El escenario no era nada positivo para conseguir lo que quería. Nada más que un cuarto de tres metros cuadrados, con escasa iluminación y una tenue música de fondo, Gardel si bien no me equivoco. Al interior, un hombre de unos cincuenta más o menos cortaba queso, uno tras otro, con uñas rancias, podridas, sin vida, y unas manos gastadas de trabajo. Al costado izquierdo una banca de madera podrida acompañaba a una señora, ¿O la mujer acompañaba a la banca? -no sabría decir que había estado primero ahí, si la banca o ella-, y en sus brazos un niño arropado en una manta sucia dormía apoyado en el pecho de la vieja. Pesaba la ausencia de varios dientes cuando pedía dolorosamente una moneda a quien se acercara al oscuro negocio. La brisa de mar, esa que gasta la ropa y oxida la piel llegaba galopante a ratos desparramando servilletas y estropeando el interior del cuarto. Una cortina invisible, creada en parte por la mujer y su hijo, olorosos a desechos y perfumados de mar, y por la baja luz del único farol que alumbraba el puesto de empanadas, separaba a la clientela que paseaba por el espacio contiguo. De arena fina y acompañado de luces por doquier, de la mano paseaban familias, pololos, hasta perros, sin reparar en el negocio tenebroso. Cada diez minutos cuando menos, uno que otro se acercaba, miraba, preguntaba el precio y se marchaba, muchos murmurando –ellos creían que imperceptiblemente- la mala higiene del cuartucho. Y pensar que Gustavo, el hombre de manos podridas, esperaba todo el año ese mes, febrero, con los santiaguinos veraneantes inundando papudo. Y como todo el año, nadie compraba. Ni yo, que pasé, pregunté, miré y me fui. |