… y ahí vi a tu hermano. Ya no había temor en su mirada y se arrodillaba ante el sagrario sabiendo que su inclinación no tenía fundamento más profundo y valiente que la libertad de creer, que su libertad de SER...
Camino a la casa. El viento obliga a entrecerrar los ojos para protegerse de la mugre. Hay una sirena que suena a lo lejos y que te deja hiperquinético. Tú y tu personal. Todo como siempre. La rutina que esperabas y que una vez más no te decepcionó. Meticulosamente avanzas sin pisar línea alguna de las junturas de los pastelones de la vereda, agrandando pasos o a veces acortándolos. Juegas con la punta de tus pies, con tus talones, sacas las manos de tu bolsillo, o cambias discretamente la canción que suena en tus oídos. Tú y tu personal. Tú y la Iglesia. La misa de hoy, el sagrario, el miedo. No sentías nada, solo soledad y frío en el inmenso templo que a media luz dejaba entrever a la virgen grandiosa al final del pasillo central. Revisabas al mismo tiempo tu agenda semanal.
Tenías el proyecto de ser un tipo responsable, de ponerte las pilas, de salir los sábados sin preocupaciones escolares para el lunes. Era viernes y hacía frío. Pero el frío ya no importaba porque sabías que tenías una parca en la mochila. Esa parca que tu papá te había regalado la semana pasada, ¿lo recuerdas ahí en tu casa, con su tosca cara, su barba que desde chico te daba comezón y sus ojos perdidos en los tuyos? Sí, lo recuerdas perfectamente a la vez que una lágrima resbala por tu mejilla. Y sí, lo tienes claro, no lo volverás a ver jamás. ¿Quién lo quiso así? Ya ni siquiera había Dios que culpar. Sólo tú y tu personal. Tú y tu vida.
¿Por qué convivir con toda la gente? ¿Cuál era el sentido de todo, de que fueras al colegio, de que estudiaras algo? ¿Por qué no podías vivir sin pensar en el futuro? Descartaste luego todos esos pensamientos, los botaste como papeles al viento. Y no te diste cuenta. Quedaron botados, y sabías que nadie más los iba a recoger. Se volarían e irían a parar quizás donde. El viento corría fuerte.
¿Por qué los habías botado? Esas reflexiones “filosóficas” como lo llamaba esa tediosa profesora en tu colegio te amargaba más la tarde, te amagaba más la libertad. Pues para qué pensar tanto, te reiterabas en tu pensamiento mientras te mirabas de frente en el reflejo del metro. Te enfrentabas contigo mismo. Mirabas a tantas personas que compartían tu metro cuadrado. Pero daba lo mismo. Eras tu y tu personal y el resto no importaba. Es más, nunca habían importado. El metro cuadrado era una publicidad estúpida. Te cargaba que los curas se llenaran la boca hablando de justicia, de caridad, de amor, cuando al fin y al cabo para ti no importaba nadie más que tu propia nariz. Y no le encontrabas nada de malo.
Esa tarde llegaste a tu casa cansado, te dolía la cabeza enormemente y te quedaste dormido. Despertaste y saliste a comprar el pan, sin embargo algo era distinto. Te sentías liviano. Ya no tenías jaqueca y el viento era fresco. A lo lejos la silueta de un corpulento hombre se acercaba borrosa. Trataste de ver quién era, pero no importaba, daba lo mismo, no lo conocías. Pero algo era raro. Se acercaba más el momento del encuentro y seguías sin poder caracterizarlo por completo. Sus facciones eran gruesas y toscas, y medía casi el doble que tú. Cuando la colisión se hizo inevitable te corriste para tu izquierda –más bien te lanzaste- y le gritaste imbécil. Se dio media vuelta y te quedó mirando perplejo. Sin duda era nuevo, nunca lo habías visto por aquí, pero algo te incomodaba. Era como alguien descontextualizado, alguien sacado de un cuento. Y cuando terminó de girar y pudiste apreciar quién era casi te moriste del miedo. Era Ulises u Odiseo -como siempre te objeté que realmente se llamaba-, que ahora sacaba una espada y se preparaba para ejecutarte. Eras un obstáculo en su regreso a Itaca. No podías escapar, a pesar de los monumentales esfuerzos que hacías. Algo te ataba al cemento de Avenida pajaritos. Y cuando sentiste el soplido de la espada a un milímetro de reventar tu ser, despertaste sobresaltado.
Al otro día entendiste. Y fue en una clase de filosofía. Era la herramienta que necesitabas para hacerle frente a tus dudas, para hacerle frente a tu vida, a tu existencia. Para hacerle frente incluso al mismo Dios. Algo cambió en ti. Ahora por fin emprendías tu propio regreso a Itaca, como lo hemos hecho todos. Lo sabes bien. Porque yo estuve mirándote en cada uno de tus movimientos, en cada uno de tus pasos. Ojalá yo hubiese tenido esa herramienta cuando decidí dejarte con tu mamá y tu hermano en el mundo duro, en sus existencias livianas, pero que de alguna u otra forma dinamizamos y llenamos de sentido con estas “reflexiones filosóficas”, y es inevitable.
Mi hijo. Nunca fui tan feliz como cuando te vi despertar de ese sueño. Ya habías comenzado a caminar hacia tu propio sentido, como lo hacen los animalitos cuando el invierno amenaza, como lo hacemos tú y yo cuando nos sentimos vacíos. Mientras antes comencemos el camino, antes llegaremos, antes reiremos y antes estaremos seguros.
Así que para despedirme quiero pedirte un favor. Asegúrate de que tu hermano pueda filosofar. Se necesita con urgencia que sea mucho antes de lo que te tocó vivir a ti, a mí, y a tu madre. Pero de eso hablaremos luego…
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