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Un día que llegué a mi casa con las narices ensangrentadas por el topazo contra una farola, mi madre me dijo, “lo ves, Julito, Dios te ha castigado por reírte de los pobrecitos que nacieron sin el agraciado sentido de la vista”.

¿Habéis hecho alguna vez la prueba de reconocer con los ojos cerrados a las personas de vuestro alrededor? Lo hacíamos en la escuela infantil. A mi este juego me encantaba. Era la única oportunidad que tenía de acariciar a Rosita. Recuerdo que la maestra me decía, “Julito, ahora eres un pobrecito ciego, con tus ojos vendados debes de acertar quien es el niño que tocan tus manos.”

Ya en aquel entonces más despierto tenía yo los otros sentidos que el don de la vista. De mi casa al colegio iba con mis párpados apretados, guiándome tan sólo del bastón del juego de mi ceguera fingida. Treinta pasos a oscuras y llegaba justo al callejón de la panadería. El efluvio del pan recién salido del horno me avisaba que era el momento de empezar a salpicar con la punta de mis zapatos el rugoso gris del zócalo de un grupo de casas. Después, la esquina, el taller de molduras. Allí el ruido del motor de la sierra de Perico el carpintero me avisaba de que estaba en frente de la farmacia. Mis ojos, sellados a cal y canto, intuían la fluorescencia de la culebra encaramada al inri de una cruz ensombrecida de verde. A continuación debía sortear tres verdes bancos de madera, adosados junto a la espalda de la vieja tapia del cine de verano. Luego mis manos golpeaban saltarinas el enrejado de la verja hasta tocar el vacío del aire. Daba cinco saltos con mis pies juntos. Abría mis ojos. Tras mi oscura caminata, por fin la puerta de la escuela amanecía ante mi vista recién levantada radiante como el sol de la mañana.

La maestra me vendaba los ojos con un paño azul oscuro. Escuchaba anhelante el terciopelo de su voz edulcorada, antesala de mi palpación gozosa, “Julito, tus ojos son ahora la punta de tus dedos”. Y mis manos abrían sus ojos de par en par como las compuertas de un pantano desbordado por el azul de sus aguas. Yo entonces me acordaba de haber visto a la luna pasar su mano silenciosa por el lecho del río, y con la misma suavidad detenía mis palmas temblorosas sobre los pómulos sonrojados de Rosita. Y, aún con los ojos tapados, veía como las pequeñas aletas de su graciosa nariz se ensanchaban de gusto. Mis dedos se enredaban en el azabache de sus cabellos. Y cuando la digital sonda de mi recreada curiosidad hurgaba la fresca gelatina del circunloquio de sus orejas, notaba como Rosita escurría sus hombros por las cosquillas intencionadas de mis tentadoras pesquisas. La suave tibieza de su agradable piel al instante me decía que aquella dulce cara era la rosa de mi niña preferida. El brillo de sus tirabuzones, el calor de sus mofletes, los latidos de su alma, todo lo que mis dedos veían me hablaba de la hermosa flor de Rosita. Pero yo no decía su nombre por retener con los ojos de mis manos más tiempo el placer de su aroma, el sabor a melocotón en almíbar. La maestra desesperada, me decía, “¡Julito, estás ciego, venga ya, abre tu boca y dinos lo que ven tus manos!”. Pero decir Rosita y perderla todo era lo mismo. Por eso yo disimulaba mi saber y a conciencia decía el nombre de otros niños para regodearme por más tiempo con el luminoso tacto de su piel apetecida.

No hubiera traído aquí este recuerdo de mi niñez sino fuera porque tan sólo hace unos meses un trombo alocado me dejó ciego por completo. De nuevo, pero de forma diferente, he vuelto a revivir aquellas experiencias infantiles. De no ser por aquellos juegos, hoy Rosa no sería mi mujer. Tampoco yo podría ver el mundo que me rodea si ella no fuese mi mirada, mi mundo. Rosa es mi báculo, la niña de mis ojos.

El ser invidente por supuesto me impide seguir trabajando como inspector de aduanas. Pero no hay mal que por bien no venga. Mi ceguera irreversible me ha habilitado para menesteres en los que, más que los ojos de la cara, se precisan los de la intuición, el vaticinio, el presentimiento.... Actualmente soy el zahorí de esta comarca. Por cierto el subsuelo de estas tierras es muy pródigo en aguas de alta calidad. Tuve que quedarme ciego para oír el dulce cantar de nuestros ríos subterráneos.

Texto agregado el 14-09-2010, y leído por 3544 visitantes. (19 votos)


Lectores Opinan
10-10-2013 Muy tierno. Diría que eres un ciego afortunado. Rentass
15-01-2013 La niñez, una etapa que en la mayoría, añoramos. Lo has plasmado en este cuento, maravillosamente. elpinero
26-01-2011 Hermoso!!! admirable tu narración=D mis cariños dulce-quimera
18-01-2011 Bellísima historia, contada con esa maestría y dulzura que sólo la sabiduría de la vida puede expresar en esas palabras. Enhorabuena señor. Mil felicidades. tobegio
02-01-2011 Si me dejás, me gustaría compartirla con mis amigos de Facebook lilianazwe
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