Iba en camino a buscar clientes, como todas las jornadas laborales de mi actual vida. No es que crea en las vidas pasadas, pero uno tiene tantos trabajos a lo largo del tiempo que ya se parece a la hipótesis de las vidas predecesoras a la actual. Transitando por las calles es lo que hago. Simple, como los autos de antaño, con sus colores característicos. Noche y Día. Tinieblas y Luz. Opuestos que se atraen. No pueden vivir el uno sin el otro. Y todo eso sintetizado y bien homogeneizado en un auto muy prosaico.
En segundo sin darme cuenta, ya estaba virando en una calle más angosta, la anterior era cómoda, dilatada y los variados vehículos confluían amablemente sin disturbios leves. Esta se ceñía en los bordes que le dejaban las apacibles moradas del barrio Godoy. Pero era yo contra la nada y la nada en barrio Godoy es mucho. Estaba solitario. No había personas, ¿porque no? Pasando por el sorbete como un microbio polizón en una bebida poco salubre pero bien comercializada y consumista. Tal vez debía saciar mi sed con algún refresco, no bebo cerveza me parece atrofiante y nociva. Debo dejar de cavilar tanto sobre bebidas, así mi antojo de sed se disipa mas raudamente.
En fin, cuando se estaba por consumar mi viaje hacia la unión de calle Baigorria con la Av. Pretoria, por el tramo final me sorprenden tres figuras sobrecogedoras apuntándome con una escopeta solitaria, en manos de un muchacho de altura promedio con un aspecto de cansancio evidente, flanqueado por otro joven de la misma edad, supongo, pero con menos centímetros en su cuerpo. Ambos estaban decididos a proceder, con una mirada rencorosa ininteligible. Había una estampa más entre las atemorizantes figuras. Un niño, como si del jefe se tratara. Su mirada se permitía una mueca de ansiedad, su pie izquierdo era incontrolable, por lo menos supe que era zurdo.
El joven armado me vociferaba que bajara del auto.
En ese preciso momento, me atreví a pensar, de los mil y un pensamientos que estaba teniendo, la idea de apretar el acelerador y atropellar a los tres individuos impacientes. Saldría impune, nadie vería el acto. Seria muy irónico. Irónico y contraproducente. Pero mi reflexión decayó en mi familia, en el circulo social de los delincuentes, en el ámbito por el que me arrastraba al ras del suelo (oprimido por el gobierno, abarrotado, afligido), en la muy posible consecuencia de quedar encerrado moralmente en un dilema acerca de si había obrado bien en intentar matar al triplete paradigmático del vandalismo. Una polémica que persistiría con los años. No podría resistir cargar con vidas que no estarían conminándome si hubieran tenido una educación mas eficaz o una mejor infancia o padres eficientes o al menos preocupados. En un ademán de hacerlo, observe a una anciana saliendo repentinamente de su casa. Eso conllevo a fabular sobre los problemas con la justicia si es que me ve. Según dicen la justicia es ciega y no me estarían esperando jubilosamente cien años de perdón, no, yo no hurtaría a un ladrón, yo asesinaría a tres vándalos y el dicho no va así.
Para cuando me percate ya había bajado, intente retornar, pero proseguí sin decir ni una vocal o consonante o algún signo pronunciable. No me atreví ni me arriesgue. Igualmente no hubiera ganado nada, como ya cavile, perdería mas que triunfar al intentar imponerme por sobre lo ilícito. Los jóvenes, rápidos como aves carroñeras introduciendo su pico en su presa, pisaron el acelerador y se alejaron rápidamente. Dejándome junto a mis aglutinamiento de ideas que olvidaría en algunos días. Me enajenaron de algo por lo que nunca hubiera luchado cuando era infante, cuando quería explorar el condenado y al mismo tiempo bello mundo, quería ser aviador (aunque hice viajes a algunos países con mi mujer, no se comparan con lo que aun sobrevuela por mi imaginación), quería ser aviador, por eso si hubiera batallado sin rendirme. Por mi avión, eso si merecía atropellar a tres malviviente, hubiera puesto en jaque mi reputación ante la justicia. Por un deseo que aun no logro cumplir.
Pero hasta las pesadillas mas grotescas y cruentas pueden materializarse, por ende, mi sueño aun cuenta con fundamentos para volverse real, para venirse encima mío y poder enarbolar mi inocencia perdida hace mucho. El taxi ya se alejo lo suficiente como para poder lamentarme por haber dejado los botines de mi hijo (¡que inepto, no, no, no!). Me lamento por los ladrones, a mitad del camino se les va a acabar la nafta.
No me queda otra que continuar mi vida sin mi taxi, sin mi inerte avión también. Aunque por lo menos puedo sacar una conclusión, nunca pensé que un robo a mano armada seria tan extraordinariamente introspectivo a uno mismo.
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