Era por allí por noviembre o diciembre del año 59. Se me ocurríó salir a vagabundear por la población americana. Recién habían replantado las petunias
y los pensamientos en la subida desde el Teniente Club y la cancha de patines,donde jugábamos fútbol a hurtadillas de la "vieja" Jarret. (Qué vieja más "fregá"...una verdadera vieja de mierda. Siempre ponía el grito en el cielo.
Bueno, en verdad, en el auricular del teléfono del Jefe de Campamento.)
Las petunias eran re bonitas y toda una sorpresa para la natural sequedad y peladumbre de los cerros. ¡¡¡ Pero si en Sewell no había ni moscas. Al
menos no recuerdo haber convivido con ellas. Los zancudos, eran cosas de otras altitudes; del valle, de los rancagüinos.
Aquella tarde hacía calor. No estaban mis amigos de siempre. Y si estaban, me dió por andar solo,yo conmigomismo. Me dió por bajar al río. Andaba con mi honda con tirantes finos que el doctor del laboratorio del hospital, nos había regalado. Tirantes de hule negro. ¡¡¡
Putas si las piedras volaban lejos!!!. Intenté cruzar el río y encaramarme en la "piedra del Indio". Me caí y me mojé de lo lindo. Mala suerte. Me retarían
al volver. pero era temprano, casi verano y se me secaría en un ratito.
Desistí de ese empeño y porfiadamente intenté cruzar frente a las canchas de tenis para subir zigzagueando hasta "la rodillla de Dios". Allí donde se
erguía un mástil de fierro; el mismo que veía desde las ventanas del living o de la cocina de mi casa.
¡¡¡ Que linda era mi casa, y sigue
siéndolo!!!. Yo en verdad jamás me he ido de ella.
Volviendo a lo de mi periplo por la quebrada, volví a caerme pero esta vez, de
poto al río. La vuelta tendría que ser más larga, para estilarme un poquito.
Entonces caminé distraídamente por el camino. Tiré mil piedras, Conversé conmigo. Grité unas cuantas veces. Me senté frente a la "bocatoma". Fluía
agua oxidada color cobre. Estaba fría. Miré las alturas. Que otra cosa se podía sino apreciar allí. Miré al campamento y después de un rato las emprendí hacia la bodega de talleres que había frente al "Elefante Blanco". Llegué allí y me dirijí hacia aquel edificio donde por cuestión de acústica todo se hacía eco. Era un eco agudo que se repetía tantas ves que hoy imagino que nadie podría haber pololeado por esos lados tranquilo, o tal vez, si lo hacía, debe haberse deleitado con la repetición de sus besos y de las musitaciones de promesas, que hoy en el viento se han dormido. Yo para entonces sólo sabía de ensoñaciones y de piedrazos...aunque mi corazón ya latía insinuantemente por una niña a la que desde entonces guardo en mi corazón de niño.
El pantalón estaba seco. La honda estaba exhausta. Era tiempo de volver a tomar las once. Pantalón seco, cuajado de barro y de lirismo infantil,
desmedido y ancho como las rocas, el cielo, las montañas y del niño que era, y que aún mantego vivo. Subí a la bodega de talleres y caminé por un pasillo estrecho bordeado por una baranda que surcaba frente a aquel edificio.
Había transitado tantas veces por allí. A paso lento y corriendo algún tramo para detenerme a coger otra piedra. Una calcopirita de esas para hacer chispas...
Al llegar al otro lado entre la casa de los Martínez y la de los Nieto, comencé a subir la escala. Allí frente a la casa nº1, de color amarillo zapallo,
había un espacio de nadie donde para mi sorpresa, crecían unas floraciones espontáneas o silvestres. Altas y de color lila. Estaba lleno de langostas.
Debí quedarme contemplando un buen rato. Me metí en medio y corté un ramito para llevarle a mi mámá. Me sentí contento con ese gesto que nacía espontáneamente desde mi corazón. Era un manojo de Alfalfa.
El mismo que hoy les brindo a todas Uds. niñas y mujeres sewellinas para decirles que las amo y les tengo ese cariño de entonces, que pervive en mi alma cuajado de esperanza y de lirismo.
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