El árbol
Parecía que todo el monte temblara a cada golpe de hacha que daba Evaristo, comenzaba su labor muy temprano, y su única ambición era derribar árboles, como si fuera un guerrero solitario, su familia se había ido de su lado hacía ya mucho tiempo, y la soledad lo había convertido en un ermitaño, nadie venía del pueblo a visitarlo jamás, su rencor se canalizaba en cada golpe de hacha que daba con la furia de una bestia que solo desea destruir y desgarrar. Su vida de leñador era monótona y solo consistía en preparar los troncos para que fueran retirados una vez a la semana por el empleado del aserradero, a cambio de dejarle dos bolsas de víveres, sin intercambiar palabra alguna.
Evaristo no tenía piedad para con los árboles del monte, y los derribaba sin contemplación día tras día, ¿quien se le podría oponer a esa furia incontrolada en aquella soledad inmensa? Sabía que en algún momento no quedaría nada de ese monte, y ese día terminaría también con su sustento y su propia existencia.
El odio contenido en su alma, crecía y crecía a cada golpe de hacha contra una naturaleza indefensa, solo saciaba un poco su sed de destrucción, después de la jornada, cuando el agotamiento se apoderaba de su viejo cuerpo. Su único objetivo en su miserable vida era destruir lo que la naturaleza le brindaba, sin que la misma le pidiera nada a cambio, ni siquiera clemencia.
Una tarde cuando regresaba del monte, lo esperaba un hombre sobre una carreta tirada por dos caballos percherones, que después de presentarse como carpintero y ebanista, le solicitó un encargo que consistía en conseguir un tronco de roble de no menos de un metro cuarenta de diámetro para realizar un mueble muy fino que le habían encargado, Evaristo sin mucho ánimo de entablar conversación alguna, le prometió que trataría de conseguirlo, a pesar de saber que ese tamaño de tronco era muy difícil de encontrar, por lo cual le dijo que regresara en dos semanas para ver que podía hacer, el hombre del carruaje le dijo que regresaría en ese tiempo y si le conseguía el material sería muy bien recompensado.
A la mañana siguiente después de afilar su hacha, Evaristo se encaminó al monte y se le ocurrió que del otro lado del arroyo, en donde la espesura del bosque aumentaba podrían existir árboles de ese tamaño, después de caminar durante más de tres horas, se sentó sobre una gran piedra para descansar, entendiendo que no encontraría un roble de semejante talla debido a que para que el tronco consiguiera esas dimensiones, solo se podría dar en especies de mas de cien años, y él nunca había visto árboles tan antiguos por estos lugares.
Sin darse cuenta unos nubarrones muy negros cubrieron el cielo, y comenzó a llover intensamente, Evaristo prefirió buscar un lugar a donde resgurdarce y así fue como a pocos metros la copa de un roble lo protegió, al poco rato comenzó a soplar un viento que arrastro a la tormenta y el cielo nuevamente se iluminó, cuando Evaristo se dispuso a regresar tomó su hacha que había recostado en el tronco de aquel árbol, y su sorpresa fue indescriptible al comprobar que el árbol que lo había protegido poseía un tronco tan grande como jamás nadie pueda imaginar, ese árbol pensó Evaristo seguramente tenía mas de cien años y su tronco no menos de un metro y medio de diámetro, y allí estaba esperándolo, para que él lo talara.
Como ya era tarde regresó a su casa, para esperar al día siguiente en donde pensaba derribar aquel añoso roble. Así fue como muy temprano en la mañana se dirigió nuevamente al sitio, ubicó al sentenciado y después de escupir sus dos manos y refregarlas, tomo su hacha y dio el primer golpe rotundo, haciendo saltar una gruesa capa de corteza, en tanto una bandada de pájaros salían volando espantados de la copa, uno a uno los golpes de su hacha despiadada hirieron de muerte al viejo roble, que moriría en silencio.
Evaristo continuó con su tarea hasta que en un momento, producto de la fatiga debido a lo robusto de ese tronco centenario, erró el golpe, y su afilada hacha se incrustó en su pierna, haciendo saltar un oscuro chorro de sangre que salpicó el tronco del roble y la tierra. Evaristo soltó un desgarrador grito de dolor que nadie escuchó, y luego, calló al suelo.
Habían pasado dos semanas, ye el carpintero con su carro se acercaba por el camino de tierra para saber del encargo realizado a Evaristo, al llegar a la vieja casa un silencio profundo inundaba el lugar y no se veía un solo rastro del leñador, el carpintero esperó un largo rato y sin mas trámite pegó un rebencazo a sus caballos que arrastraron al carruaje para regresar al pueblo.
Cuenta la gente del lugar que nunca más se lo vio a Evaristo ni vivo ni muerto, y que las enredaderas del bosque cubrieron su precaria casa abandonada, solo en la espesura del monte aún en pié, un añoso roble muerto, muestra un profundo tajo en su tronco, en donde un nido de palomas se protege de la lluvia y del viento del invierno, y a sus pies una vieja hacha cubierta por las malezas, quizás único testigo del destino final de ese hombre empecinado en terminar con la naturaleza que lo rodeaba, sabiendo que también terminaría con su vida.
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