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Nuevamente, entre botellas vacías,
libros viejos, platos sucios,
papeles sin importancia.

Nuevamente, yo, catatónico.
Me encuentro, sí, como siempre
he vuelto a mí, vacío.

¿Cómo explicarlo, ¿cómo?
No podría.
Y si pudiera, si pudiera,
qué de cosas tendría que decir.
Laberintos indescifrables de palabras sin sentido
de amores frustrados, fantasmas, sombras
de poemas frustrados, fantasmas de fantasmas.

Sí, si pudiera decirlo sólo sería eso
un condensado infinito de sombras,
como si pudiera, por arte de magia o qué se yo,
obtener la esencia de una sombra y luego
en una frenética compulsión,
sin poder detenerme,
proceder con la esencia de esa sombra,
y obtener la esencia de su esencia,
su esencia íntima.
Hasta el infinito, sí
como estúpido, sí
ensanchando el instante mismo,
pues el tiempo no pasa cuando uno goza.
Porque sería un gozo hacerlo así,
vivir así, qué más podría desear?
Siempre contento, siempre ocupado,
sin tiempo, sin espacio, sin luz
En medio de mis sombras,
alejado de toda luz resplandeciente.
Engañado por mi condensado de sombras,
tan perfecto que la luz misma,
ingrávido espectáculo de ciegos
se replegaría en sí misma implotando,
para dejar de ser lo que ya no necesitaba.

Y ese instante sería perfecto.
Con una perfección como jamás se ha visto.
En medio de un silencio más que sepulcral,
como si todo el sonido, todo
en una admirable muestra de hermandad,
al ver implotando a la luz misma,
la soberbia, pura, ingrávida, divina luz,
se hubiera dado cuenta al instante,
que todo está sometido.
Que la libertad es una ilusión que a veces surge,
por surgir solamente,
sin necesidad alguna tampoco, por azar.
Sí, por suerte!
Por la maldita, estúpida, insignificante suerte.
Y al ver tal perfección de formas,
plan tan bien urdido por la suerte.
Que sin planearlo lo hace todo bien,
hubiera decidido que era tiempo,
de entregarse al azaroso destino que le esperaba,
oculto en la obviedad de lo inexorable:
su propia muerte.

Y muerto el sonido, muerto
la luz apagada por un designio del hado,
sin tiempo, sin espacio, sin luz,
en un vacío impenetrable,
así sería la perfección de ese momento,
que a pesar de no ser mas que un parpadeo fugaz,
un rápido y efímero parpadeo,
que no duraría más que un triste aleteo de la polilla,
o el tiempo necesario para que la ola se disipe,
ni el lapso comprendido entre el relámpago y el trueno.
Ese instante sí, paradoja de la naturaleza,
sería eterno.
Sañudo se aferraría a sus límites,
rogando por no descomponerse,
congelándose, apagándose para así prolongar
la agonía de su muerte inexorable.
Ensanchándose al eteno mínimo,
Aquiles de la tortuga 'Muerte'.

Sólo un instante, sólo.
En el que se condensaría la existencia misma,
eras de emociones apagadas,
donde toda pasión duraría milenios,
sí, milenios comprendidos en la perfección de ese momento,
entre dos tristes aleteos de la inútil polilla,
en el rompimiento de una ola,
en el relámpago, en el trueno.
El instante mismo entregado a un frenesí de formas y colores.
Disfrutando las eras de su amor,
de su desesperación, de su apatía.
Eras concomitantes a la oscuridad de lo eterno,
al silencio eterno, concentradas sólo en ellas mismas.
Con la perfección que sólo el monólogo,
que sólo el monólogo sin interrupciones,
ni distracción alguna, ni anhelo, ni futuro,
que sólo el monólogo insertado en el instante perfecto
de la entrega a la muerte inexorable,
que sólo él es capaz de lograr en sus íntimas moradas.

Y a fuerza de un constante ejercicio,
de sus facultades poéticas y argumentativas,
el monólogo, de vez en cuando, esporádicamente,
por azar, por suerte,
crearía frases tan sonoras en un lenguaje perfecto,
creado él mismo de la soledad y la significación unívoca,
que sólo la soledad podría brindarle,
en el instante mismo de la muerte.
Frases tan perfectas que su sólo pensamiento,
echaría a andar mundos, no en siete días,
sino en ese mismo instante que agoniza,
y esos mundos primitivos, evolucionarían de pronto,
creciendo, ensanchándose y después muriendo en ciclos,
en ciclos infinitos dentro del instante,
condenado a morir agonizante.
Todo por suerte, todo,
la luz, la implosión, el sonido,
la muerte, la eternidad, el lenguaje, los mundos.
Sin razón alguna de ser, sin ideas,
en un proceso que además de ciego y sordo,
es estúpido,
consecuencia absurda de su fatal, azaroso inicio.

Finalmente,
culmen de todo culmen,
perfección perfeccionada a costa de sí misma,
en el lenguaje, en el acto, en la poesía, la palabra y la muerte.
Sí, al fin rebozante de existencia por haber existido eternamente,
Tales mundos llegan a su fin, tras eras de espera,
tal lenguaje se apaga en la parte más excelsa de sí mismo,
y el instante perece finalmente como si,
un Aquiles matemático del cálculo infinitesimal,
se hubiera dado cuenta que la tortuga 'Muerte' era alcanzable.
Así, feliz, rebozante, perfecto
debe acabar el instante, que a pesar de su honda experiencia,
de sus milenios de maduración ingente,
sólo duró un parpadeo,
un revolotear de las alas de la hermosa polilla,
el rompimiento cruel de la ola en la piedra,
o el instante silencioso entre el relámpago y el trueno.
Y todo por suerte, sí, por suerte.
Porque por azar, o por designio de un hado, qué se yo,
así lo habría dispuesto, sin conciencia,
sólo por ver qué sucedía, sólo por ser.
Así todo termina donde comenzó, para quizá,
de una u otra forma inexplicables,
volver a empezar de nuevo en un nuevo condensado de sombras,
en un nuevo silencio sobrecogedor,
en una nueva soledad milagrosa.
Por suerte, sí, por la maldita, estúpida, insgnificante suerte,
por la bendita, la bendita suerte.

Ese condensado de sombras,
ese laberinto de amores, fantasmas, poemas frustrados
sería mi explicación de este momento.

En el que, entre botellas vacías,
libros viejos, platos sucios,
papeles sin importancia.

En el que, yo, catatónico.
Me encuentro, sí, como siempre,
he vuelto a mí, vacío.

Eso sería mi explicación de cómo la suerte, el hado,
(o qué se yo quién)
me han obligado nuevamente a entregarme,
al gozo de el instante de mi muerte.

Texto agregado el 25-07-2007, y leído por 245 visitantes. (0 votos)


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