Al recién arribado, le sorprendió la cantidad de gente que hacía una larga cola esperando ser atendidos para ingresar a un vasto espacio, que era posible adivinar tras unas ligustrinas que lo circundaban.
“¿Qué es esto?” se dijo a si mismo. “No vaya a ser cosa que las Juntas de Aprovisionamiento se hayan renovado”.
En verdad la hilera de personas era numerosa…y no avanzaba. Lo pudo constatar una vez que permaneció sentado durante media mañana, sobre una tosca banca de madera que compartía con una docena de personajes. Entre ellos no había más que miradas que delataban desconfianza. Ninguna palabra se cruzaba. Cansado de su inmovilidad había procedido a inspeccionar a los que en realidad resultaban “llamativos” pero que le eran completamente indiferentes. Había predominio de hombres pero también un par de mujeres. Cada cual con vestimenta tan diversa. Se dio cuenta que el mismo traía un bastón en su mano. “¿Para qué lo traje, si nunca lo necesité?”. Lo depositó bajo la banca. Una vez hecho esto, se irguió en su lugar y dijo en voz alta “Haber señores... rendición de cuentas. ¿Quién es quién?”. Para su absoluta sorpresa, nadie se inmutó con su intervención. Carraspeó y levantando más aún su voz, repitió lo dicho. Uno de los ubicados cerca de él le espetó escuetamente: “¿Quién te crees que eres para levantar tu voz?”. El aludido contestó sorprendido: “soy el salvador de la patria…”. Pretendía seguir vociferando, cuando el otro personaje, poniéndose de pie le ordenó: “Calla. Tu sombra de ignominia no me alcanza” Y luego haciendo un largo rodeo con su aparatosa capa le dijo: “El estado soy yo…a callar vociferante”. Hubo un silencio que lo inundó todo. El espetado se sentó en silencio y se dijo: “esa frase la escuché en la clase de historia. ¿Quién se cree este infeliz y plagiador? ¿A la ignominia de quién se habrá referido?”. Con todo, permaneció en silencio otra media jornada. La hilera avanzó tres lugares. “Algo es algo, peor es mascar lauchas”, comentó para si. Frente suyo pasaron tres sombras curtidas de desgarro y desencajadas de odio. “¿Quiénes son?”, preguntó al joven que los acompañaba. “Almas que no desearon arrepentirse”. “Y ¿para dónde las llevan?”. “Al lugar donde se ha de abandonar toda esperanza”, le contestaron. “A un cuartel del la DINA”; se dijo a si mismo; e inmediatamente se puso de pie diciendo: “esperen soy de los vuestros…”. Uno de los que con él esperaba, le indicó: “Hablas porque no sabes. No entiendes nada. Espera tu turno. Ya no hay tiempo sino para ello. Siéntate”. Lo hizo con desasosiego. “¿Qué es esto, señores…?”, musitó… “Que no ven que hasta la banda me traje…es cierto que también un escupo injustificado, pero por lo hecho… no es nada”. Se dio inicio así, a un silente monólogo a través del cual examinó su vida pasada. “No tengo de que arrepentirme. Pero ¿por qué voy a pedir perdón? ¿A quién le voy a pedir perdón ¿A los que trataron de liquidar la Patria? ¡¡ No!!”, concluyó. Y se tranquilizó mientras la fila avanzaba unos cuantos lugares más. Escuchó que por los parlantes anunciaban: “Patricio Lámana Abarzúa, …entra a gozar de la alegría del Señor”. Se puso de pie sobre la banca para poder atisbar algo de aquel que era nombrado. Logró ver que se trataba de un hombre de pueblo: “como cualquiera” se dijo. “Si él pudo, con mayor razón lo haré yo”. Se sentó nuevamente. Pasaron unos minutos y percibió que se acercaban tres jóvenes que se dirigieron a él: “¿Ud. es Augusto Pinochet?”. Se puso de pie y dijo “Si señores. ¿Con quién tengo el gusto?”. “Síganos por favor”. Así lo hizo durante 490 metros. Al llegar a esa distancia le indicaron que esperara. Había llegado a Yumbel, a juzgar por el letrero. Hizo una ronda visual y posó su vista sobre un libro depositado en una banca típica de plaza de pueblo. Se acercó y lo tomó “Detenidos desaparecidos…una herida abierta”. “La blasfemia llega hasta acá. Tendré que hacer algo para evitarlo”. Y en un acto de irreprimible ira descuajó el libro por el lomo. Las hojas cayeron. Se quedó con un par en la mano, que aunque no quería observar, terminó por hacerlo. En una de ellas le fue posible leer: "Patricio Lámana Abarzúa:…”. Después de leer aquello, pudo por vez primera, ver. Estaba desnudo. Sintió miedo. Bajó la vista y ya no volvió más a levantarla.
En su recorrido habían pasado frente a él muchas almas de hombres y mujeres que no conoció. Con una simpleza del que ordena la vida entre buenos y malos, contándose por cierto entre los primeros, las había observado sin curiosidad, casi con desdén. Sin embargo dos de las últimas le habían obligado a detenerse brevemente porque le habían parecido “cara conocida”…llevaban uniforme y lo miraron con cariño; pero como todo el resto, pasaron sin ser reconocidas. Un buen resto de almas, para ser sinceros.
Los jóvenes que lo precedían, habían observado con atención todo lo acontecido y percibieron el miedo del hombre. Acercándose le preguntaron: “¿Qué te sucede?”. No hubo respuesta. “¿Qué te sucede, por qué tiemblas?”. Casi imperceptible el hombre respondió: “Tengo miedo”. Uno de los tres jóvenes tomándolo por un hombro lo instó a moverse hacia una pila bautismal. El hombre puso sus manos sobre el borde de la pila y pudo contemplar su reflejo en el agua bendita. A él no le pareció ya ser el mismo. Cerró unos instantes los ojos y entró en un torbellino de náuseas y oscuridad. Creyó caer muy, muy adentro de si mismo. No topaba nunca fondo, entonces atravesado de horror abrió los ojos y gritó aterrorizado: “¡¡¡¡¡¡Lucy!!!!!!”. Pero ella no estaba. En ese instante desdoblaba con pena y congoja la bandera que le había sido entrega por la autoridad militar.
Hubo un desgarrador grito de miedo y la reiteración del nombre de ella, que se fue apagando como letanía mientras caía de rodillas.
“Es el peso de tu conciencia. Es el efecto de ver, de entender desde tu corazón, la obra de tus manos”, le dijo aquel de los tres jóvenes que lo habían acompañado.
Augusto Pinochet, yacía allí desnudo, desgarrado y desencajado…
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