El reloj marcaba la una y media de la madrugada. Estaba por fin en casa, a salvo de toda la mierda que rodea las calles de Madrid.
Elías musitaba entre los labios una vieja canción de Los Secretos que se le había fijado a la mente durante su estancia en aquel pub de la plaza de Santa Ana. Lucía, una ex novia de su época de universitario, había vuelto a la ciudad después de varios años viviendo en León. Según su versión de los hechos acaecidos en aquella legio VII romana, se casó, aspiró a tener hijos, busco la felicidad y, finalmente, intentó cerrar los ojos cuando encontró a su marido comiéndole el coño a una fulana en su lecho conyugal. Toda una experiencia de vida, desde luego.
Después de un par de años, sólo e incomunicado de toda relación humana, fuera del ámbito del trabajo, por fin lograba entablar una conversación con alguien. No importaba tanto el quién sino el cómo, aunque mirándolo objetivamente, una mujer cuarentona y separada no era la compañía más deseada para un semi-anacoreta, pues bien es sabido que la hembra humana es insufrible cuando llega a cierta edad y no tiene la compañía de varón alguno. No obstante, el macho humano sigue unos parámetros similares al de la hembra, añadiéndose a los anteriores, el morbo por la carne virginal y, en algunos casos, la búsqueda de ciertas prácticas sadomasoquistas.
Lucía, a pesar de todo, tampoco llegaba a representar claramente esa evolución estándar que sufren las mujeres al divorciarse de sus maridos. El pelo corto y las gafas rectangulares le proferían una cierta apariencia de bollera mística con ciertos matices de progresismo pseudo socialista; la camiseta a rayas, ancha pero dejando entrever que sus pechos aún no se habían sometido a la ley newtoniana, se compenetraba perfectamente con esos vaqueros ya desgastados y las zapatillas, al buen estilo londines, Converse. Profesionalmente no le había ido demasiado mal. Terminada su licenciatura en psicología, marchó hacia Barcelona a especializarse en criminología y, posteriormente, aprobó unas oposiciones con las que logró entrar en el cuerpo nacional de policía donde conoció al que acabaría desposándola. Desde una perspectiva fría y racional, su empleo como policía era harto agradable para cualquier ser humano: caminar por la calle y que todos los civiles te respeten, gracias a tu bendita pistola, es algo que muchos no pueden decir. En cambio, el uso que le daba su esposo a su pistola era bien distinto al que ella podía esperar, a diferencia de él, que bien podía pensar que su arma debía estar siempre bien guardada entre las piernas de alguna mujer. Poco después, Lucía exigió un cambio de destino a su superior más inmediato. Madrid volvería a ver sus pasos.
Las conversaciones tras años de distancia nunca son agradables. Elías, sin duda, lo detestaba. A pesar de ello, volvió a aceptar una segunda cita. No importaba mucho el tema que tratasen. Seguramente continuarían conversando sobre sus vidas y el pasado en común. Algo con lo que matar el tiempo, mientras se encaminaban hacia el fin de sus vidas.
No se miró mucho en el espejo antes de salir de casa. En un principio le surgió la idea de ponerse la corbata que sus padres le regalaron el pasado cumpleaños, sin embargo la idea duró poco. Unas gotas de colonia barata y una camisa de Zara entonarían a la perfección con el lugar al que iban; nada del otro mundo; un italiano de barrio que si bien trataba de tener un encanto aburguesado, lo perdía todo cuando se te acercaba un camarero con la camisa mal abrochada o cuando la visualización de la carta de vinos radicaba en la visualización de tan sólo tres malditos tipos de vino.
- Bonita camisa- dijo Lucía sentándose frente a la mesa - se nota que aún sabes vestir con encanto.
- Es una baratija. No merece la pena vestirse bien para venir a un sitio como este.
- También se nota que mantienes esa brusquedad ante cualquier situación. ¿Qué te pasa? No sabes que el respeto a una dama es inamovible- rió, irónica, en busca de un cambio de actitud de Elías-.
- Tú no eres, precisamente, lo que se llama una dama. Además, qué cojones importa la amabilidad cuando se es sincero.
- A ti nunca te ha importado nada. Eres un jodido amargado. Siempre lo has sido. Incluso cuando éramos novios. Te vitoreabas antes los compañeros de la facultad cuando explicabas tus estúpidas teorías filosóficas, creyéndote superior a cualquiera, dejándome en evidencia a la mínima de cambio. Sigues siendo el mismo engreído de siempre pero con menos pelo.
- ¿Cómo?-soltó una carcajada- interesante teoría la tuya. ¿Cuántos años han pasado desde que acabamos la carrera? ¿diez?, ¿quince?- reía sarcásticamente- Todavía me vienes con rencores de hace más de una década. Pero, ¿quién te has creído? Después de tantos años sin saber de ti, vienes y me llamas por teléfono para que nos veamos. Me cuentas que tu marido te ha dejado por un chocho más joven e intentas que te consuele y con suerte te lleve a mi casa y te folle toda la noche para así saciar tu sed de sexo. Tan sólo eres una puta solitaria que necesita una polla que llevarse a la boca. Así que no me vengas con tonterías sobre si yo soy o dejo de ser de una forma u otra. Mírate al espejo y verás que no eres mucho mejor que yo.
El camarero, cercano a la mesa, agudizaba el oído para así descubrir de qué hablaban y ver si era factible el acercarse a esa mesa que zozobraba de resentimientos.
- Tráigame un Martini con lima- alzó la voz Lucía-.
- Otro para mí también
- Así que era eso, ¿no? Eso es lo que pensabas que intentaba hacer. Quedar contigo y después echar un polvo de una noche y ya está. ¡Eres increíble! Parece que no me hayas conocido. Nunca he buscado eso en nadie. Siempre he sido afable contigo y tú… tú siempre igual de desagradable. ¿No te das cuenta? Todavía te quiero. Aún pienso en ti.
- ¿En mí?- intentó buscar la sonrisa pero no la encontró- Mira, perdona. No te debí hablar en ese tono. Ha pasado mucho tiempo, no tengo muchos amigos…
- No tienes ninguno, Elías.
- Vale, ninguno- la duda o quién sabe el que, acechaban a Elías. Hacia tiempo que nadie le atacaba de tal forma. Siempre duro ante cualquier situación y ahora una mujer le desmoronaba su gran castillo de palillos. Ella podía haberse pasado toda la noche insultándole, arremetiendo contra él y ningún palillo se habría ni siquiera tambaleado pero esto era distinto. La puñalada que le había asestado no era nada que pudiera haber esperado-.
- ¿No dices nada? Te has quedado mudo…
- Perdona, será mejor que me vaya. Llámame, hablaremos otro día. Ahora…tengo cosas que hacer. Adiós.
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