Llueve. Con cierta pereza, pero llueve.
Diciembre, finales, acaba el año, las viejas historias y nos atrapa, tonta, la nostalgia.
Son unas fiestas diseñadas para el disfrute de los niños, y las añoranzas en los adultos. Aquí no nieva. No hay manto blanco que cubra la tierra, un poco de frío, a lo sumo, mil villancicos sonando impertinentes en cualquier tienda, demasiadas luces intermitentes y espumillón. Navidad en lata. Civilizada, cauterizada, reconducida al consumo. Y sin embargo, aún así, afecta.
Búsqueda de regalos, en calles hiperpobladas, invadidas de coches, por renos de cartón piedra, vendedores de lotería, compradores de sueños. La lluvia persiste, incansable, a su ritmo. El resto pulula al son metálico de unos niños gritones en megafonía- hacia Belén va una burra rin, rin- Angustia. Alguna sonrisa obligatoria. Felices fiestas, felices fiestas. Tras los abrigos de falsa piel dos saludos aun más falsos.
Elogias la hipocresía.
Es entonces cuando, parado en una esquina, calado hasta la médula, descubres que todo esto te importa un carajo. Puede, piensas, que hubiera un tiempo en que tuviese un sentido, quizá espiritual, o fuese un rito, o...¿quién sabe?. A fin de cuentas, eso quedó ahogado.
Te das la vuelta, andas entre los muertos, de huida a casa.
Te esperan mil recuerdos agazapados entre las fotos, algún aroma encerrado y una canción perdida.
Como el año, nos acabamos, hasta la última campanada.
Llueve. Hacia una alcantarilla, arrastrada por el agua, nuestra historia. De cerca le sigue la Navidad.
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