Me cobijé en el pecho de la Negra y lloré de temblor.
Había sido sacudido por una experiencia de ser padre.
Lloré temblorosamente, espasmos de llanto y lágrimas que emanaban de un pozo de misteriosa profundidad.
Aquella tarde decidí hablar con mi hijo mayor (24) respecto de su futuro, de su proyección, del construir o informar de sentido su vida. Él se sintió abrumado, pero precisamente porque a este tipo de preguntas – según propia confesión -, le ha hecho el quite, hasta ahora.

Pasaron las horas después de la conversación y fue brotando en mí un fuerte sentimiento de anonadamiento, de temblor, de misterio. Lloré porque no me cabe duda que experimenté desde mi dignidad; la suya. Así “en carne viva”…cara a cara. Esta es la realidad y la experiencia que me sacudió, me dejó a la intemperie. Experiencia delicada, comprometedora y de enorme responsabilidad: ser padre. Serlo para con mi hijo que se aproxima a la adultez. Serlo con otro distinto a mí. Serlo con aquel que amo. Serlo con el hijo que es persona y que tiene el derecho a elegir la trayectoria de su existencia. Serlo sin menoscabar, irrumpir o imponer mi visión de las cosas. Por ello la conversa me hizo transitar por el deslinde sutil de la libertad personal de aquel otro que siendo mi hijo, es en sí mismo una persona.
Me cobijé en el cálido pecho de mi esposa, y lloré a espasmos. No pude evitar hacerlo. Sentía miedo y temblor. Sollozaba porque sentía la grande y delicada responsabilidad de ser padre, permitiéndole a mi hijo ser libre y estableciendo con él en esta hora, una relación respetuosa y diligente como adulto.