Comenzaba diciembre y existía un delicado afán en su corazón. Sin prisa y con sutileza, desempacaba las cajas y los múltiples adornos que paulatinamente transformaban hasta los detalles más sencillos de la casa. Preludio de Navidad.
El cielo limpio de la montaña, durante los días sucesivos, envolvía el afán que se veía coronado por las noches, cuando los hijos e hijas apreciaban y degustaban las luces, el árbol, los ángeles y el pesebre, que progresivamente decoraban el hogar.
Hasta los paños de cocina tenían motivos navideños. El jabón del baño y esas velas que al encenderse, "lagrimeaban" en colores. Esto es notable. Comenzaban a aparecer de a poquito los regalos y los “cabros” chicos sentían un cosquilleo especial. Era posible saborear y oler aromas de pan de pascua y galletas de ocasión. Por cierto, había hecho su aparición un pavo vivo, que se mantenía encerrado en el sótano del piso de abajo. Entrar allí era motivo de escaramuza. Los “cabros” querían asustarlo. Las niñas, quererlo. Con el paso de los días todos se encariñaban con este “bicho” raro de Navidad.
Todo era envuelto desde el primer día, por una música que llamaba con campanadas y villancicos; a recogimiento y alborozo… campanas al viento y voces profundas de coros “celestiales” en alemán o latín. Carátulas con nieve y paisajes alpinos.
Se respiraba otra atmósfera. El ambiente de gozo y ansiedad, denotaba que algo habría de acontecer. En el fondo del corazón, se iba depositando lo que hoy mueve a recordar y agradecer.
La menor de las hijas se sumaba al afán maternal de arreglar la casa, para todos y muchos más. “Me siento dichosa de hacerlo. Quiero ser como mi mamá”. Cada detalle lo seguía de cerca. En su momento los haría brotar en la casa que sería la propia, años más. El mayor de los hermanos, por su parte, se comportaba correctamente. “Se acerca la Pascua y hay que hacer méritos. Si juego a la pelota; me cambio de ropa”. Siempre bien peinado y la cara y manos limpias. Se parecía a uno de esos dibujos de las revistas americanas. Impecable. Era el segundo el que ponía la nota alta. Pantalones rajados y zapatos descosidos y raspados. Una cara traspirada y roja. Pero también, en su estilo, sentía ese ambiente raro. “Tengo que estar alerta y portarme bien. El viejo pascuero me va a preguntar y siempre yo digo la verdad. Me tengo que portar bien”.
“Pan en la mano izquierda y servilleta en la falda”, dijo el padre que presidía como siempre aquel almuerzo. Los cuatro hijos que se sentaban en la mesa, porque había un quinto que era una guagua, miraron de reojo a los demás y procedieron a comenzar a comer. Cada uno cavilaba con lo suyo. “Me tengo que portar bien”. “¡¡¡Que linda está la casa!!!”. “ Por mis méritos, tengo para esperar algo”.
Ahora toca armar el árbol, ¿quién quiere ayudarme?” , dijo la madre. Cuatro manos se alzaron y casi un solo grito ¡¡¡¡Yo!!!! Esa tarde los dos hombres, - los elegidos -, estaban sentados sobre la alfombra y ante las insinuaciones maternas procedían a armar el árbol. Uno meticuloso y ordenado. El otro presuroso y disperso. Tanto el uno como el otro, terminaban realizando acciones indicadas por la mamá, quien desplegaba paciencia y “ciencia”, picardía y alegría para armonizar eficazmente la tarea. Después de un par de horas todo culminaba con un adorno largo como punta de lanza, que presidía la conífera del árbol. Satisfacción y trabajo. Alegría y algún cansancio. Era una empresa ardua, pero valía la pena. Hermoso, atiborrado de luces, adornos, monos de nieve, ángeles, pequeños paquetes de regalo y mucho más. Cuanto de todo ello aún pervive en la retina y el corazón de los que lo armaron. Colores, sensaciones, presencias y palabras que vuelven a brotar en cada adviento de una nueva Navidad.
Se sentó en el bergeire de terciopelo verde y contempló mansamente, la apertura de lo regalos. Era un grupo grande congregado. Tres familias que parecían una. Llena de niños y niñas. Había adentro una algarabía grande. El silencio de afuera contrastaba, bajo el amparo de la noche abrumada de estrellas. Así debió ser en el portal.
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