Dedicado a: Nínive y Leobrizuelas. “Gracias”.
Gregorio recordó cuando vio a Gloria por primera vez en el pasillo, el júbilo al saber que compartían la misma aula. Y esa emoción a la salida, poder acompañarla a la casa.
Una tarde de junio, a sus dieciséis cumplidos, agarró valor y olvidó el cosquilleo que le alborotaba el estómago y le propuso que fuera su novia. La crisis de nervios que debió enfrentar cuando la presentó ante sus parientes, y el alivio al ver con satisfacción que sus padres la aceptaban como parte de la familia. Escuchar decir a Florencio, su padre:
—Estoy contento por tu decisión, m’hijo: ella te hará muy feliz.
Y pensar que ahora, pasados cinco años de esa declaración de amor, ella deseaba ser su mujer y así formar la familia soñada.
La abraza, la estrecha en un beso que ella corresponde amorosamente.
Los alarma el repique de campanas, y a lo lejos alguien que grita:
—¡Están robando en la iglesia!
También los vecinos del parque oyen los gritos. Las campanas siguen sonando. La noticia no tarda en esparcirse por el pueblo, y las luces de las viviendas se encienden una a una. Empuñando linternas, candiles y quinqués, la gente se precipita a las calles y se reúne en el graderío del santuario.
—¡Los maleantes están ocultos en la parte de arriba! —dice una voz histérica.
—¡Capturémosles y los linchamos para que aprendan esos infelices ladrones!
—¡De aquí no salen con vida esos desgraciados! ¿Escucharon? ¡No salen vivos!
El viejo campanario queda en silencio.
La pareja de enamorados corre hacia la multitud, que se ha armado con machetes, palos, azadones y hachas.
Entre la oscuridad y la densa niebla es difícil divisar a los saqueadores.
—¡De este lado hay un ratero!
Todos ven de dónde previno el bramido, y una mano sobresale en medio de la turba señalando el techado.
Sin pensarlo, Gregorio suelta a Gloria, brinca y se encarama en la barandilla sobre el ventanal, encima de la parte baja del alféizar. Ayudado por amigos y conocidos, trepa al techo. Con dificultad llega a la azotea para alcanzar la zona del frente, donde supuestamente el ladrón se encuentra oculto.
Un fogonazo desgarra la noche y silencia el griterío.
La sombra entre las tinieblas siente un dolor agudo, acaso en una de las vértebras. Es una bala rabiosa que a su paso ha perforado carne y hueso. La sangre ya le empapa la camisa. Tambaleándose, logra agarrarse a una de las cruces en reparación. Las fuerzas le abandonan. Los ojos se abren, y de un solo golpe se tragan el cielo y sus estrellas sin luna. El cuerpo cae a un costado del portón de la iglesia. Entre murmullos y ¡vivas!, los curiosos rodean el bulto humano que yace en la tierra. La penumbra le cede el paso a la claridad con los candiles y quinqués, y las linternas le iluminan la cara al muerto.
A grandes zancadas un vecino se aproxima, lleva una escopeta. Sofocado por el esfuerzo, se va abriendo camino a empujones.
—¡Le di! —grita—. ¡Lo tenemos al muy maldito!
Hincado en el suelo, uno del grupo examina el cadáver y reconoce la voz del recien llegado. Se levanta. En él hay confusión y angustia. Suspira hondo, y con tono lastimero le dice al recién llegado:
—¡Mataste a tu propio hijo, Florencio!
|