El de 1966 había sido un largo y frio invierno. En la cordillera las nieves cayeron en abundancia y aquel verano el río Senguer todavía bajaba fuerte y crecido.
En los canales de riego, a este lado de la compuerta, el agua corría mansa, pero del otro las truchas y los arcoiris peleaban duro para poder subir al desove. En la bahía atrás del galpón nuestra flota de barcos de madera y cartón se mecía plácida con las caricias del oleaje, esperando las ordenes de zarpar del almirante, pero a nosotros se nos había encomendado una nueva misión: La abuela nos envió, latas en mano, a juntar calafates. La sola idea de unos panqueques cubiertos con ese jarabe dulce y violeta que ella preparaba nos arrojo al valle en busca de lo pedido. Fruto a fruto nuestros dedos se fueron tiñendo de azul y sin darnos cuenta llegamos hasta la orilla del río.
Ahí estaba tirando de las amarras como un potro arisco del palenque, La balsa, un viejo elástico de cama de dos plazas al cual el tío Carlos le había soldado cuatro tambores. Nos detuvimos frente a ella mirándonos con complicidad, dejamos las latas llenas de calafates en el suelo y pensando en nuestros barcos anclados en la bahía, corrimos en una carrera desenfrenada. El primero en llegar seria esta vez el almirante.
Desde el momento en que los tres, Poncho, Joaquín y yo, estuvimos encima y hasta el instante en que el capitán de turno dio la orden no pasó mucho tiempo. ¡Levar anclas!, ¡Marineros al abordaje!
Libre de amarras nuestro barco de guerra comenzó a tomar velocidad y antes de que nos pudiésemos dar cuenta comenzamos a girar descontrolados entre un remolino y otro. El río estaba bravo, nunca lo habíamos visto así; de nuevo nos miramos en silencio, sólo que esta vez nadie sabia qué hacer.
La corriente nos siguió arrastrando; la casa de la abuela se veía cada vez más pequeña y nuestra desazón más grande. Por suerte, al llegar al linde con el campo de los Kankel, la balsa quedó atrapada por el alambre que separa ambas estancias y nosotros sobre ella, muertos de miedo sin atrevernos a saltar al agua y nadar hasta la orilla.
Allí nos encontró el tío Carlos al llegar la noche.
De aquel día nos quedó el recuerdo de una cena sin panqueques y de un fuerte dolor en las orejas.
© Norberto Adrian Mondrik.
|