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Inicio / Cuenteros Locales / sewell / La cortina, la puerta, el mantel y el agasajo.

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Mientras presidía una ceremonia llena de boato donde el humo de los muchos sacrificios se arrastraba llenando el amplio atrio del templo, sintió un aguijonazo en el pecho. Con ambas manos intentó liberar su cuello de los atuendos que le impedían respirar. Los que estaban junto a él, sorprendidos tendieron sus brazos para evitar su desplome. El dolor atravesó su vida entera. No terminaba de exhalar su último aliento, cuando su existencia hecha gozne, trascendió.

Abrió con algo de sorpresa los ojos y se dijo: “Al fin de cuentas era posible la resurrección. Ya que es así, habremos de transitar con dignidad”. Se preocupó entonces de su vestimenta y su calzado. Procuró que sus ropajes y túnicas tuvieran la caída perfecta, de manera tal que resaltasen la distinción de su investidura. Enderezó con esmero su tocado procurando que sobre sus ojos colgasen con nitidez las sentencias de la Torá: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón…”. Una vez que logró su propósito, observó con atención sus sandalias y procedió a limpiarlas levemente. Hecho esto, levantó la vista y observó la entrada a un salón más luminoso que el pasillo donde se encontraba. Al salón se accedía por unos cuantos peldaños hacia arriba. Con premura dirigió sus pasos hacia allá, lo que le impidió percibir que la entrada estaba presidida por una cortina púrpura rasgada de arriba abajo. Traspasó el dintel y se encontró dentro de una sala espaciosa y suficientemente alta para sentirse cómodo en ella. En un rincón de la sala había una mesa con una jarra con agua fresca, la consabida jofaina y unas toallas blancas cuidadosamente dobladas. No terminaba de apreciar el ambiente de aquel cuarto, cuando hicieron su ingreso una pareja de jóvenes. Él parecía un pastor y el olor a humo lo delataba. Ella era una bella joven, que alzando su voz le dijo: “la paz sea contigo” y al unísono, ambos jóvenes agacharon levemente su cabeza a modo de saludo. De inmediato le acercaron un piso de madera finamente labrada y rematado en un bello enjuncado. Lo invitaron a sentarse y procedieron a acercarle la jarra y la jofaina para que procediese a lavar sus manos. Una vez hubo hecho esto, lo descalzaron con prolijidad y lavaron sus pies. Ella en lugar de secarlos con los paños, procedió a hacerlo con sus largos y hermosos cabellos. El recién llegado algo turbado pero sintiéndose alagado con tal recibimiento, preguntó: “¿cómo te llamas?”. Ella, manteniendo la vista baja, respondió escuetamente: “Abigaíl”. Terminó su tarea y procedió a calzar al visitante una vez más. El muchacho que había permanecido de pie y en silencio a unos pasos distante, dijo entonces: “Habrán de venir a recibirte. Esperad aquí. Ya pronto vendrán.” Y dicho esto, ambos jóvenes grácilmente salieron por uno de los pórticos que permitían acceder al salón.
Sentado sobre la banqueta se dedicó a apreciar el espacio que lo cobijaba. Paredes de adobe blanqueadas con cal y arcos romanos de piedra que convergían desde seis lados de la sala dando paso a una bóveda central más alta que el resto del cielo. Un piso de piedra lustrosa, al parecer por el uso, completaba este espacio lleno de sobria nobleza. Había inmediatamente más allá de unos de los seis pórticos, una puerta estrecha de madera. No era posible percibir desde donde él se encontraba, cual sería la dirección hacia donde aquella puerta permitía acceder. Dado que se demoraban en venir, amagó pararse. Justo en ese instante, en el umbral de la puerta, apareció un hombre toscamente vestido, que al verlo a él y en clara señal de sorpresa, abrió aún más sus ojos. Fue posible reconocer a través de ese gesto una mirada limpia y penetrante. El hombre le dijo: “Has arribado al fin. Habrás de comparecer ante el tribunal para ser juzgado por tus hechos”. El aludido respondió con presteza: “¿Ante quién habré de comparecer? ¿Quién osará juzgarme?”. “Ven y sígueme” le dijo el tosco varón, volviendo por donde mismo había llegado, pero dejando tras de sí la puerta abierta. Ante tal aseveración caminó con decisión. Cuando pretendió traspasar la puerta, no pudo. Echándose unos pasos atrás, lo intentó siete veces, y sencillamente no pudo hacerlo. “¿Qué extraño si yo doy la talla para pasar?”. Pero no pudo. Aceptando con algo de estupor lo que sucedía, volvió a sentarse en el banco y se dedicó a esperar. Un buen rato cuidó de asumir una postura que resaltara su talla; mas habiendo transcurrido un lapso largo de tiempo, decidió inspeccionar el resto de la sala. Fue así como accedió a una terraza que descendía hacia una suave colina. Al pisar suelo agreste, escuchó una voz que le dijo: “Sácate tus sandalias porque el lugar que pisas es tierra sagrada”. Algo atónito se dijo a si mismo: “pero si estas son las palabras que Yahvé dirigió a Moisés en el Horeb”. Con todo y casi sin titubeos procedió a descalzarse. Paso tras paso su sorpresa iba en aumento. Comenzó a sentir guijarros en los pies y su transitar se hizo doloroso. En una de las laderas de la colina, había un hombre que sentado le daba la espalda, pero que sin embargo al escucharlo venir salió a su encuentro y le ofreció maná y un trozo de pescado. “¿Quién eres, qué es esto?” dijo el agasajado peregrino. “Pura gratuidad mi amigo. La paz sea contigo”, le contestó aquel hombre que le salía a recibir. Algo confundido y turbado el insigne agasajado dijo: “Haber, haber, haber ¿de qué se trata todo esto? ¿Dónde estoy? ¿Quién eres? ¿Qué pretendes de mí?”.
Por respuesta recibió un abrazo y la seña fraterna para sentarse sobre un mantel blanco que en ese instante bajaba del cielo, lleno de cuadrúpedos de la tierra, bestias del campo, reptiles y aves del cielo. “Sentémonos y comamos”. Algo horrorizado el invitado contestó. “De ninguna manera, nunca he comido algo profano o impuro”. A lo que el hombre contestó con claridad y mansedumbre: “lo que Dios ha purificado, tú no lo llames impuro”. Sorprendido y atónito por la contundencia de la respuesta y superando sin saber como ni porque, todos sus prejuicios y convicciones arraigadas en su corazón, aceptó la invitación y ambos se dispusieron a compartir la variada cena. No faltó por cierto el vino el que permitió realizar un brindis donde no solo las miradas se cruzaron, sino también los corazones. “¿Qué hago aquí? ¿Qué pasa conmigo” se dijo a si mismo aquel viejo sacerdote. “Heme aquí descalzo, ataviado de mi grandeza, comiendo cordero y brindando con vino, junto a un hombre sencillo, de quién no sé nada”. Pudo saciar su hambre y su sed y queriendo hacer lo propio con su curiosidad, procuró levantar su voz; pero el otro comensal le indicó silencio con su mano, al momento que decía: “Aquí tienes el pan y aquí el vino. Que te baste para tu camino”, e instándolo a ponerse de pie le señaló su destino: la cima de la colina. “Pero si está allí no más ¿para qué toda esta merienda para tan breve camino?”. “Habrás de hacerlo por la expiación de tus faltas” y sin mediar siquiera una brisa, el viejo sacerdote volvió a quedar solo.

Acusando un espíritu habituado a obedecer lo dicho y sin preguntarse mucho por lo vivido, comenzó a subir descalzo los cuarenta metros que lo separaban de la cima.
Demoró tres días.
Nunca supo como, si estaba allí tan cerca. Devoró tres veces el pan y otras tantas el vino; y cuando ya desfallecía accedió a la cima donde contempló una mesa y tres hombres que compartían la alegría de la amistad, el pan y el vino. A dos de ellos los reconoció: uno el tosco de la puerta estrecha, el otro el comensal del mantel blanco. ¿Pero y el otro, quién era? Con pesadumbre y agobiado por las jornadas de expiación, quiso decir algo; fue entonces que los tres hombres al percibirlo, corrieron a su encuentro y aquel único desconocido, que llegó primero, lo abrazó con ternura y le dijo: “al fin puedo reencontrarme contigo. Hace mucho tiempo que había anhelado poder hacerlo. ¿Me reconoces?...No importa. Ven celebremos porque estabas muerto y has vuelto a la vida; estabas perdido y has sido hallado”, y dándole un beso en su mejilla lo llenó de agasajos. El viejo sacerdote, ya sin fuerzas para erguirse desde su historial y sus prebendas, para enorgullecerse por sus convicciones y su poder; ya sin fuerzas para imprecar y decidir;
- si se quiere desnudo y a la intemperie -;
solo atinó a colgarse de aquel robusto hombre y llorar.
Entre sus sollozos escuchó que éste le decía: “Caifás, Caifás, ven a gozar de la alegría de tu Señor”.

Texto agregado el 29-11-2006, y leído por 133 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-12-2006 hermoso! lilibertad
 
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