Se me acabó la magia. Este hecho me ha privado ya demasiados días de sueño. No consigo cerrar los ojos, dejarlos quietos y morirme un rato.
¿Qué sentirá una bombilla cuando se enfrenta a su filamento roto?
Ya son semanas sin el cosquilleo en los dedos, sin la sonrisa ajena, con esta ausencia absoluta de aquello que perfila mi identidad, la cualidad que conforma la unicidad de mi alma.
Pensé, al principio, que sería momentáneo, un abandono transitorio, una incapacidad pasajera. Decidí ignorarlo, como si no pasara nada, sonriendo, contento de seguir vivo después de tanta lucha a corazón roto. La preocupación se tornó obsesiva con el paso de los días. Una prueba tras otra resultaron fallidas. La frustración crecía en cada intento, con cada aseveración. No estaba. Se había ido. Peter ya no tenía sombra. ¿Cuándo? ¿Dónde y cómo la había perdido?
Acabé por aceptarlo, resignado a enfrentarme a una vida insulsa, carente de originalidad y sentido. Volar es adictivo, pero se termina por superar el periodo de abstinencia.
Era una tarde de otoño, en pirineos, con los bosques cambiado de piel, explotando de amarillos, ocres y todos los tonos rojizos. En el valle, los árboles interpretaban un atardecer perpetuo, mientras la hojarasca descendía cansadas, aletargadas por su ritmo lento, por el baile en caída. El viento se desató de pronto, rugiendo el próximo invierno, adelantando ese frío de montaña. Estábamos junto a unos amigos, en cabañas de madera, amablemente nos habían cedido el ocupar la cama de grande, cercana a la chimenea. Estábamos contentos de estar juntos, con unos días libres por delante y un poco de ilusión en los bolsillos. Pese a todo, yo seguía sin sombra.
La gente nos dejó a solas, ella y yo, la música del bosque, un susurro del fuego. Me miraban sus ojos marinos y el mundo me desapareció en ellos. Aquellos chopos luminosos, los rojizos fresnos, altivos cipreses... el sonido de siseante del arrollo cercano, todo lo engulleron y nos quedamos solos. Ella, aquellos azules llenos, y yo.
Se aproximó lenta, sin mediar palabra. Su mano me acarició la cara, como si fuera la de un cachorro, sus besos buscaron mi boca. No había sino amor en ellos, de pura dulzura con la que los daba.
Las nubes se posaban en las laderas, malvas encontraban el descanso en las copas medias y más altas. Quietas nos contemplaban, haciendo sitio a las estrellas. Todas aparecieron, llamadas por un luna marchita.
Se encadenaron las lenguas, llevábamos demasiado sin juntarlas y se nos enmarañaron, haciéndonos fuego, consumiéndonos. Mis manos buscaron su espalda. Suspiros.
El aroma esencial de su cuello. Mordiscos. Al fin mis dedos rozando su nalgas duras, como de hierro. Martilleo pulsado en mi vaquero.
Sus ojos habían cambiado, desde la paz a las chispas, transluciendo la locura inminente. Se desnudó. Tomó mi mano, directa a su sexo. Humedad, una sonrisa maléfica, diablos sueltos. Se reclina, en la madera del suelo, sin más luz que aquel fuego, abre las piernas, busca mi sexo con sus labios. Lo engulle.
Afuera suena de nuevo fiero el valle, la noche nos ha hecho suyos. Al ritmo de las llamitas azules nos volvemos uno, retorcidos, en el suelo. Jadeo. Crujir de tablones viejos y vértebras, sudor, fluidos. Con el canto tardío de una urraca alcanzamos el primer orgasmo. Quedamos quietos, muy abrazados. Un te quiero apenas audible. La paz en el verde de su mirada, había vuelto.
Las sombras de nuestros cuerpos en la pared, llovizna en los cristales. Ponemos música, muy bajito, para no rompernos el silencio. Abrimos una botella de tinto, lo ha traído de Italia, es bueno y nos festejamos. Su desnudez se me aparece hermosa, brillante, casi transparente. Me vuelvo a perder en sus ojos. Le beso, esta vez soy yo y mis deseos. No acabamos la segunda copa. En el equipo suena “Wild Horses”
Con un pañuelo jugamos a que esté ciega. Siénteme, le digo en la oreja, no puedo dejar de morderla. Arqueada, con sus rizos rubios ondeando, la llevo a la cama. Quieta, confiada. Sus pechos se encaraman. Jadeos sinceros.
Recorro su cuerpo a besos, largo cuello, rosados pezones, desciendo sin prisa. Una lengua juguetona se me escapa en su entrepierna. Convulsiona. Dime que me quieres, que no existe ya, otra.
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