Esta mañana recibí una visita inesperada.
Mauro ya ausente, vino a saber de él, cargada de mar, llena de luz y de sal, su verdugo. Llegó con los primeros despuntes del alba, colándose entre las persianas. A ras de suelo buscó a su gaviota por toda la casa, no demostraba inquietud, pensaba que le esperaba.
Jugó graciosa con sus plumas, restos de su convalecencia, haciéndolas ascender en espirales, para dejarlas caer en zig-zag.
Entendí a mi amigo. Era hermosa, se sentía su fuerza aún encerrada en una casa. Era rosada, translucida, fresca, juvenil. Silbaba dulce, cantando armónica la nueva mañana. Prendidos en ella, rayitos de sol, aromas de azahar y del mar sobrevolado, sonidos cálidos de un atardecer en alguna isla desconocida.
Me estuvo ignorando por completo mientras buscaba a su cómplice. Sólo cuando asumió su ausencia, se acercó, más lila, más violenta.
- Se ha ido.- declaró zumbando en mis oídos. Un extraño escalofrío recorrió mi espalda y tuve la necesidad de abrigarme con urgencia.
- Supongo que no te deben de haber hablado nada bien de mí.- un gordo y viejo gorrión se posaba perezoso en el marco del ventanal. Pronto todos los pájaros de la zona sabrían que ella estaba aquí.
La gran mayoría de veces, ocurre así. Habitamos un paraíso y nos empeñamos en perderlo. Hacemos todo lo posible, nos superamos, llegado el caso, hasta conseguir que se requiera la presencia del arcángel S. Gabriel, y nos condene a pagar pecado con sangre, sudor y lágrimas.
Algo más tranquila, buscando inconscientemente una explicación, inicio un monólogo, más para oír sus propias palabras, los pensamientos no terminan de existir hasta que los articulamos en palabras, que para que yo interviniera. Las brisas, cuando reflexionan en voz alta, parece que cantan. Su música azulada se expande sin fin, resonando dulce contra las montañas. Varias ardillas, alertadas por el curioso gorrión, se apostaron frente a la ventana, haciendo como si recogieran algunos piñones. El árbol, muy comprensivo, arqueo el tronco para acercarlas y que pudieran escuchar mejor. Dos romeros, inconscientes, bailaban al son del cántico, sin prestar ninguna atención a su contenido.
-Yo no quise hacerle daño. En mi ánimo, siempre estuvo su felicidad, le quiero, créeme cuando digo esto, le quiero desde dentro, como no se quiere a casi nadie durante la vida.- la vida de las brisas es larga, tres o cuatro veces la humana, y esto dotaba de una mayor relevancia a sus palabras- No lo hice bien, me equivoqué mucho, aún buscando la verdad, una verdad para los dos, que nos dejara ser felices. Cuando le vi, vencido, estrellado en la tormenta, con tanto hielo en su pequeño cuerpo... Siempre pensé que era un pájaro experimentado, que su vuelo era maestro, que sabía las reglas del juego. No podía creerlo. Toda su fuerza, sabiduría... tantas cualidades que en él admiraba, se habían roto. Ahora creo que lo hizo adrede, que podía haberlo evitado y no quiso. Se dejo cazar, por así decirlo. Y aún me duele más saber que lo hizo por mi.
Hablaba en tonos graves, pausada, analizando cada palabra antes de entonarla, elongando hasta la última nota aquellas especialmente sentidas. La declaración de amor deambuló por el valle, perdiéndose entre las montañas, para bajar de vuelta, como si fuese la nota perdida de un oboe, hasta la misma bahía.
Las brisas no pueden mentir, son transparentes, y se les nota mucho cuando lo hacen. Se vuelven pestilentes, insoportablemente, se hacen grises, pesadas.
Creí en ella y me dio sentí lástima. Mauro no iba a volver. No lo haría nunca. Entre los dos habían deshecho un hechizo mágico que les dejaba volar sobre el mar de estrellas. Le costaría elevarse de nuevo, había muchos cristales de hielo clavados aún en sus alas, enredados también, menos visibles incluso para ella, en la cola de la brisa.
Con un largo lamento, semejante a unas lágrimas humanas, se alejó lenta, arrastrando una pulas, y demasiados buenos recuerdos.
Mauro hizo bien. Pero ninguno tuvo suerte.
Las ardillas han abandonado también la escena. Aun nos llega el eco del lamento lánguido, ya muy lejos.
Es mentira que persigamos a Itaca. A veces huimos, despavoridos de felicidad, corriendo locos hacia las sirenas.
|