Cuando se desata una tormenta, es imposible amarrar las palabras, luchan de tal forma, que no hay otra que darles salida, aunque sea para condenarlas a un eterno peregrinaje dentro de una botella en el océano. Hay tormentas de muchos tipos: las hay grises, casi negras, en las que los presagios son funestos, las hay lilas, con todo ese aroma amargo de la incertidumbre, o amarillas, regurgitantes de pasados oscuros, recuerdos que no llegan a conformar una vida, pero que perduran como destellos en la memoria.
Esta es azul, de un azul intenso, de puro turquesa.
De tus ojos salían chirivitas, pavesas incandescentes de nuestra vivencia reciente. Caminabas desnuda, desvergonzada, tras un día de mar y cama a partes iguales. Con todas tus pecas, colocadas con exactitud divina, como si el buen Dios, hubiera querido firmar su obra. El viento nos había acompañado generoso toda la tarde. Desde el suroeste nos traía los cálidos presagios, colmados de perfumes sutiles, e hinchaba las velas, casi de popada. El foque curvaba elegante, a proa, en su máxima expresión de Génova, y la mayor, al otro lado, amplia, con la escota casi suelta.
Tu cabeza apoyada en mi hombro, mientras el ígneo disco despedía el día, tras las montañas, y el mar se tornaba rosa. Te abrazaba desde tu espalda, y mordisqueaba, de vez cuando, esa oreja alegre.
Aun mojada, te incorporaste. Cerrando los ojos, sonreías y pensé que eras perfecta, un regalo, un don. Como esas hojas anchas de los rododendros, al soltar la gota del imperceptible del rocío, temblaste.
Y nacimos un poco más. Un poco más juntos.
Los sueños se acomodan en la casa del mañana, lanzando presurosos sus raíces al hoy, a esta tarde y me preguntó, asustadizo, si es esta la seda que andaba buscando.