Por los dorados desiertos de Marruecos, montando en camello, pasaba un joven comerciante ofreciendo su mercancía: mantas y cobijas, colchones y telas, vestidos tradicionales, pañuelos y velos. Un mar de colores espectaculares que se esparcían en el viento y quedaban eternos en el recuerdo.
Rabí David, así lo llamaron los árabes. Un hombre de ojos sabios y sonrisa admirable. Una persona capaz de resolver el más grande de los problemas sólo con contar una hazaña, una leyenda, un cuento. Narrativa perfecta y fantasiosa, cruzando mares y océanos, hablando, contando, grabando palabras y lecciones en los corazones de todos aquellos que venían e iban como si fuesen fantasmas vivos entre los vivos.
En la ciudad de Casablanca, no muy lejos del palacio del Rey, esperaban su mujer y sus tres hijos: un varón y dos princesas. Varias veces al año, David, besaba la frente de sus amores y salía a errar por los desiertos, pasando por pueblos y distritos, dejando su mercancía y su corazón en cada pedazo de tierra, en la arena y en los cielos.
Cuando la temporada no le permitía alejarse más de la cuenta, David se quedaba en Casablanca a seguir con su labor. Todos los días, tejía, cosía y bordaba con la ayuda de su amada mujer y sus hijas. Entre colinas de plumas, lana y algodón, narraba sus aventuras a los oídos de sus tres princesas, utilizando su alegría y su imaginación para hacer eternos todos aquellos momentos.
A veces, al caer la noche, venían a golpear su puerta: - ¡Rabí David, Rabí David. Le manda llamar el rey!- Entonces lavaba rápidamente su cara, ponía su Galabía blanca, le daba un beso a su señora y salía de su casa. En noches como esas sabía que al rey se le evitaba el sueño, daba vueltas y vueltas en su cama sin poder hundirse en él; entonces el rey ordenaba a sus sirvientes que llamasen a ese joven, hijo del pueblo judío, el único capaz de distraerle, interesándolo con un sinfín de cuentos y leyendas que jamás confundía y jamás repetía. Por estos motivos, el rey le tenía gran estima y simpatía.
Mientras tanto, para no hacer inútil su visita, David, cosía mantas y colchones para el rey. Cada vez que lo visitaba, seguía un poco más su labor. Cuando el rey caía en sueño, el contador de cuentos salía del dormitorio recordando en qué punto exactamente se cortó la narración y sabiendo que al día siguiente volvería a llamarlo el rey para saber cómo se terminaba aquella hazaña.
Todos los sirvientes del rey sabían que Rabí David no podía salir del palacio sin la compañía de los guardianes y sin llevarse una buena cantidad de dulces y manjares. Era un gesto de honor y cortesía hacia ese maravilloso ser que con paciencia y amor tranquilizaba los espíritus dentro del palacio.
Cuando rabí David regresaba a su casa en la madrugada, se recostaba cansado y tranquilo en su cama, abrazando a su mujer, durmiendo entre sus brazos, amándola sólo con mirarla, observarla.
Ísha se llamaba su esposa. Cuántas veces le endulzaba el oído con decirle: “Ísha, mi Ísha…” Su nombre significaba vida, y es que era tan cierto. Le dio vida, le llenó la casa con su luz y su alegría. Era una mujer sabia y hermosa, bellamente hermosa. A veces, Ísha, esperaba preocupada el regreso su hombre. Las calles y los callejones a esas horas de la madrugada pululaban de ladrones y mujeres de mala vida que no vacilaban en atacar con la esperanza de encontrar unas monedas en los bolsillos del pobre errante nocturno. Cuando el esposo regresaba, Ísha respiraba tranquila y con cariño se sentaba a su vera para contemplarlo y oír de su boca qué hazaña contó en el día. A veces, los esposos se hundían en el amor, otras veces se acostaban a dormir porque no sabían que escondía en sí el día siguiente.
Al llegar la mañana, David despertaba a sus niños con un beso o con juegos. A la más pequeñita, a su princesita Ester, la mandaba a buscar en el capuchón de su Galabía los dulces y los manjares que trajo con él la noche anterior. Y ella feliz, con sus manitas pequeñas, buscaba sus caramelitos favoritos: almendras envueltas en azúcar y mazapán.
Así pasaban sus días: llenándose el alma con un sinfín de narraciones e historias. Acompañados de música andaluza, los sonidos de la mandolina, de la darbuka, de las castañuelas… de las palabras tan tristes que cantaba el cantante. Palabras tristes de una niña de ojos negros, de un enamorado en el otro lado del mar, de un amor que crecía bajo la luz de la luna…
Era mágica esa niñez en la casa. Más mágica era la mirada de David, el calor entre sus brazos cuando abrazaba a sus niños y les narraba una historia de caballeros y jinetes, de lenguas e idiomas, de otra gente en otro lugar, de lecciones y sabiduría, de amores y desamores, de un posible futuro y de la vida. Cosas que vio con sus propios ojos en sus andanzas; Historias que jamás olvidaron y que aún cuentan cien años después.
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