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Crepúsculo en el Tarmilikión


Clavado boca abajo en los confines de la obtusa ciudad de Cali. Donde nace Jamundí y muere la gran urbe de Occidente. Vejado por la gracia de Dios. Totalmente ignorado por los escasos habitantes de las casas circundantes. Absorto en una bruma que no deja respirar pero que tampoco mata, dejándolo todo en agonía, parca y sublime agonía. Ahí, en las afueras del mundo, de lo urbano, se levanta imponente un lugar mágico y encantador para unos, maldito y trágico para otros.

Un lugar en medio de la nada, pero al mismo tiempo rodeado de todos los temores, los malos recuerdos y cuanto pensamiento ajeno a la realidad pueda percibir un humano que se crea uno. Aprisionado por corroídas y simétricas columnas afiladas, labradas en carne y en hueso, que le dan un aspecto suburbano y marginal. Escaleras sin pulir que se encaminan hacia el reino de Hades, porque al final de los términos eso es lo que es el Tarmilikión, algo más oscuro que una ordinaria representación del tártaro.

Llego a eso de las 9 A.M, no hay nadie. Asciendo por las gradas externas que conducen al segundo piso y observo los alrededores, una impactante visión se desliza hacia mí: Al fondo, se pierden en el infinito hectáreas de cañaduzales florecidos por la cercana cosecha y en medio de ese gigantesco sembrado de azúcar en potencia, un lugar más extraño aún que en el que me encuentro, Navarro, un vertedero más alto que una torre de nueve pisos a la distancia, y un laboratorio de infecciones en la cercanía. Inobjetablemente muchos de los que en las noches se congregan aquí a escapar de la vida terminarán allá, en ese conspicuo montículo pestilente, recogiendo los desperdicios de los que si tienen con que desayunar. Tres o cuatro casas se encuentran cerca, pero sus habitantes parecen desconocer la pandemia que se gesta a sus pies. Sólo el día en que alguno de sus hijos pase las noches en medio del humo y sean tan vaporosos y volátiles como éste, harán algo para intentar vacunar a su familia, mientras tanto la fatalidad seguirá devorándolos uno a uno, como un zorro hambriento que roba las uvas de un racimo descuidado y débil.

Mientras reflexiono en torno a esto pasa una cuadrilla de loros migratorios, imitando en su vuelo la macabra risotada de mil hienas desgarradas. Esta observación me bosqueja la teoría de que provengan del Africa, o que se estén burlando de mi soledad, lo cual sería estúpido. Por extraño que pudiese parecer esta extraña experiencia con el reino animal me sumerge en un estado de incertidumbre en el que me encuentro preguntas como: ¿Qué hago aquí? ¿Qué vine a buscar? ¿A quién estoy esperando?. Ninguna de ellas se responde por si misma, parece que voy a tener que hacerlo yo, lo cual, inevitablemente, modifica mi situación aquí, y paso a ser, de un hombre que observa sin pretender juzgar, a un ente que ha de analizar cada situación para crear una conciencia propia del asunto. Idea esta que no me atrae en demasia.

Pasan horas y no hay señales de vida. Me dispongo a irme para regresar en la tarde, cuando de seguro habrá alguien con quien conversar. Me marcho. El tiempo que ha pasado mientras regreso y el lugar en donde transcurrió dicho lapso no puede ser descrito porque no ha sido vivido, y, para no abstraer experiencias pasadas de las mazmorras en mi cabeza y colocarlas en tal periodo y así dejar huella de esos incuantificables segundos en la posteridad, he sido honesto y no me he de avergonzar de mi olvido. Regreso a eso de las 5 P.M y como imaginé ya hay alguien, sentado exactamente en la misma grada donde estuve yo hace algún indeterminado tiempo. Lo conozco, se llama Hans y es de los más antiguos de la fraternidad de los humeantes. Me saluda y me invita a que lo acompañe en medio de un tono entre sarcástico y amable. Subo y me siento a su lado, lo observo. Tiene en su mano izquierda la preciada hierva, en la opuesta un cuerito. Empieza a edificar el cilindro alucinógeno mientras repite entre tímidas risas: “mariguanita, mariguanita... que te ponés que te ves tan bonita”. Ríe a carcajadas como si hubiera escuchado el mejor de los chistes negros y luego, como irremediablemente acontece, me ofrece, a lo que yo, como siempre sucede, respondo: “No gracias, prefiero que se me dañen los pulmones y no el cerebro”. Así que enciendo mi décimo cigarrillo del día y me dispongo a inhalarlo hasta su muerte mientras Hans fuma lo suyo. La marihuana se consume lentamente, dándole tiempo a sus efectos alucinógenos de actuar; yo terminé mi cigarrillo hace unos minutos y él sigue concentrado en su inhalar – temblar – exhalar. Lo mira con cariño, acaso agradeciéndole algo, y lo besa nuevamente.

Llevo media hora con él. Desde que prendió el cacho no ha pronunciado palabra alguna, estoy estacionado en un desierto lingüístico. Desisto en mis intensiones de que sus palabras afloren y espero a que llegue otro más aficionado a la oratoria casual (eso invariablemente va a suceder) con el cual saciar mi apetito locuaz. Sin mediar protocolo se levanta, me observa con sus ojos rojizos y tristes, mira para todos lados, como si no supiera dónde está y se va. Camina sin rumbo, dejándose llevar por el viento, como si tuviera una vela en el albedrío, como si no le importara nada, como si nadie ni nada le esperara.

Vuelvo a convertirme en ermitaño casual y, a gracia de mis deseos de reflexionar, decido esperar algo que me dé una idea de qué hago aquí. Creo poder diferenciar a una señora de la barahúnda de cortinas tras las que se esconde a unas cuantas casas de distancia. La agudeza de mi mirada me ha puesto a disertar sobre las miradas acusadoras como de la que estoy siendo objeto. Todos se han preocupado por señalarlos con su dedo hipócrita e igual de sucio que sus conciencias, nadie se pregunta el porqué, qué hace que ellos consuman drogas a niveles casi suicidas. Ninguno aquí da visos de ser un iluminado o acaso medianamente inteligente, así que supongo que ninguno ha escogido la decadencia. Creo que por eso estoy aquí ¿Por qué lo hacen?. Es difícil decirlo, pero mi instinto voyerista argumenta que algo he de esperar. Sigo sentado.

Son la siete y me encuentro solo. Miro con detenimiento y me veo rodeado de las tinieblas del absurdo, de la penumbra del resentimiento y de cenizas de corazones destrozados. Los ocho pilares que sostienen el techo están a punto de ceder, al menos eso parece. Cada vez me entristezco más, siento que voy a morir aquí, me asusto y me carcomen las ganas de irme. De repente me importan un pepino sus problemas, me da igual si lo superan o no. Es ahí donde aparece la imagen en sepia de Hans, marchándose, mientras algún violinista hace llorar su luctuoso instrumento tras el rastro de sus pasos. Puedo ver su gesto desesperado, el plugír de su mirada demandando ayuda. Sólo en ese instante comprendo que no lo hacen por gusto, no por ser admitidos en ese frágil cascarón de amigos que los limita. Lo hacen por necesidad, para calmar ese dolor que llevan consigo, la angustia que se incrusta en sus pulmones y que los lastima cada vez que intentan respiran y no los deja ser felices.

Ocho y media. Al fin viene la cuadrilla completa, el retraso fue evidente paro acaso espero algo tan grande que he aguardado hasta este momento. El hecho de que hayan postes en vez de paredes hace que ellos me puedan ver desde la otra cuadra. Todos alzan la mano en señal de saludo, a buen seguro me confunden con Javier, que siempre a esta hora se sienta aquí mismo a fumar. Él y yo somos de los pocos no-adictos del grupo. Les devuelvo el saludo y espero a que lleguen.

El primero en hacerlo es Gallego, el jíbaro del barrio, el regente del Tarmilikión. Todo lo que consumen aquí sale de sus manos. Paradójicamente él no es adicto, es más, según lo que dicen, lleva años sin drogarse. Desde al segundo piso donde me encuentro puedo ver que chequean la planta baja. Intentan abrir la puerta que impide el acceso a la parte de la casa que sí está resguardada con paredes (porque en el segundo piso, donde me encuentro, no existen muros) y se aseguran que sus intentos sean vanos. En efecto, y como usualmente sucede, está cerrada.

No comprendo porqué siempre la revisan si siempre está cerrada. Muchas veces los he inquirido al respecto. Por lo general todos responden lo mismo: “Uno nunca sabe hermanito, uno nunca sabe”. Yo me he llegado a plantear la teoría de que temen una emboscada por parte de la policía y por eso la paranoia de creer que siempre podría haber alguien con pérfidas intenciones aguardando un descuido para aprenderlos o ,en su defecto, masacrarlos. Es sólo una posibilidad.

Suben lentamente, como dándole tiempo a la noche, como si entre más tarde fuera más oscuro. Arriban a la distancia exacta en donde ya me pueden distinguir y se enteran que yo no era quien pensaban, parece importarles muy poco. Los conozco casi en su totalidad: Jhonny, Julián, Andrei, Fico, Gustavo y otros dos que en la vida había visto. Dos noveles cabritos en el rebaño de los estupefacientes. Me levanto del lugar en las escaleras que elegí (al azar) para pasar la noche y me postro al lado de Gustavo, mi único amigo aquí, los demás son sólo conocidos.

La ingravidez parece afectar todos los movimientos desde que ese vaho de sarcófago llegó a mí cuando se dio inicio a la escueta conversación entre la cofradía. La inercia, que aquí parece la depuración de una lasitud fermentada durante años de inactividad, da una insólita forma a las frases, como si las palabras se prolongaran más allá de su significado y sus consecuencias. Los diálogos evitan el ser entendidos por mi razón, si es que en esta altura de mi confusión todavía poseo algo de eso. Logro captar la contorsión de múltiples ecos que se hibridan en uno para luego fragmentarse en millones más incomprensibles que el primero. Aquí se maneja un lenguaje cifrado, ecuaciones dialécticas que ni el lingüista más intrépido podría estar capacitado para interpretar. No me preocupo, somatizo el ardor en los oídos para que me sea indiferente, ¿lo he logrado?, no importa, aún conservo un cigarrillo en la billetera.

Empieza la danza de las drogas. Tienen de todo lo que se pueda fumar e inhalar: bazuco, marihuana, maduro, unos cuantos gramos de cocaína y demás alucinógenos. Es tan dantesca la cantidad que no logro asimilar cómo a las tres de la mañana ya escasea y tienen que deambular desesperados por cada rincón del barrio en busca de más. Finalmente, y luego de un arduo proceso, la droga está lista para ser consumida. Todos empiezan al unísono, en una coreografía decadente con un increíble grado de sincronía. No dicen nada y la noche está más afónica que de costumbre. El silencio se confunde con la oscuridad, lo que me lleva a una sensación de vacío, sentimiento poco agradable.

Se escucha el mugir agónico de una vaca sedentaria en algún prado perdido tras el horizonte flácido y trémulo. Todo el aire que circula parece nacer de alguna fosa reaccionaria en el centro de la tierra. Huele a viejo, a echado a perder, a oxigeno malogrado. El cielo se aclara a ratos, o sólo es mi deseo de ver el crepúsculo, pero en esos instantes, cuando ese raro albor perdura unos segundos sobre mí, cuando algún ángel ebrio a vomitado dejando un reguero de bilis en toda la atmósfera, en el lapso que comprende ese brillo siento que germina la luz para los que están untados de negro, que les ponen mil colores para que sonrían y sus padres los abracen, pero ni mierda, ni colorines, ni sonrisas, ni abrazos, negros y secos como un carbón hasta que ardan en alguna hoguera que los exhume de una vez por todas. ¿Y si me queman a mí también?. El cielo está oscuro nuevamente.

Me acuesto, inmediatamente me arrepiento de haberlo hecho: Las minúsculas terminaciones afiladas del ordinario piso de concreto se incrustan en mi espalda, causándome un leve dolor, tenue pero molesto. Aun así me quedo ahí, flemático como una piedra en un río seco, aguardando paciente a que alguno de mis camaradas noctámbulos, en el devenir de sus alucinaciones, empiece a chillar en infrecuentes leguas o a articular eternos e incomprensibles discursos, que llegan al ocaso entre sonidos inaudibles, hasta claudicar en el mutismo total. El silencio en un lugar así, en una noche de estas, es algo que se quiere encontrar pero que nadie quiere buscar. No es atribuible a la desesperanza este gusto, es sólo que la droga penetra más si no hay ningún elemento distractor. Se cae más hondo y más rápido. Pero su búsqueda es dolorosa. No hay viento que lo arrastre, ni imán que lo atraiga, ni brújula alguna que lleve a él, es un trasegar cansado tras un evento imposible de premeditar. Habría que pedirle permiso al llanto de la luna, a la lluvia, al mismo rocío, al chasquido de los grillos, al silbar de los halcones y al revolver del sicario para iniciar su búsqueda. Pero de un momento a otro él sabe llegar, nadie lo espera y por eso el golpe es más fuerte, más placentero.

Acostado aquí y con la mente en un lugar lejano (estando y no estando) sólo puedo ver el techo, que de una u otra forma es igual a todo lo demás: Gris. Me cuestiono el porqué de que hallan dejado esta casa abandonada y a medio construir. Aunque el primer piso está casi finalizado, la planta que lo secunda está en obra negra, lo que me da a entender que los fondos para su culminación escasearon, que nisiquiera alcanzo para instalar las paredes. La empezaron a erigir hace tres años y desde hace dos está desierta. De vez en cuando aparece el dueño, desenfunda su revolver (me han enterado los que han visto que es plateado) se ensaña con el firmamento, profiere amenazas a todos los que estén presentes y luego se va, tal vez furioso al saber que su seudo casa es ahora el metedero preferido por los adictos del barrio. Que su futuro hogar es ahora el maldito Tarmilikión. Ninguno de ellos le teme, todos saben que él sólo quiere proteger su propiedad y que bajo ningún motivo sería capaz de infringirles daño, al menos eso parece.

La vida te da sorpresas... sorpresas te da la vida.

Como esperaba ya empezaron los irracionales soliloquios. Julián se levanta y patea una columna, después lanza un insulto al aire y nos comparte que lo corrieron del trabajo y que en consecuencia dolorosa y directa la mamá amenazó con echarlo de la casa también. Se agacha, mete la cabeza entre las piernas y empieza a reírse (reacción que mis ojos ya habían presenciado anteriormente) entre risas afirma que la vieja lo azara mucho y que se va a largar de la casa (largar fue el término que refirió, hubiese sido más elegante emigrar o mudarse) y que nunca va a regresar, lo cual me parece razonable a sus veintiséis años. Se queda callado y de un momento a otro levanta la cabeza, una lagrima escurre de su mirada triste y se arrastra suavemente por su mejilla. Se limpia con rabia y regresa a la posición anterior. Me dan ganas de ir y consolarlo, pero ¿Qué le podría decir?.

Como siempre, Fico, el más extraviado de todos, está dialogando consigo mismo. No alcanzo a entender bien que es lo que dice; es algo relacionado con el Y2K o con el fin de los tiempos, porque repite apocalípticamente que el primero de enero nadie los podrá salvar, que el fuego retornará a sus fueros, que el hombre no está preparado para lo que viene.

Gustavo todavía está en nirvana, pareciese como si estuviera dormido, pero yo sé que está en otra parte, tal vez imaginando un mundo mejor, un lugar donde no se inmiscuya el llanto con el Yo. Mientras lo observo abre los ojos, me mira, los cierra nuevamente. Conozco a Gustavo desde hace ya varios diciembres, siempre ha sido, digámoslo así, un hombre muy particular. Realmente no sé por qué tiene problemas de drogas: Viene de una familia unida (de esas que están en vía de extinción) Nunca se le ve ensimismado o deprimido (sólo cuando esta drogado) es notablemente inteligente y le cae en buena gracia a quien lo conoce. Para mí la adicción de Gustavo no tiene explicación ni valía lógica, creo que para él tampoco, pero así es este modus vivendi, acaece en cualquier persona y echa raíces hasta en las familias más admirables. Nunca he conocido un corazón más grande que el de él, es como el ser humano más bueno de la tierra y como me duele verlo así, como me agrede su comportamiento en detrimento de si mismo. Como me duele Gustavo ¡Maldita sea, esto no es justo!.

Las parábolas cónicas que se arrastran en mi cabeza parecen tener un destino diferente al que yo habría querido darles. Esta rabia que me resuella al oído para que actúe no deja de ser espiralada, se me hace tan infinita y lejana que casi no puedo sentirla. Luego, no actúo, me dejo llevar por la indolencia. ¿Tengo yo alguna responsabilidad sobre toda esta porquería?, ¿Me debería angustiar por quien no ha sabido cauterizar su propia angustia?. Tengo ya suficientes preocupaciones propias, pienso, las cuido como una perra parida, aún así algunas se me escapan y no logro sufrir por ellas, entonces, ¿Por qué no se ocupan de la filantropía los que han alcanzado la paz del cuerpo y del alma?, ¿Por qué yo que nisiquiera sé por qué estoy aquí me ocupo de problemas que no he suscitado?. Algo luminoso cruza el cielo, me distrae, me quiero distraer, me estoy distrayendo, me estoy olvidando. ¿Qué será eso que se movió allá arriba?.

Son la doce. Gallego ha regresado. El tipo tiene un radar que le avisa cuando sus clientes están en la inopia alucinógena y no tienen nada de nada. Llega justo a tiempo para no dejarlos envalados, tan comprensivo el hijueputa. El Mesías de la decadencia. A pesar de no ser el único jíbaro del barrio sí es el que más vende. Creo que ya ha evolucionado a la categoría de pequeño narcotraficante, lo cual lo jerarquiza algunos peldaños por encima de los demás. Gallego empieza a mostrar su mercancía, todos, excepto Gustavo que está dormido y yo, que estoy a punto de meterle una patada, le compran. Se va satisfecho, adivino que silbando, con la billetera rebosante gracias a la adicción de los demás. No cabe duda, es una rata

Me siento en un deja vu. El proceso que observé hace unas horas reitera su valía esta vez con más ligereza. En menos de diez minutos ya todos se sienten cosmonautas. Fico revolviéndose en un rincón, Andrei inerte, Gustavo acostado mirando un punto invisible para los demás, Julián inhalando lentamente y los otros en poses similares. De nuevo me tengo que tender en ese piso sin baldosa a esperar a que alguno esté en condiciones de sostener una conversación digna de nuestro idioma.

Muchos me inquieren acerca del por qué de que a mí me guste permanecer tanto con ellos. La respuesta es tan impoluta y clara como el cielo se cierne sobre mí: Sólo a través de la consternación y el silencio que otorga la melancolía es posible reflexionar adecuadamente, revertir la mirada y escudriñar en la esencia misma. Porque con el lente del jolgorio y la irrelevancia de los instantes felices no es posible cavar hondo en el corazón para ver de qué color es la sangre, a qué huele. Y aunque no los considero, en su mayoría, amigos míos, sé que secretamente ellos cuentan conmigo y yo con ellos. Porque tal vez yo soy su parte buena y ellos mi lado oscuro, o de pronto es al revés, quién sabe.

Son las tres de la mañana. Me estaba quedando dormido cuando repentinamente siento que alguien me toca un brazo; es Jhonny, que mientras ríe me muestra como Andrei mantiene un dialogo, al parecer filosófico, con un poste. Quizá esté hablando solo o alegando, pero a merced de la distancia que nos separa pareciese como si estuviera plugiendo por recibir respuesta de un trozo cilíndrico de concreto, lo cual se me antoja severamente gracioso y se lo hago saber a medio Cali a través de una estrepitosa carcajada.

A pesar de que el barrio El Caney es muy tranquilo y se erige a las afueras de la ciudad, siempre que alguien está en el Tarmilikión mantiene un temor constante: Que llegue la policía. Muchas veces en el meridiano de la madrugada, y cuando el frío penetra en esta tórrida y calurosa ciudad, se aparecen dos o tres agentes en una camioneta sin placas, lo cual para una persona que recorre las calles es signo de muerte. Este vehículo surge de la nada con la necesaria impredecibilidad para hacer imposible una rápida huida. Descienden cual villanos amenazando con la mirada y levantando un poco la camisa para que los acorralados noten que existe un elemento agresor, plateado y de doble cañón, lo suficientemente dañino como para contemplar la posibilidad de resistirse. Se acercan aumentando el terror de la escena con pasos lentos y enigmáticos, y sin decir una sola sílaba buscan una excusa para detenerlos, generalmente la encuentran y a posteriori la decomisan con fines no establecidos. Eventualmente cuentan con el goce de ser hostigados por un agente corrupto, en estos casos el pago de una cuota de desagravio al ofendido agente es suficiente para que los deje en paz.

Al fin, y transcurrida una larga meditación, Gustavo abre los ojos y descansa su espalda en una columna. Me pregunta la hora: “Cuatro y quince” le respondo. Esa mirada de desconcierto que tantas veces me invade se dibuja en su cara, asumo que está perdido, de la traba y de la vida. Me mira como si no me conociera pero mi rostro le pareciera familiar, finalmente me reconoce y sonríe. Fico le dice algo al oído y su semblante se trastorna. Creo que se molestó porque nadie se apiadó a despertarlo para poder legar el dinero de sus padres a Gallego. Me dice que se muere por fumarse un bareto y se da a la tarea de preguntarles a todos si les queda algo, nadie tiene, así que supongo que tendrá que suprimir el deseo y pensar en sexo, que normalmente es lo único que lo hace extirpar las ansias y dejar de lado su adicción. Así que le pregunto:

- Ve Tavo, por qué no nos vamos ya.
- Noooo marica, todavía está temprano ¿Sabe qué? mejor vamos a conseguir más bareta.
- No marica, valla, yo me quedo aquí.
- Todo bien, vengo al rato.

Veo como se aleja. No creo que consiga más polvo que el que lleva el viento o más hierva que la que pisa, ya es muy tarde.

Mi conciencia me grita que llevo como diez horas aquí, lo cual me hace sentir culpable, demasiado vago. La verdad es que hoy no tenía ganas de hacer nada, pero quería hacer nada con alguien y mis otros amigos viven muy lejos. Los únicos que poseo por estos lares son los que están tirados con los ojos rojos alrededor mío, por lo menos son los más soportables.

Siento que el viento acaricia tan suavemente mi espalda, que un orgasmo placentero me lleva a un estado de somnolencia delicioso e irresistible. Mi torso se desliza por el aire con gracia casi premeditada y sin darme cuenta estoy formando parte de la estética que predomina por aquí. Ya de nuevo en el piso me opongo a la necesidad humana de descansar y me reprocho súbitamente. No me quiero dormir aquí, anteriormente lo hice y amanecí flagelado por un dolor en la columna que me torturo una semana entera.

Trato de adivinar la forma de un árbol entre la espesa negrura que se expande ante mis ojos. Es frondoso, muy frondoso, de hecho, creo que le sobran hojas. Veo algunas caer, lentamente, l e n t a m e n t e. Su actitud mientras caen hace pensar que las han arrancado de su misma existencia, que lejos de las ramas y de sus funciones básicas son sólo algo que nadie va a extrañar. Presumo que se sienten mal, por haber sido eliminadas, por haber sido las más débiles. A mi derecha hay un hombre, o lo que queda de él. Al hombre se la van cayendo los cabellos. Parece que también le sobran muchos. Entra más se le caen, más le nacen y aún así el piso está limpio, como si los cabellos se deshicieran en el aire, como si lejos de sus orígenes el oxigeno se les hiciera corrosivo. Ahora el hombre sonríe, le sobran sonrisas para sonreír. Noto que mientras sonríe llora, no de la emoción, no de dolor. Llora porque le sobran lágrimas, y lo que sobra debe ser eliminado. A este hombre le sobran muchas cosas, pienso, ¿por qué llora entonces?, no son cosas malas, cualquier se desviviría por poseerlas, pero a pesar de todo esto el hombre llora, y no sólo eso, peor aún, le sobran lágrimas para llorar. El hombre se para, trata de caminar, pero las lágrimas se precipitan tan frecuentemente que le impiden ver el camino. Parece que el hombre se ha paralizado, entonces se arrodilla y empieza a fustigarse. Mientras la fusta azota su espalda un humo espeso emana de su boca, el hombre lucha por no dejarlo salir, pero este es tan liviano que se difumina rápidamente. El hombre parece estar decepcionado de su suerte, ¡maldición! Dice apenas con un airecillo cuando nota que el humo deja de salir. El hombre se derrumba y decide fustigarse con más ahínco. Entonces descubre que el humo sale nuevamente. Redobla sus esfuerzos y hay tanto humo que molesta la idea de que aquel hombre quiera aún más. El hombre sonríe y llora nuevamente, esta vez con más lágrimas y más sonrisas. Pero su espalda ya está desecha. Entonces se desangra y muere.

Me despierta un motor muy, pero muy mal sincronizado, que se niega a hacer girar las llantas que tendrá que impulsar hasta su muerte. Son las cinco y media. Al parecer no pude evitar ser doblegado por el sueño. Miro a mi derecha y veo a Andrei fumándose un cigarrillo, lo cual, por efecto espejo, causa un efecto inmediato en mí. Prendo uno y apoyo mi delgado, no famélico, delgado cuerpo en una columna mientras lo fumo. Los dos amigos de Jhonny se han marchado, él también. Jhonny siempre ha sido el designado para adquirir nuevos adeptos a esta mala vida. Fue el que arrastró a Andrei y a Fico al borde del acantilado que da al abismo. Un tipo que hace eso es un desleal, no es un hombre. Quien infecta con la manía de destruirse no es un verdadero amigo. Pero él es así, yo qué puedo hacer.

Gustavo regresa con una bolsa en la mano. Sospecho lo que contiene, me niego a creerle a mi presunción. Sube las escaleras con un esfuerzo sobrehumano, parece que ya no puede más. Se sienta en el ultimo escalón e intenta desesperadamente inflar la bolsa, ¿o desinflarla? Mis suposiciones eran ciertas: Gustavo está metiendo sacol. No hay nada más bajo, en este bajo mundo, que meter sacol, eso únicamente lo hacen los gamines y los que ya se encuentran en el estado terminal. Que triste que Gustavo, mi amigo, se haya inmiscuido en esa categoría. Me acerco y trato de hablarle:

- No había ¿Cierto?
- Sólo de esto.
- ¿Sabe qué marica? no meta de eso, esa mierda es muy gonorrea y lo puede joder.
- Qué va parce ¡Si esto es una chiiiimba!

Desisto de hacerlo razonar, en esa traba nadie entiende, mejor será encontrar un momento más propicio para hablarle. Julián y Fico se paran para irse, no se despiden, se van así no más. Supongo que su destino es la casa de Julián. Fico vive con él desde que se voló de la casa, de eso hace ya tres años, tres años de vivir entre hiervas, polvos y pastillas. Gustavo y Andrei también se van, ellos sí conservan la sana costumbre de despedirse y lo hacen. Cada uno se enrumba hacia su casa. Me quedo solo, como comencé. A lo mejor siempre estuve así, porque al fin y al cabo yo no soy como ellos, ni tengo sus problemas, mucho menos las soluciones. No soy más que ese ente ajeno que los analiza, que los critica, así lo niegue, y que aprende de sus errores. Porque de una u otra forma eso es lo que hago, utilizarlos, y aunque esa no sea mi intensión, no creo que exista otra explicación coherente a las circunstancias.

Amanece, y mientras el arrogante sol se ensaña con mis ojos, camino dispuesto a enfrentar a esta raza que no ha aprendido a entender a los que son diferentes, a los que viven la vida como viene y cuyo único objetivo es ser felices, así nunca lo logren.

Texto agregado el 27-09-2002, y leído por 624 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
03-10-2002 Metaforas muy bien construídas. Tmabién demostraciones de una escritura superior y de frases complejas con suma profundidad y elegancia. excelente. alegutis
29-09-2002 Muy decadente, desgarrador... excelente hermano. exterminador
28-09-2002 Estremecedor, y además con un mensaje concienziador para los que estamos "al otro lado". Enhorabuena. BERTA
 
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