Corría el año 1789 y la Corte de Luis XVI estaba en plena efervescencia. No era para menos las ideas de unos tales Voltaire, Rousseau y D´Lambert seguían acechando, cuales cuervos impacientes.
Para el taciturno y distraído, acaso triste rey, esos no eran problemas, pero sus asesores enloquecían ante la idea de sucumbir bajo el peso de quienes consideraban retrógrada la monarquía, absurdo el mandato divino que recibieran los reyes e imposible de tolerar los caprichos de la realeza.
El mundo estaba poniéndose de cabeza y el peligro se cernía sobre el palacio real y esto era así porque el pueblo estaba harto de la opulencia de sus majestades y de la falta de recursos para su propio sustento, porque Luis XVI era un tibio y un crédulo y porque su esposa era arrogante y despectiva, interesada y explosiva.
Así las cosas Bretenuil, un oscuro personaje menos interesado por Francia que por si mismo, desdeñoso, soberbio e imperturbable, olió la insurgencia del pueblo y se decidió a actuar, convencido de que esta vez los reproches al palacio no eran objetables, de que los ideólogos de la teorías republicanas y democráticas no tardarían en tomar armas contra tanta vida licenciosa y corrompida y de que su única posibilidad de subsistencia estaba ligada a la joven diosa, “Madame Déficit”, María Antonieta Josefa Juana de Hasburgo-Lorena, o simplemente María Antonieta. Debía convencerla de abandonar la diversión y la frivolidad e inducirla a empujar a su marido a tomar decisiones demagógicas por París, Francia y su propio pescuezo.
Sin embargo, todos sus ardides resultaron vanos, como respuesta a su llamado a la sensatez Bretenuil solo recibió facturas por la multiplicación innecesaria del vestuario real, fiestas y dudosas partidas de naipes en la que se apostaba fuerte y una displicencia que muy a su pesar tubo que digerir.
Dispuesto, sin embargo, a defender la monarquía de la que dependía para subsistir, sintió que debía jugar una última carta intimidatoria y enfrentó a María Antonieta y a la pequeña corte de sus favoritos, entre los que se encont5raban la princesa de Lamballe, el Barón de Besenval, el duque de Coigny y la Condesa de Polignac, y les puso de manifiesto el descontento del pueblo.
María Antonieta podía ser libertina y caprichosa, amante de la opulencia y el lujo desmedido, intransigente y bella, endemoniadamente bella, pero lo que no podía era permitirse recibir consejo delante de sus amistades y ante el reclamo sostenido e impertinente de pan para el pueblo, incurrió en la rabieta histórica que la condenó a perder la cabeza.
- Si el pueblo no tiene pan- gritó encolerizada- que coma tortas.
Y dió por finalizada la relación con su asesor y la vida del pobre Bretenuil, a quien, por cierto, nadie extrañó.
Años después, cuando el pueblo aún recordaba el episodio del pan negado que corrió como reguero de pólvora, cuando no hubieron amigos capaces de lograr una efectiva evasión, cuando Luis XVI ya había pasado a mejor vida, cuando no pudo comprarse la libertad, María Antonieta, Princesa Real de Hungria y Bohemia, Archiduquesa de Austria, Reina de Francia y Navarra, imperturbable frente a la guillotina desafió: que tienen de malo las tortas.
Su cabeza rodó igual que las otras.