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Tren de lujo

Siempre he preferido el tren antes que el bus, y no se trata de nostalgias por el sonido, el olor del carbón, petróleo o algo que se pueda capturar en una postal. Es simple; no puedo dormir en los viajes, y cuando lo he hecho en bus quedo encerrado en mi mismo por horas mientras todos duermen, con sus rostros sin vida. Aunque ronquen o se les escurra el Niágara por la comisura; están muertos y laxos y yo soy el único vivo.

Pero no me basta con viajar en tren, tiene que ser clase económica, aquella que para sus pasajeros el viaje es un acontecimiento, una fiesta que quieren compartir con alguien. Contar cada uno de los detalles de su viaje. Y he hablado la noche entera. Con el padre que va a ver a la hija que le envío los pasajes, el soldado que vuelve de su servicio militar a su pequeño pueblo en el sur, la estudiante embarazada que no halla forma de decirle a sus padres de su estado -notorio por cierto-, o tan sólo con alguien como yo que no puede dormir.

Pero en este tren de lujo nadie habla, ni siquiera aquellos que viajan juntos. Se limitan a poner sus bolsos de mano en el maletero sobre sus cabezas, entregan sus pasajes a la azafata y reciben de ella la manta y almohada, disponiéndose a entrar en hibernación hasta arribar a destino. Y no se te ocurra levantarte, pues al instante la azafata te iluminará los pies con una linterna desde un extremo del vagón. No fueras a tropezar con alguien que en el sueño desplazó sus extremidades fuera de su cápsula. Te arrebatan hasta ese placer de adivinar donde dar el siguiente paso para llegar al baño, que por cierto posee una lucecita roja que indica cuando está ocupado. No se vaya a dar la situación que se encuentren dos personas esperando que se desocupe, capaz que se arme un diálogo.

Estoy condenado al ostracismo, me limito a observar las quijadas abiertas, a medir la frecuencia de los ronquidos y a calcular el tiempo y distancia que hemos avanzado. Pero casi frente mí hay otro insomne, una mujer que permanece con su asiento sin reclinar y se adivina el brillo de sus ojos abiertos. ¿Será el ángulo o es que me mira a mí, así como yo la miro a ella? Al paso por las iluminadas estaciones vislumbro su cabello tomado a un costado de la cara y su mentón sostenido en su puño. Y me mira, así como yo la miro, entreteniendo la noche. Haciendo memoria del momento de embarcar, recuerdo su atractiva cara y su cuerpo, que pese a sus cuarenta años no necesita remiendos ni intervención de bisturís.¿O ya los tuvo? Recuerdo también a su marido y su parsimonia para doblar el abrigo y entregárselo a la azafata. Pero no recuerdo que hayan cruzado palabra. Nadie habla en estos trenes de lujo.

De repente veo asomar su pie fuera del asiento y soy más veloz en ello que la azafata, que tarda en iluminarle el camino al baño. En ese show de pies en persecución, me levanto y acelero el paso hasta quedar detrás de ella. Quizás un saludo, una presentación, un comentario de cuánto faltará para llegar a ...... Pero no, ella cierra la puerta tras de si y me deja en situación de espera, denunciado además por la lucecita roja. ¿Me vuelvo y enfrento la linterna tras mis pies? ¿Espero y entro al baño tras ella, aunque ni siquiera necesite orinar? No necesité decidir pues se abrió la puerta, pero ella no salió, sólo su mano sosteniendo una pequeña y delicada tanga, que por segundos estuvo suspendido en el aire como un anzuelo, el que por supuesto mordí. Al entrar en el moderno y aseado compartimiento, ella se limito a dejar caer su falda y darse la vuelta, ofreciéndome sus trabajadas nalgas mientras me observaba por el espejo. No eran muchas mis elecciones, ni tampoco mis deseos, pero el roce de esa piel, y su aroma que ya había inundado el baño tuvieron su efecto en mi insomne organismo. La obligué a agacharse aún más para penetrarla y junté una mano con la suya en el espejo, mientras con la otra la oprimía contra mí. Ni siquiera tenía ese dejo romántico de ser mecidos por el bamboleo del carro, sólo mirarnos y apretarnos en un vaivén propio que fue aumentando de intensidad hasta que, mudos y sudorosos, acabamos con los rostros fundidos en el espejo. Con un movimiento sutil, se desprendió de mi miembro aún erecto y recogió su falda. Secó su frente y su seno y orinó en el retrete. Luego, el sonido de succión del wc y un beso al aire antes de salir, no sin antes depositar en mi hombro su pequeña tanga.
Al salir yo, no hubo luz ni persecución, adiviné mi asiento en la oscuridad y desde ahí visualicé el asiento que le correspondía a ella. Estaba reclinado y la manta cubría parte de su rostro. Yo había sido su vaso de leche tibia para conciliar el sueño.
Guardé la tanga en un bolsillo y enderecé mi asiento.
Aún faltan horas para llegar y nadie habla en estos trenes de lujo.

Texto agregado el 11-01-2006, y leído por 806 visitantes. (12 votos)


Lectores Opinan
25-12-2010 me encanto tu cuento tiene de realismo y romanticismo teresatenorio50
13-03-2007 Nada de sutilezas... salvo ese silencio que abre y cierra el relato. Parece poner cada cosa en su lugar, como dejándola suspendida en el absurdo... Un trabajo de joyería, ¡Qué bien! vacarey
30-01-2007 Arriba el lujo. Buen cuento. Entretenido. Bien escrito. roberto_cherinvarito
11-10-2006 Claro está...he tenido que volver a leerlo. Un señor unió a una tal Medina con su Viaje en tren, sus coincidencias, espejos y más espejos, espaldas...un acto de amor salvaje. Ufff...¡¡¡fuego!!! jjajaja.Dos buenos desafíos a la vida. Gadeira
16-09-2006 Tienes un estilo bien particular, hay una sobriedad en tus relatos aún en momentos álgidos, con un toque de ironía en ellos.***** jeronima
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