“La eternidad de un momento”.
Existen momentos que son interminablemente largos, de una eternidad insoportable, que nos hacen sentirnos impotentes ante las cosas y personas que nos rodean en ese instante. Son momentos en los que uno puede pensar en infinidad de cosas, hacer infinidad de gestos, mirar a infinidad de lugares distintos y observar infinidad de miradas.
El andén de la estación de San Bernardo estaba lleno de gente, subiendo a ese maldito tren que nos llevaría a estar demasiado tiempo alejado de nuestra vida cotidiana en unos casos y a cambiarla por completo en otros. Los quintos, con el petate en la mano, nos despedíamos de nuestros familiares, amigos, novias y demás. Yo me despedí de mi padre, de mi madre y de mi hermana y por último me despedí de Julia con un beso frío y distante, como si nos avergonzara todo el ajetreo que existía a nuestro alrededor, y entonces fue cuando cometí un grave error que marcaría el desenlace de una situación que yo no deseaba. Subí a aquel maldito tren y me senté en el asiento de la ventanilla que daba al andén, justo delante de Julia y mi familia, sin poder hablar y sin poder dejar de mirarnos. Y aquel maldito tren que no terminaba de arrancar.
No sabría decir si el tren se retrasó en su salida, si embarqué demasiado pronto, si aquel momento solo duró un instante o si realmente fue la eternidad la que me estaba esperando en aquel diabólico asiento pegado a aquella estúpida ventanilla. Lo que sí sabría decir es que nunca se me ha hecho tan larga una espera. Aquel maldito tren que nunca terminaba de arrancar. Frente a la ventanilla podía ver a mi familia a través del cristal, apenas a cuatro metros delante de mí, y sola y separada a la izquierda, a un metro de mi familia estaba Julia sin dejar de mirarme, sin desviar la mirada, sin inmutar el gesto, con una mirada seria y pensativa que jamás olvidaré. Y aquel maldito tren que nunca terminaba de arrancar.
Mi relación con Julia había empezado apenas dos meses atrás, curiosamente también en una despedida en una parada de autobús, yo me había declarado de una forma espontánea, brusca, casi automática y su negativa, no por esperada fue menos frustrante. Ella desde el autobús pudo sentir mi tristeza, mi desolación, mientras me marchaba mirándome los pies en un gesto de abatimiento. Quizás por aquello me llamó al día siguiente para darme una respuesta afirmativa, en un acto de compasión que nos llevaría a aquel maldito tren que nunca terminaba de arrancar.
Julia tenía el pelo azabache y rizado, siempre suelto a media espalda y que mantenía una forma espontánea, coronando una fina silueta de una discreta elegancia que rayaba lo sublime. Su rostro tenía una hermosura infantil difícil de igualar, con una mirada sincera, una sonrisa especialmente cariñosa y unas pecas que adornaban su cara y que le daban al conjunto una belleza encantadoramente adorable. No me resultó extraño que me enamorase de ella nada más verla, era como esas muñecas de porcelana que todas las niñas quieren tener y que suelen conservar a través del tiempo porque se les coge un cariño especial por su belleza y fragilidad.
Las tardes con Julia se me antojaron un regalo improvisado, nos gustaba estar juntos, pasear juntos cogidos de la mano, y hablar, charlar y debatir… las conversaciones eran de una intensidad impropia de nuestra edad e intentaba día a día estar a la altura de tan extraordinaria mujer, aunque no siempre conseguía mi propósito. Ella nunca se enamoró de mí, aunque yo no cejaba en mi empeño para ello, día tras día rehusaba mis besos, lo que tras acabar la jornada me llenaba de desazón, lo que no impedía que al día siguiente, con renovado espíritu, lo intentase de nuevo, con la esperanza de conseguir lo que interiormente sabía que jamás conseguiría y que nos llevaría más tarde o mas temprano a aquel maldito tren que nunca terminaba de arrancar.
Sentado en aquel vagón, mirando a Julia, habría dado parte de mi alma por saber lo que estaba pensando ella en aquel momento, porque creo que los dos sabíamos que la partida de aquel tren era también el final de nuestra relación. Lamentablemente no me equivoqué, y como los finales están contenidos en los principios, me dejó apenas mes y medio más tarde de la partida de aquel maldito tren, y me dejó con la misma tristeza y compasión con la que meses atrás accedió a salir conmigo, por lo que siempre le he estado agradecido por ello.
De aquella relación aprendí que el amor no es un acto de voluntad, que no se puede amar por razones lógicas y que no se puede conseguir que te amen por más esfuerzos, cariños y empeños que pongamos en ello. El amor tiene duendes de colores que son imprevisibles, espontáneos, inesperados y totalmente aleatorios, que salen sin que nadie los llame, y que se esconden cuando más les necesitamos, unos duendes que nos hacen felices y desgraciados sin más motivo que sus propios caprichos. Y mis duendes, impacientes, anhelaban la partida de aquel maldito tren que nunca terminaba de arrancar.
Supongo que mi fobia a las despedidas se debe en gran medida a aquel momento de eternidad, a aquellas miradas cruzadas, a aquel tiempo de espera interminable, a aquél no saber dónde estar, qué sentir, qué decir, qué mirar. Se debe, en gran medida a aquel maldito tren que nunca terminaba de arrancar.
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