...y la agonía inextinguible de no haber podido ayudar a mamá con un poquito de felicidad, de que se me fuera físicamente mientras yo aún tenía las manos atadas por la impotencia, por la carencia de cosas ahora inútiles, pero que en su momento quizás hubieran aletargado un poco la inmensa pena que rodeó su lecho de muerte. De nada vale ahora cuánto pueda sentirse su ausencia. Mi casa , esa casa vieja que olía al aliño de ajos para los granos y a las flores dulces de los mamoneros; mi casa, con su patio grande donde yo podía convertirme en cualquier personaje que inventara mi imaginación y donde me propuse, sentada sobre las ramas de un gigantesco tamarindo, escribir cuentos y poesías, es ahora un rancho miserable donde el agua entra con confianza por el techo, las paredes se caen a pedazos carcomidas por el mal de la tristeza, y nadie más ríe porque no entra la luz. El recordado solar con árboles donde colgaban ruedas de caucho a manera de columpios, está ahora lleno de basura acostumbrada a la permanencia. El lavandero, donde mamá lavaba mientras oía pacientemente mis larguísimos cuentos de princesas, dragones y castillos, donde los sapos saltaban asustados tal vez por los golpes del agua que caía de repente con chorros de jabón, parece un inerte pedazo de concreto, con tierra y papeles arrugados llenándolo todo. Ya no gotea el agua por el canal del suelo y no existen las hierbas de florecitas azules que mamá llamaba "sígueme los pasos" y que yo arrancaba para ponerlas en algún perol viejo, sobre un tronco caído que mi mente de niña convertía en salón. El agua pantanosa que corría por un lado cuando llovía y que propiciaba el crecimiento de campanillas moradas subiendo por la cerca junto a los cundeamores, que atraían a multitud de pajaritos, es ahora un escondite de zagaletones que amparados por la soledad y el silencio aprovechan para robar cualquier cosa que pueda haber dentro de las pobres paredes. Y parece que también se hubiesen robado la alegría de aquellas sopas de pollo con aliños del patio, que jamás pude aprender a preparar como mamá y que nunca olerán como olían, porque no están sus ollas, ni sus platos, ni sus trapitos viejos limpiando la mesa redonda que yo veía inmensa y que desapareció en mis recuerdos, con la crueldad del tiempo. No están los jazmineros ni las rosas. Las lilas que de niña le ayudaba a podar, crecen ahora salvajes, dándole a su jardín el aspecto fantasmal de las historias de Alan Poe. No siento en el ambiente los cantos de mi hermana para inducirnos a dormir. No hay nadie allá adentro a quien pedirle la bendición para irme a la escuela, y no tengo esas manos que me hacían con tanto amor una arepa que a veces solo tenía salsa de tomate y como las que nunca he vuelto a probar. Han huido del aire las mariposas y en el lugar del chinchorro multicolor, donde yo dormía, hay unos remedos de cortinas intentando esconder los parches de las paredes de tierra, y pasan ratones asustándome en las noches, cuando acostada cerca de papá cuido su inquieto sueño agonizante.
Más allá de más lejos, en los postigos de mi mente, ese rincón donde ahora está su cama se convierte en pasillo, y al fondo miro el viejo fogón manchado de humo donde siempre había calor, porque como éramos tantos, mamá pasaba el día allí metida y cualquier recipiente guardaba cualquier cosa; dentro de una tapara columpiándose en un alambre cerca del techo, un trozo de papelón o de queso, y de extremo a extremo la cuerda de las hallaquitas, interminables y duras, que siempre estaban ahí, como por magia. Aquí, dentro de una cafetera de peltre, el guarapo para los bizcochos, y en una olla sobre el fogón las caraotas negras. Siempre todo caliente y oloroso a hogar.
Mis deseos eternos eran tener el pelo largo como las princesas y probar algún día uno de esos pasteles con adornos que dibujaba mi hermana. Yo los fabricaba con barro del patio, y mi imaginación le ponía los detalles, incluyendo las velitas que cuando hubiera dinero apagaría en una fiesta de cumpleaños. Ese día, yo estrenaría un hermoso traje azul o blanco, habría música fina, culta -como la de los ricos- y ya mi pelo, libre de piojos, habría crecido lo suficiente para moverse al compás. Habría bastante comida, y -lo más importante- mi papá no estaría bebido y mi mamá, arreglada como una reina, estaría feliz... |