteniendo una naranja.
Ahora su gesto de desagrado es más evidente al ver el estacionamiento para automóviles comunes —como el suyo—, ocupado en su totalidad. Por fortuna, más adelante encuentra en el lugar reservado para automotores denominados “pesados”, un huequito entre dos grandotes estacionados. Una sola maniobra le alcanza para acomodar su autito utilizando la marcha atrás.
Nuestro señor Bean está tan apurado que, después de acomodar algunos de sus enseres, se olvida la llave en el asiento. Se le ha hecho tarde y seguramente ya habrá empezado la película —piensa mientras se dirige a grandes trancos hacia la única sala de cine de la ciudad.
En el vestíbulo hay varios rezagados como él, por lo que debe hacer la cola como Dios manda, no sin antes consultar varias veces su reloj y dirigir miradas de fastidio, acompañadas del movimiento de su mano derecha agitándose violentamente, apurando a las personas que pretenden elegir la mejor ubicación posible.
Ya frente al mural que exhibe las plateas disponibles, Bean se queda varios minutos en actitud dubitativa, alternando gestos con las manos hacia adelante, dirigidos hacia los demás clientes que esperan resignadamente que se decida a elegir su lugar.
Por fin atraviesa el pasillo contiguo a la sala de cine, donde un recepcionista le solicita la entrada y, para marcarla, le desgarra una parte. Contrariado, Bean hace gestos de desagrado tratando de obtener la complicidad de las otras personas presentes.
En ese momento recuerda que no le quedan caramelos, por lo que se dirige a grandes pasos al kiosquito contiguo al edificio del cine, y compra un paquete de sus golosinas preferidas. Luego corre hacia la sala y, a la pasada, le convida un caramelo al recepcionista, para obtener su simpatía, después del incidente de la entrada.
Una vez en la sala, y cuando el acomodador le señala su butaca, el señor Bean se niega a sentarse allí porque ha visto una rubia muy atractiva y elegante, dos filas más adelante, y pretende ubicarse a su lado. Aquí se produce un intercambio de palabras ininteligibles y algún que otro forcejeo, pero al fin accede a quedarse en el lugar asignado al ver a su futura vecina con un inmenso paquete de snacks en sus manos.
Mientras mira la película, que por otra parte no entiende porque ya hacía un rato que había comenzado, Bean se entretiene pellizcando disimuladamente los snacks de su vecina, y poniendo los ojos en blanco a la menor sospecha de haber sido descubierto, aunque ella no puede impedirlo porque está terminantemente prohibido hablar en la sala.
De repente, en un descuido, el paquete en cuestión se rompe y los snacks caen la piso. En este momento se produce un revuelo considerable en el cine, acompañado de los consabidos chistidos de los demás espectadores.
Cuando todo vuelve a la normalidad, con la intervención del acomodador, Bean saca triunfalmente del bolsillo de su saco el paquete de caramelos, sin recordar que ya estaba abierto y, como es de esperar en este tipo de caramelos, que tienen forma de bolita, caen todos al piso, produciendo otro revuelo, censurado con nuevos y exigentes chistidos, para llamar al silencio.
Bean, a esta altura de los acontecimientos, se inclina para juntar sus caramelos, pero la caída en declive del piso de la sala los ha hecho deslizar hacia el frente de la sala, a gran velocidad. El acomodador interviene prohibiéndole moverse hacia cualquiera de los costados, para no molestar a los demás espectadores. Entonces Bean se sube al respaldo de la butaca del espectador de adelante y, a grandes zancadas, sigue saltando de butaca en butaca, acompañando el viaje de los caramelos, ante las señas desesperadas del acomodador y las miradas de incredulidad de la gente.
Cuando Bean acaba de recuperar el último de los caramelos, la película termina, por lo que, ya sin preocupación, se dirige a la salida y luego al estacionamiento, donde se entera, con el horror reflejado en su mirada, que su autito ha quedado hecho un acordeón, producto seguramente de alguna maniobra del chofer de uno de los vehículos pesados.
Bean ha conseguido abrir una de las puertas de su autito aplastado, y revuelve desesperadamente entre sus enseres, arrojando hacia atrás las llaves del auto, el portafolio con los documentos del mismo, el cable para cargar el celular y otros elementos que tenía en el asiento. Por fin, con un resoplido de alivio, recoge del suelo su osito de peluche, estrechándolo amorosamente, no sin antes sacudirle los restos de pintura del auto y vidrios rotos, producto de la colisión.
Ahora, el señor Bean toma el subte de medianoche y se dirige hacia su casa. Al llegar, acuesta al peluche en su cama arropándolo con cuidados movimientos; después se desviste sin hacer ruido y, acercándose de puntillas, se acuesta a su lado durmiéndose plácidamente. |