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El Escarnio del Bufón


I


Toda obra maquinada por el hombre tiene un componente místico que ni el más avezado iconoclasta puede menospreciar. Toda fuerza que converge en la raza humana ha de atravesar sus frías vísceras y desembocar en los vacuos estuarios del entendimiento. Toda frivolidad ausente es reflejada en esta substancia: la burla. Así se pudiese pensar en la ambigüedad de su naturaleza es necesario intuir los méritos de la levedad y llevarla, por confrontación, a ser la gestora de cuanto se precia de valioso ante los humanos, más aún cuando esta es la entidad motora de todas las cosas y la sustancia misma de mis actos.

Mi existencia se resume en una gigantesca carcajada, mi niñez jajaja, mi pubertad jejeje, mi juventud jijiji, mi adultez jojojo y esta maldita senilidad el decadente jujuju que llega con el ocaso de todo lo que premedité y se fue a la mierda con la llegada de las primeras arrugas, que no hay nada más triste que un anciano pintado que busca hacer reír y que sólo consigue unas cuantas monedas, más por caridad que por pago del espectáculo. En aras de condensar todo lo que he sentido durante largos años me dediqué a meditar, no hace mucho, sobre la verdadera función de un payaso. ¿Se ríen con nosotros o se ríen de nosotros? Para contestarme eso tuve que remitirme a los albores de mi recorrido por las carpas.

Soy la ultima rama descendente de una familia de payasos, un linaje reducido con una tímida risita o magnificado, hasta lo sublime, con altisonantes risotadas producto de algunos brillantes soliloquios cómicos de mi padre, según me cuenta él, porque desde que nací su fulgurante chispa se redujo a una lastimera sonrisa protocolaria, la paternidad le sentó mal al viejo. Los payasos estamos destinados genéticamente a ser payasos, muchas veces a costa de nuestra propia dignidad, nacemos marcados por un sino trágico, mi padre lo sabía y la angustia del legado que yo habría de heredar asesinó cualquier indicio de gracia en su ser, soy, por no ser más cruel conmigo mismo, la piedra angular en la que se erige todo el menoscabo de una dinastía, mi parto fue la primera lagrima de un llanto que hasta ahora me está mojando el rostro y no cesa de fluir, que me está ahogando, que me está ahogando.

Mi casta ha involucionado hasta mí, soy, digámoslo así, una versión desmejorada de mis ancestros, un payaso disminuido, y eso me duele, claro que me duele, hasta el punto de no poderme maquillar más porque las lagrimas me corrían el rojo de las mejillas y el público huía despavorido “¡El payaso se está muriendo mamá!” “¡Pobre hombre!” “¡Por piedad alguien ayúdelo!” Pero todos seguían corriendo. La verdad no los culpo, no hay nada más terrorífico que un payaso sangrando y gimiendo desesperadamente para que no lo abandonen, gritando que la función no se ha terminado, que aún le quedan algunas buenas bromas, que aún no han visto el acto en el que, parándome en la nariz, me bajo los pantalones y comienzo a inflar mis calzoncillos mientras me chupo el dedo ¡No se vallan! ¿Acaso no es gracioso? Tengo hambre ¡Oh por Dios! ...Como duele esto...

El oficio se encumbra hasta mi cuarto ascendiente, Johan Manuel Azuzeno Vargas, criado en un orfanato y de padres desconocidos. Cuando cumplió trece años fue delegado ayudante de la pequeña biblioteca del lugar. En los largos periodos en los que se encontraba limpiando estanterías se interesó por libros sobre flautistas y narradores de cuentos que viajaban de pueblo en pueblo mostrando su arte, genios de la lira, eruditos de la retórica. Entonces, a un año de terminar su claustro, y sin que nadie lo hubiese adoptado y sin que él lo hubiese querido así, decidió salir del obsoleto hospicio, dejando atrás su vida de huérfano y diciéndose mientras caminaba ensayando los pasos “Voy a ser un juglar” y así partió, siempre experimentando su andar, por todas las poblaciones que se le cruzaban.

La principal gracia de Manuel, después de mucho entrenar, fue la de caminar de tal forma que nadie que le viese se pudiera resistir a reírse de la complicada coreografía que armaba mientras se movía por todas las esquinas de la plaza sin cobrar una sola moneda, aún así todos los que le llegaban a ver arrojaban algo de dinero a sus pies, actitud que él odiaba y a la que respondía con una muy bien aparentada risa que encontraba, la mayoría de la veces, una estruendosa replica acompañada por monedas y más monedas. Manuel tomaba las monedas para no parecer descortés y las invertía en su alimentación y en el hospedaje, aunque siempre se estaba reprochando, mientras su resentimiento aumentaba, el recoger las monedas y el reír cuando quería gritar que el no era un limosnero, que no tenían porque humillarlo tirándole el dinero al suelo para luego reírse más cuando éste se agachaba a alzarlo.

Su gracia caducaba casi siempre a los dos días de haber llegado al pueblo, por lo cual tenía que partir a otro y así, en poco tiempo, ya no le quedaron pueblos que visitar. Entonces, mientras volvía a pisar lo ya caminado, un empresario de circo lo vio y le ofreció empleo como payaso “¿Payaso?” Se preguntó en voz alta Manuel “Sí, el gran payaso del gran circo” le respondió el empresario, Manuel le preguntó a su vez que qué era un payaso “Tú, tú eres un payaso” le respondió nuevamente. Desde ese momento un extraño presagio invadió el alma de mi tatarabuelo que se dejó arrastrar a la carpa sin decir nada, recitando de memoria la gracia de sus extremidades inferiores cansadamente.

En el circo trabajó toda su vida, al igual que su hijo, Ernesto Elías Azuzeno Delgado, mi bisabuelo, que a su turno tuvo un hijo al que bautizó Juan, Juan Azuzeno, mi abuelo, quien también pasó toda su vida en el circo, mismo lugar donde fue dado a luz Ramón Ignacio Azuzeno, mi padre, que de la misma manera vio pasar toda su graciosa existencia en el circo, en el gran circo, un gran circo que siempre había tenido un gran payaso.

Entonces vine yo, yo y una caterva de motivos para dejar de sonreír. En mi parto murió mi madre, quien se fue para algún sitio espiritual desangrada por una horrenda hemorragia vaginal que no pudo contener la partera del circo. Mi madre quedó en el subsuelo de algún pueblo del cual mi padre olvidó el nombre, eso pareció no importarle mucho, esa misma noche tuvo que fingir y continuar con su trabajo. Desde los cinco meses me enseñó el oficio de la familia, no tardé mucho en asimilar todo lo que veía y traté de absorberlo por imitación. Desde el día en que presenté mi primer acto todo ha caminado muy despacio, parece que los años se escurrieran por un cuentagotas obstruido y que cada día se fuera trémulo y simple.

En mi juventud gocé de algunos momentos gloria, moderada y efímera, pero es el recuerdo que más se proyecta en mi interior cuando echo una mirada al pasado. Aquel día en el que visitamos la gran capital mi padre se enfermó y tuve que reemplazarlo. Recuerdo que el trapecista estuvo a punto de caerse y esto excitó casi sexualmente al público, que no dejaba de aplaudir, progresivamente más duro cada palmada, exigiendo más emoción, más asombro, más novedad, yo estaba espiando la frenética turba agachado para poder ver por debajo del telón y me preguntaba ¿Cuál novedad? ¿De dónde he de innovar si todo lo que sé lo copié a mi padre? Entonces se abrieron los bastidores y quedé frente a ese público sediento de acción y tuve que aceptar con más pesar que resignación que era sólo un payaso y que los payasos no arriesgan la vida, hacen reír, ocasionalmente.

Me trepé torpemente en la diminuta escalera por donde bajaba el enano equilibrista y esa sencilla acción se dificultó más por los inmensos zapatos, dos veces más grandes que mi pie, que tenía puestos, aquí la gente comenzó a interesarse realmente por mí. Entonces me dije que era hora de cambiar el destino de todo un abolengo, que era el momento justo donde vindicaría a mi familia muerta y honraría a la viva, ese preciso instante me podía convertir en algo más que un payaso, en un celebre artista de las cuerdas, en un genio de la gimnasia acrobática. Animado por la expectación del público me aventuré a mayores alturas, con mi natural tosquedad, pero de manera firme, elegante, dejando atrás la vida de bufón. Ya estaba muchos metros por encima del resto del mundo, del mundo que no conocía mi dicha, mi satisfacción. Los leones se veían diminutos y el domador nisiquiera se distinguía del aserrín del suelo. Escuché que alguien gritó mi nombre, luego otro lo siguió ferozmente y me sentí ovacionado por primera vez en mi vida, entonces, y sin notarlo siquiera, llegué a la cúpula de la carpa, al final de los postes, toqué el cielo con la punta de la nariz y cerré los ojos, quería ese momento para mí, para mi padre, para todos los payasos del mundo.

Con la vista nublada por la emoción sentí un ruido extraño a mis pies, muchos metros más abajo de donde yo estaba, en las gradas mismas, como un ronroneo agitado y compulsivo. Inmediatamente abrí los ojos y pude ver que todos se tapaban la boca, me confundí, la confusión agudizó mi torpeza y vi como mi desproporcionado zapatote se enredaba en las escalinatas y como, poco a poco, me fui deslizando por la cuerda en tanto que la fricción laceraba dolorosamente mis genitales mientras iba serpenteando estúpidamente por una de las cuerdas de sostenían los postes, al tiempo que escuchaba que alguien en algún lado se comenzaba a reír y todo lo que había sentido hace tan poco se comenzaba a difuminar en medio de un coro infernal de gritos agudos y carcajadas grotescas y desbordadas. Vi dedos señalándome mientras estaba a punto de aterrizar en la pista y entonces, súbitamente, mi cuerpo se desbalanceó hacia el lado izquierdo de la cuerda, caí de cabeza en la comida del caballo al tiempo que muchas personas del público se bajaban de las graderías sólo para verme de más cerca, para humillarme, para hacerme sentir miserable sólo por existir. Me paré mostrando toda la dignidad que se puede mostrar en un caso como ese y caminé con la frente en alto y los ojos a punto de abrir el dique, me fui derecho hacia los camerinos mientras algunos niños me perseguían halándome el pelo y riéndose casi por instinto.

Llegué al cuarto donde mi padre se encontraba convaleciente y pálido como una pared de hospital. Me miraba suave, con algo de compasión, con algo de culpa, yo lloraba lentamente y trataba de apretarle la mano pero no podía, empecé a odiarlo, a detestar todos sus imbéciles chistes en los que se menospreciaba a si mismo, me avergoncé de ser su hijo, me avergoncé de ser yo mismo. Antes de salir de la oscura habitación, sin que yo volteara a mirar, me dijo: “bienvenido hijo, ya eres un payaso”. Desde ese momento nunca le volví a hablar, tampoco tuve mucho tiempo para ser indiferente con él, murió a los pocos días. Pensé en enterrarlo junto a mi madre, pero él nunca me confesó dónde la habían sepultado, así que se decidió enterrarlo en una fosa común junto a un elefante y dos leones que habían muerto el día anterior. El dueño del circo lloró arrodillado al lado de la tumba toda la noche, se había muerto el mejor de sus elefantes. Fui nombrado payaso principal del circo y conté con dos enanos tuberculosos como ayudantes para mi autoflagelación ridícula en la que el único burlado era yo.


II


Odio cuando llueve. Al principio, cuando la carpa era nueva, las pesadas gotas que se estrellaban una y otra vez contra el plástico hacían tanto ruido que me costaba concentrarme. Después el público no escuchaba nada, era como si me metamorfoseara en mimo, pero eso a la gente no le gustaba, porque los mimos son parcos, son artistas bicromáticos y la elegancia es inversamente proporcional al numero de colores con los que te vistas, yo sólo era un colorido payaso, que además lo estaba haciendo muy mal porque sólo podía pensar en mi padre.

Desde que murió no puedo dejar de pensar en que terminaré igual que él, yacente en alguna cama sin sabanas, cobijado con retazos mal cosidos, quizá algunos insectos desplazándose por mis extremidades inertes, escondido tras la cortina, para que nadie vea al payaso enfermo, para que nadie se contagie del mal de los payasos, arrullado, ilusoriamente, por los aplausos que son para otro. Pero hay algo que realmente me aterra, yo, a diferencia de todos mis antepasados, no voy a dejar hijos, no seguiré viviendo en mi descendencia, no habrá una prolongación de mi existencia, voy a morir y ya, sin dejar recuerdo, no sabrán que grabar en mi lápida porque nadie recordará mi nombre, “aquí yace un payaso” dirá contando con algo de suerte. La trascendencia no está en mis cálculos, que son pocos pero bastante delimitados, lo tengo todo planeado, aunque no hay mucho de donde hacerlo, seguiré siendo payaso hasta el último respiro.

Pero ahora la carpa ha recorrido muchos kilómetros, ha resistido la furia de algunos espectadores que se han sentido timados, el tiempo ha pasado, lento pero corrosivo. Aveces, cuando llueve muy fuerte, la arena se enloda. De las gradas bajan minúsculas corrientes, azuzadas por el agua que se escurre por los agujeros que ahora proliferan en la carpa, que van a verterse en la mezcla de polvo y aserrín que conforma el suelo del escenario. Normalmente, con el conocimiento que en mí se ha albergado luego de años de hacer lo mismo todos los días inevitablemente, sé que no debería salir a escena en esos momentos. Como es natural el resto del espectáculo ha sido un fracaso, los caballos resbalan, el presentador sufre de accesos de tos y tiene que hacerse entender con las manos, sin ninguna clase de éxito, los malabaristas se quedan anclados en el agua anegada, los perros amaestrados no saben nadar y se niegan a salir. Yo, como siempre, soy el comodín y en casos como éste el único acto cuyo éxito está asegurado es el mío. Invariablemente resbalaré, caeré, mis anchos ropajes acumularán barro y absorberán tres veces mi peso en agua, lo que me hará insoportablemente torpe, tan lento que le serviría de modelo al más perfeccionista de los pintores.

Anteriormente, en situaciones similares, hacía uso de mi mala salud y mi extrema sensibilidad a la humedad y me negaba a pisar el barro, aún bajo amenazas de despido. La función se presentaba sin payaso y todo quedaba en manos de los trapecistas que pocas veces podían salvar la jornada porque estaban más preocupados en salvar sus propias vidas. Pero estamos en la estación de lluvia, desde hace año y medio, parece que nunca cesara de llover y cuando eventualmente eso pasa el día es tan gris como las vetas que me están opacando el pelo que no se ha ido por el sifón. La lluvia espanta a la mitad del público en potencia y la otra mitad es atraída con descuentos de más de la mitad en el costo del boleto. No hay dinero y por lo tanto tampoco comida, mis compañeros ya están tan viejos y hambrientos como yo y, movido por sentimientos fraternales y autocompasivos, he empezado a aparentar que no estoy enfermo, que de cada dos granos de arroz que como no vomito uno y el otro lo vierto intacto, entre coágulos de sangre carmesí, en la letrina que comparto con los otros. Se me ha visto salir, con mis pantalones de rayas remangados hasta la rodilla, con la mirada fija en mis pies, tratando de no caer, de no sumergirme en el fango, de exigirme un poco de dignidad, intentando no perder la poca honra que me queda, no dar motivos para la burla, para el escupitajo, para las lagrimas y la huida, que con el barro se hace más lánguida y patética.

Mis primeros intentos fueron infructuosos, resbalé diez veces antes de llegar hasta el público, caía y tardaba veinte minutos de carcajadas en pararme, y cuando, tras largo tiempo de haber navegado (o naufragado) por la ciénaga del oprobio, llegaba al escaño donde debería pronunciar mi fatigado monologo, cuando por fin podría demostrar que mi gracia no era retozar como un cerdo anormal en un charco, mi boca estaba tan repleta de barro y mi corazón tan pisoteado y adolorido que de mis labios sólo salían alaridos y me desplomaba ahí, frente a todos, observado por desconocidos, por una turba de sediciosos que se inflamaban de risa desconociendo toda la mierda que yo llevaba por dentro, siendo los que manipulaban el garfio que me desgarraba los músculos desde el hueso, los que blandían la daga oxidada que descosía las articulaciones de mis rodillas, infectando mi caída y legándome la gangrena de me destruía al volver al barro.

Pero esa vez llegué inmaculadamente limpio al estrado, que distaba sólo unos metros de las gradas, y me paré ahí, dando cada paso por primera vez, sintiendo cosas por primera vez. Ese día había llovido como hace años no lo hacía, pero logré pasar sin untarme, nadie se explica cómo. Recién habíamos llegado al pueblo, así que todos el auditorio era nuevo, nunca me habían visto, jamás habían observado como me revolcaba en el fango. Estaba ahí, muy cerca de la gente, algo confiado, algo nervioso. Mi corbatín rojo brillaba como nunca, y ellos lo notaban, yo sé que sí. Al lugar penetraba el olor de algunas flores silvestres, de hecho algunas se asomaban del suelo al frente mío, naciendo de la mierda, al igual que yo. Ver eso me dio ánimos, más de los que me hubiera podido dar casi cualquier otra cosa. Respiré profundamente, llevando el aire a lo más hondo de mí ser, oxigenando mi vida, tratando de resurgir. Miré al frente. Exhalé. Por primera vez noté que la gente no se reía, sólo esperaba, atenta. Eran pocos, no más de quince personas, era un pueblo pequeño, más bien un caserío, quince, contando detenidamente eran exactamente quince, ese era un buen numero. Los miré uno a uno, detallándolos, devolviéndoles el escrutinio, quería estar seguro de la ausencia de inconvenientes, de hombres borrachos acompañados por la amante, de grupos de jóvenes ociosos, estos eran los que más se burlaban, los que más gritaban cosas hirientes, unos por demostrarle a sus compañeros que ya eran adultos y otros por hacerle ver a su moza que aún eran jóvenes y que podían reír como antes, todos reafirmando su personalidad, definiéndose, acentuando los trazos de su ser mientras desdibujaban el mío.

Una mirada rápida bastó para constatar que ese podría ser un público seguro, nada de alcohólicos infieles ni muchachos inseguros. Me fijé bien. En lo más alto de las gradas había una señora que parecía haber equivocado el camino a la iglesia, ella no miraba a ninguna parte en este mundo, estaban sus párpados abiertos, muy abiertos, espeluznantemente abiertos pero con los ojos cerrados, inservibles, totalmente desenfocados, sólo rellenado las cuencas, mera función estética, como una cámara fotográfica con el obturador atascado y el lente ahumado, imposibilitado para captar imágenes; no tenía expresión, tampoco parecía insensible, simplemente no estaba, o estaba muerta, más que ausente, eso me alegró, una persona menos que se pudiera burlar de mí. Mas delante, un poco a la izquierda, habían tres obreros, se sabía porque portaban overoles gastados e idénticos, con un amplio bolsillo sobre el pulmón derecho, con el logo de alguna empresa multinacional, supongo que cargado de cigarrillos de poco valor, los tres tenían el casco sobre las rodillas, en la misma posición, tenían la misma mirada ensopada, las retinas turbias, como si sus ojos sudaran, como si hubieran visto tantas cosas que ya no podían más, como si se les evaporarán las lagrimas, pero sus rostros, exactamente iguales también, conservaban las marcas de la rutina, las huellas de un oficio casi tan fastidioso y repetitivo como el mío, creo, por la ultima mirada que cruzamos, que nos compadecíamos los cuatro, yo con ellos, ellos conmigo, yo conmigo y ellos con ellos. A estos los descarté como futuros verdugos, estaban más tristes que yo, hasta podría asegurar que me comprendían. Los miré por ultima ocasión y giré la cabeza unos metros a la izquierda, dos hileras más arriba, un hombre con un gato en el regazo, traje de paño negro, sin una sola arruga, pelo negro también, uniforme, oscurísimo, impecablemente peinado hacia atrás, mirada serena, algo altiva, algo condescendiente, mano derecha empuñando un bastón, de los que se usan por etiqueta no por necesidad física, a buen seguro propietario de alguna hacienda de la región. Acariciaba al gato, me miraba con finura, se peinaba las cejas, era un esteta, quizá más aristócrata de lo que aparentaba ser. Es de mal gusto burlarse, más aún en voz alta, ese comportamiento iba en contra de los buenos modales. Este tampoco era peligroso, hasta me podría dar propina. Al otro lado, una hilera abajo, cuatro hombres y una mujer, humildemente vestidos pero con semblante digno, también llevaban bastones, pero estos eran metálicos, plegables, los cinco con la cabeza hacia arriba, conversando sin mirarse, imperceptibles movimientos del cuello, todos con lentes oscuros, eran ciegos. Si resbalaba no podrían verme, si escuchaban risas pensarían que hice algo gracioso, no pensarán que caí, uno nunca supone que la gente se cae, mucho menos si uno no puede ver, estaban capacitados sólo para escuchar, lo peor que podía pasar es que les pareciera estúpido, en ese caso se irían sin decir nada, sin ver nada. Sobre ellos una pareja, en plena adultez ambos, él unos treinta, ella unos veinticinco, manos entrelazadas, ambas, embelesados el uno con el otro, dándose un beso suave cada veinte segundos, apartados en una isla remota, sin notar que yo existía, aparentando que nada los podría sacar de la burbuja en que estaban atrapados, nisiquiera la más notoria de las caídas, ni el ridículo más espantoso, indudablemente no se iban a reír, mucho menos a burlarse ni a señalarme. Dos menos. Casi en el centro, primera fila, un tipo, chaqueta café clara, gafas de aumento, despeinado, distraído, tenía una libreta en la mano izquierda, con la derecha anotaba descripciones sobre algo que veía tras de mí, luego me miraba, me detallaba sin rebajar escrúpulos, anotaba nuevamente, fachada de intelectual, tres pronunciadas arrugas en la frente, deduzco que de mucho pensar, probablemente escritor, caracterizando personajes, cazando ideas, su objetivo no era recrearse. Eximido. Justo frente a mí, en la primera fila, al lado del hombre de la chaqueta café, tan cerca que podría escuchar sus pensamientos, una mujer, con el pelo cenizo y marchito, aspecto totalmente descuidado, casi podía oler sus axilas fermentadas, un niño en sus brazos, si mucho año y medio, en iguales condiciones de higiene pero hermoso, blanco, casi pálido, pero hermoso. La mujer se tambaleaba, como si la silla fuese una mecedora, algo la atormentaba, sudaba, temblaba a ratos, tenía una contusión en el ojo derecho, al verla huyó a otro panorama, no quería que notara el morado, adivino que fue su esposo, no tenía cara de gustar del circo, seguramente estaba huyendo, de él, del padre del niño que llevaba en sus brazos, y temblaba porque sabía que él podía llegar en cualquier momento, atraparla por la espalda, sin posibilidad de escapar, sé que la regresará a la casa, y que allí la matará, ella prefiere morir aquí a eso, por eso trajo al niño, para verlo por ultima vez si eso sucede. El niño me mira curioso, existe una pizca de perspicacia en sus ojos, un brillo que no me gusta, pero bueno, es casi un bebé.

El escaso auditorio es inofensivo, no noto algo o alguien peligroso. Me alisto, no sé como empezar, hace mucho no llegaba a este punto. Hablo, casi para mí mismo, muy pocos miran. Emito un pequeño grito agudo, algo que aprendí de mi papá, a él no le funcionaba, en ese instante comprendí que a mí tampoco. Los pocos que habían mirado dejaron de hacerlo. Por lo menos no se estaban burlando ni calculando puntería con mi cabeza. Saludé tan fuerte como mis pulmones me lo permitieron. Los ciegos dejaron de hablar, algunos de los otros me miraron. Era el momento: “Sabían que algunas tribus indias acostumbraban a pintarse la cara...” Ya había empezado, todo iba bien, el niño me miraba. Llevaba quince minutos, nadie reía, pero noté algunas sonrisas, todo iba bien, el niño me miraba. Arriesgué con algunas piruetas, no me caí, un obrero se río, miró a los demás, se calló apenado, todo iba bien, el niño me miraba. Comencé a cantar, el hombre del vestido negro miró su reloj, el gato se había dormido, el obrero volvió a reír, los otros dos lo miraron, calló apenado, todo iba bien, el niño me miraba. Bailé, los ciegos pudieron ubicarme auditivamente, voltearon hacia mí, el obrero río nuevamente, los otros dos lo miraron de nuevo, hizo una mueca displicente y río otra vez, todo iba bien, el niño me miraba. Me quede callado, ese fue el único momento en que todos me miraron, hice todo lo que mi padre me había enseñado, no tenía más, todo estaba a punto de no estar bien, el niño me miraba. Debía improvisar. Avancé un paso, me arrodillé, vi que el dueño del circo había salido a verme, abrí la boca, respiré la mitad del aire que se encontraba en la carpa, puse las manos en la cabeza y grité, fuerte, dos veces más fuerte. El niño me miraba, el niño se asustaba, el niño vomitaba sobre el escritor, el tipo se trataba de limpiar, uno de los obreros le alcanzó un pañuelo, los otros dos me miraron con odio, el del traje negro miró su reloj, el gato despertaba, los ciegos buscaban a tientas la salida, el niño me miraba, lloraba, la madre trataba de calmarlo, la pareja seguía besándose, la religiosa ya no estaba, el niño me miraba y lloraba, la madre se acercó “!payaso imbécil¡” me tiró al lodo, traté de no caer, traté de volar, el niño me miraba, el niño lloraba, caí, me sumergí, me quede ahí, no recuerdo más. Alguien me haló, no quería irme de allí, quería estar en el fango, hacer parte de él, no me pude resistir, me cargaban entre varios, no había nadie en las gradas, alguien decía: “ya está viejo, ya está muy viejo”.



III


Hace tres meses el circo cambió de dueños, el nuevo capataz trajo a un payaso más joven e ingenioso, le verdad reconozco que es mucho mejor que yo. Me dio dos semanas para irme. Salí del circo con una pequeña tula de felpa al hombro y sin ganas de enfrentarme a un mundo que nunca conocí, porque toda mi vida estuve encerrado en la carpa. No conozco a nadie acá afuera y no sé desempeñarme en algo diferente a mi actividad como payaso. He visitado restaurantes y he hecho algunas mímicas graciosas desde las ventanas, pero sólo consigo eventualmente las sobras de algún adinerado al que le sentó mal el almuerzo. Luego sueltan los perros para que me persigan y la gente del restaurante se ríe, a veces eso me reconforta, me hace sentir como en el circo.

El sol petrificó el maquillaje en mi rostro, intenté quitármelo y lo único que logré fue que se me despellejara parte del mentón. Desde hace tres días no como nada y ya estoy demasiado viejo como para pararme en semejante grado de inanición. Ayer en la noche una camioneta blanca paró al frente de donde me hallaba postrado, luego dos hombres vestidos de elegantísimo traje negro descendieron y se pararon al frente mío, estiré la mano al ver que eventualmente me podían dar una moneda, pero me halaron y sin mucho esfuerzo me obligaron a abordar al vehículo. En poco tiempo el ruido urbano desapareció y la camioneta se detuvo, los tipos se bajaron y me tiraron en un potrero a las afueras de la cuidad, mientras yo lloraba del miedo y del frío. Estaba muy tardé para volver, mis ojos escasamente podían ver el camino en el día, de noche el no terminar más lejos y más perdido era pura cuestión de suerte, y de esa yo no tenía mucha. Dormí en el mismo lugar donde caí.

Esa noche, acurrucado en algún pastizal, soñé que el sol se fundía, como un bombillo barato. Vi que se apagaba de poco en poco, que sus flamas escasamente se calentaban entre sí, que se alimentaba de su pasado, pero esto no alcanzaba, se moría, como se morían mis dedos congelados. No había calor, todos le gritaban a Dios que los calentara, pero hacía tanto frío que Dios se cobijó de tal manera que no escuchaba nada. Entonces todos caían, y se rompían como las más frágiles copas de cristal, descuartizándose al tocar el suelo, volando en millones de átomos azules y transparentes. Unos me miraban, pidiendo compasión, algo de misericordia, intentaban abrazarme, estar junto al único que no parecía sufrir, unirse al que ya se había acostumbrado a la soledad y a la muerte, venían hacia mí, se lanzaban con los brazos abiertos, me producían el más grande pesar, quería ayudarlos, sin embargo me apartaba, los dejaba caer, no hacía nada para salvarlos, vi algunos dientes conocidos, algunas carcajadas que al reconocerme callaron y pidieron perdón, pero yo había perdido la capacidad de perdonar hace mucho y me tiré al pasto a verlos morir acostado, sabía que todos perecerían primero que yo, que los iba a ver irse a todos, que iba a morir de último, en la más gélida de las noches, sin ver ya más el sol. El último en irse. Esto no parecía hacerme sentir mejor.

Regresé a la ciudad caminado, aveces arrastrándome ayudado por las manos, todos los perros que me encontré en el camino se detuvieron a mirarme, algunos se acercaban a lamerme las heridas de la cara, otros volteaban el hocico y seguían olfateando las bolsas de basura. Hoy me enteré que un famoso empresario extranjero, que planeaba invertir en la ciudad, iba a recorrer las calles y por eso recogieron a todos los pordioseros de ellas, sólo ahora lo noto, soy una vergüenza nacional. Ya casi no puedo ver y comienzo a oler rancio. Lo único que me consuela es que de vez en cuando, y mientras no llueva, van a haber algunas personas en la calle dispuestas a burlarse de un viejo payaso y tirarle algún pedazo de pan.

Ojalá escampe pronto, tengo mucha hambre.

Texto agregado el 01-10-2002, y leído por 1208 visitantes. (15 votos)


Lectores Opinan
15-10-2002 demasiadas palabras, como para no detenerse a reflexionar.eres fregon y demas etal1ydemas
03-10-2002 Genial tu relato, estoy sin palabras, y generalmente tengo alguna tonteria bajo la manga para decir, pero esta vez no. Felicitaciones. Buena mar. El piratrox
02-10-2002 Uy hermano, excelente, muy depresivo. Felicitaciones. julio
02-10-2002 Genial. La primera y última vez que fui al circo tuve una decepción, además los payasos no consiguieron hacerme reir... Excelente cuento, felicidades. BERTA
02-10-2002 Sin palabras... amado
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