Hace días que no sé nada de Mauro, mi amigo alado. Lo nostalgio. Es una gaviota más sabia que vieja, que aún conserva angurria de mundo.
Desde aquella mañana en la que hablamos sobre las tejas, muchos amaneceres han venido a verme. También pasaron mujeres.
Con el otoño entra el bonito en la bahía. Llegan sirenas cantando victorias desde el puerto, entran ya los barquitos de pesca. Tras ellos, una legión de histéricas, graznando, cayendo en picado sobre cualquier resto. Mauro nunca se dejó engatusar por las presas fáciles.
En el cielo ha empezado una batalla, negros nubarrones se abalanzan sobre lo retazos azules. Pronto llega la oscuridad y los primeros truenos.
Con un ritmo perfecto, redondos gotarrones golpean las tejas, el terrazo, la tierra... hacen carreras en los cristales. Los miro, junto al fuego recién estrenado, que canta con ellos. El viento que los trajo, norte, resuena entre los pinos. Me llama.
Los vientos de octubre no son gente de fiar, tienen la perversa manía de cambiar de temperatura muy rápidamente, o de dirección y fuerza. Se enzarzan en continuas disputas con las olas del mar, hasta que les hacen perder los nervios, y se ponen grises, golpeando furiosas las rocas. Se dice que algunos contagian la locura, porque silban como las sirenas, colándose entre los huecos de las rocas.
Insiste. Con más violencia arremete contra el ventanal, veloz, hace sonar agudo su paso entre los árboles. El fuego anda nervioso, molesto con la interrupción del baile. ¿Que pueden hacer unas diminutas esferas de agua frente a la fuerza del viento? Abro la ventana, y entran a miles. El aroma de la tierra mojada y de la mar brava, se instalan en el salón. Ya estamos todos, pienso.
- Mauro me ha pedido que le esperes. Anda con un ala rota, y le cuesta alzar el vuelo. Tras bramarme, se alejó, con él la tormenta.
Siguió lloviendo, lágrimas como en un movimiento de adagio, lento, acariciándose en la caída, resbalando siseantes al tomar tierra.
Algunos claros, de luz tenue, cálida.
En un bahía gris, se leen aún los restos de la batalla. En la chimenea las brasas brillan, animándose las llamas. Su luz azul contrasta con los rojos. Tras las últimas integrantes de la tormenta, más cansadas después de llovernos tanto, se pone vago un sol, desganado. Algunos pájaros han retomado su canto, hasta el final del día. No serán más de minutos.
Mauro, herido, pero viene- pienso.
Azuzo el hogar, preparo lo que entiendo como un reposo para mi amigo, nunca fui veterinario. Y espero.
Una canción me viene a la memoria, y con su melodía recuerdos compartidos, unos senos añorados, los abrazos sentidos. Esa magia que nos levita, dejando atrás la miseria de la condición humana, siendo algo más dioses.
El horizonte es de color violeta. Un extraño silencio lo inunda todo.
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