Tiempo
- Gracias.-
Esa sencilla palabra, humilde y sincera. Una mirada rebosante de paz, con algo de satisfacción la acompañaba. Esos diminutos ojos, descoloridos.
Recuerdo ahora las mañanas que compartimos en Javea, en aquella terraza poblada de arcos, piedra tosca, y tejas rojas. Con aquel vestido blanco, rallas verticales negras, y sus zapatillas de felpa, amplias, cómodas. Ya entonces le mataban los pies. Amanecía pronto, casi con el propio día, y empezaba a danzar de arriba abajo, llenándolo todo. Pura vida. Una sonrisa en los labios.
El desayuno, el de los niños, sacar la comida que después prepararía, asear, en realidad ya lo había hecho anoche, antes de irse a la cama, un poco la casa, las plantas.
Las plantas eran parte de ella. Compartimos un verano, era junio y yo estaba libre, aseando maceta a maceta las más de quinientas que tenía. Pacientemente me enseñó a sacarlas sin hacerles daño, cortar raíces que quitaban aire y espacio, reponer la tierra y volverlas a dejar, más limpias, en su lugar origen. Las plantas son como las personas, necesitan cariño y espacio. Si lo tienen, si no les falta, te devuelven la alegría. Algo así me decía. Debían estar contentas en aquellos tiestos, pues no dejaban de echar flor, aún en épocas extrañas. En invierno, apenas transcurrido enero, al volver ella, con las primeras tardes largas, de luz tibia y lechosa, la primavera entraba de puntillas en aquella casa.
Donde ella andase, poco a poco, llegábamos nosotros. Siempre sin aviso, de forma caótica, en pequeños grupos, o grandes o solos. Algo bueno había cerca suyo que nos llevaba. Así nos juntábamos, en torno a esa figura todopoderosa, de todas las edades. Cada uno, con sus motivos, desde un consejo amoroso a un simple buenos días, para comprobar que el mundo y su centro seguían igual. La familia se había desarrollado creciendo, imparable y loca con aquel único punto de referencia.
Entre los nietos, nunca me he parado a contarlos, se difundió la teoría de que traía suerte que te pasara la mano por la espalda antes de un examen. Tal fue la creencia que incluso peregrinaron con novias y amigos. Te miraba seria, desde lo que para un niño era la infinita sabiduría, y te preguntaba ¿has estudiado?, sólo entonces te frotaba la espalda, un poco, con la izquierda, y dándote una palmada, sonría diciendo, a por ellos.
Era una coqueta impenitente. De ahí surgió su amor a la cocina -nadie ama con el estómago vacío, sin nada en la pancha, uno sólo tiene hambre.
Mejoró recetas clásicas, incorporó otras, traídas de tierras lejanas, las continuas visitas de extranjeros permitían un fluir del saber gastronómico. En sus pequeñas fichas, con esa letra gótica inimitable, a caballo entre un cardiograma y los bajorrelieves de una abadía medieval, escribía cada una de ellas. Jamás incluyó una sola medida, ni de peso, ni de tiempo. Así, salvo para ella, la receta era virginal, sólo interpretable, como una partitura a mitad concluir, obligando al cocinero a crear, de alguna forma, el final de la composición. La seducción ha de entenderse como íntima, como la expresión de una persona y de su ofrecimiento a otra. Para ella, un plato, desde los arroces hasta los postres más delicados, constituían una forma de seducción, de diálogo y entendimiento, a media luz y soterrado, un guiño. De todos aquellos, la tarta de Moka, reservada para grandes acontecimientos, para celebraciones en comunión familiar. Ligera, dulce, con el sabor oculto y al mismo tiempo omnipresente de una, he de reconocer que tenía pocas, de sus debilidades: el café- es de lo único que me emborracharía-
No es de extrañar, siendo como era una persona de dualidades, no exacerbadas, que le permitían recorrer de un extremo al otro, todos los colores del espectro lumínico. Golosa como era, ¿cómo no iba a deleitarse en esa extraña paradoja que le brindaba su café sólo, sin ni siquiera azúcar?
Tentadora. Cada verano, los domingos, se guardaba ayuno de doce horas antes de la eucaristía, ofrecía el mejor melón al párroco, que apurado, lo rechazaba en un debate interno, entre la dulzura prometida o el paraíso lejano.
Su figura, enorme, esbelta, cogiendo con unas manos huesudas, manchadas en su piel dos torrijas. Poniéndolas con el mimo de una madre primeriza sobre esos platos de porcelana blanca, y después bajándolo, a mi altura. Esa sonrisa plácida sobre su cara, y los ojos, aún diminutos tras las gafas, y ese pelo blanco, corto, ligeramente azulado. Las mil arrugas en su cara, por cada uno de sus nietos, decía.
Ya más mayor, las largas charlas con ella, en el brasero, con un taza de café, con el dominó chino de excusa. Sobre la vida, la familia, sus cualidades. ¡Cómo me escuchaba mis tonterías, mis juicios severos, sobre lo que yo aún no conocía! Y después, poco a poco, cómo me llevaba hacia ella, a entender y disculpar, a crecerme un poco y ser más persona.
Y mirarla, quieto, sin más ocupación que esa, durante un rato, mientras se dormía el sol, en aquella mecedora de mimbre, con sus ovillos de mil colores, ardiendo de atardecer, y las largas agujas que me hicieron de espadas en mi infancia, todas dobladas.
Ayer sólo me dijo gracias, desde la palidez de unos ojos descoloridos. Se me muere y nos deja, más solos y perdidos. Se me apareció de nuevo esbelta, grande, eterna, y me sentí algo más perdido.
Son noventa y ocho años pisando un mundo loco, conduciendo una familia, variopinta, caótica, como este siglo XX.
¿De que me habrá dado las gracias?
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