Carnaval. Ultima fiesta antes de la cuaresma, de un tránsito cada vez menos popular por el desierto, alguna simbólica privación y reflexión del alma. El tiempo no ha acompañado, lluvia, frío y no demasiado lejos, nieve. Las carreteras se han colapsado, según cuenta la televisión, seguimos sin llevar cadenas.
Ultimas concesiones preparándome para mi personal e intransferible purgatorio, con una frialdad casi mórbida, rasgándome por dentro. En el bar, pasada la media noche, chispea. Abarrotado de gente, disfraces, como ocurre siempre, dispares, desde los que salen de un alquiler presuroso, los ingeniados con una bolsa de basura y una peluca de todo a un euro, los que derrochan arte, personalizados, desarrollados hasta el detalle...y un sin de anónimos rostros, con máscara de día, o la de todos los días.
Un gin tonic, otro... la música se me empieza a pegar en los oídos, mezcla extraña de coplas y new age, las conversaciones hace tiempo que perdieron el interés. Rápido un baño. En la huida aparece una morena, joven, de ojos negros y grandes que parecen inquirirlo todo. Bruja, le pega el disfraz. Su mirada destila ese brillo de los locos, me pregunto donde habrá aparcado la escoba.
Regreso a mi mesa, donde un grupo de amigos farfulla, nada que merezca comentario. No dejo de preguntarme que precio habrá que pagar para subir de paseo en esa escoba, o entrar en un, al menos aparentemente, mucho más interesante aquelarre. Me decido.
Me acerco, sin más, es ella quien comienza el diálogo.
Nos fugamos, sigue lloviendo y las calles están semidesiertas, tres de la mañana en los callejones del barrio del Carmen. Aun no sé como se llama.
Son muchas copas y alguna droga, ella invita.
El Carmen es un lugar viejo, un crisol de gentes, una locura. En sus noches deambulan todas las edades y condiciones, ejecutivos, roqueros desfasados, quinquis, marujas... en una maraña humana, por un laberinto incierto. Sus edificios, ladrillo vista, con balconadas rematadas por forja, llenos de plantas y flores, alguna virgen esperando en la esquina, otros en ruinas, medio vivos aún, esperando que les resurjan. Es fácil sentirse en él dentro de un cierto caos, acogedor, vital, casi cálido.
Llevo ya un rato con la mirada fija en sus labios, están ligeramente amoratados, son carnosos, como la pulpa de la papaya. Se me antoja morderlos y no puedo evitar hacerlo. Qué extraños y deliciosos son los besos nuevos.
Con mi lengua resbalo sobre la suya, mientras me muerde los míos. Nos abrazamos y salimos riendo, carcajadas, del antro. Hace horas que nos dejaron solos, o que huimos para estarlo. La música me suena muy lejos, mientras nos besamos, suena “simpatía por el diablo”. Me sonrío por dentro, es una canción perfecta para esta noche, para esta sensación de libertad tramposa, en esta superficialidad falsa y dulce.
En una esquina oscura, abandonada de la circulación, le suelto sus botones, siento cabalgar libres mis manos, un contacto suave y húmedo en ellas. Una gota, resbalando por su mejilla, brilla. El pelo negro lo es más ahora, todo mojado.
Me sorprende la dureza de sus pechos, y su aroma entre miel y jazmín. Borrachos en él, nos deslizamos hacia la última norma.
Sobre un coche desconocido nos unimos, fieros, para terminar abrazados en la ternura. Nos mira aquel gato, de panza manchada en blanco, todo negro, desde la negrura de sus ojos.
Aun vamos a su casa, apenas una manzanas, y se completa el número. Rendido, claudicado ya frente a la lujuria violenta.
Amanece y contemplo los restos de la batalla. Las sábanas reposan en el suelo, ella desnuda, con sus largas piernas, el cabello le cubre un hombro, fluye por su espalda. Aun dos copas que no murieron. Los primeros rayos entran ramplones por la ventana, siseando tímidos una nostálgica melodía. Abro la contraventana de madera maciza, ligeramente, no sea que la casada lumínica le despierte, tan bella que estaba.
Le dejo un café con leche, un zumo, una tostada. Y salgo anónimo, agradecido y callado.
El gato negro está en la puerta con sus manchas blancas.
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