La charla con Mauro me había dejado pensativo. ¿Con cuántas brisas habría danzado ya? ¿con cuántas otras le restaba hacerlo?
Caía el otoño, como un golpe seco, y allá en el cabo aún jugaban las gaviotas. Mauro no estaría con ellas, estará volando su brisa nueva, o quizá sea la de antes.
El mar comenzaba su lenta canción de cuna, invitando a recogerse. Bajé de la buhardilla, lleno de la esperanza que me habían prestado, pero también desconfiado. Recogí unos cuantos troncos y piñas, y festejé el fuego. Era uno de esos, apasionados, con sus llamitas verdes y azuladas, cabalgando alocadas sobre la leña seca. En el salón no había más luz que la que de él brotaba. Pronto cesaría la fiesta de los pájaros del cabo y los sonidos de la noche serían nuevos.
Recordé entonces tu imagen, tu felicidad y ternura. Esa cara de chiquilla feliz cuando te leía un cuento -yo te llevaba de vuelta a tu infancia, de tanto quererte- junto a este mismo hogar, en este mismo sillón viejo.
Teníamos treinta años y mil despedidas. Demasiadas, pensé yo. ¿Qué había dejado yo en ti tras la nuestra? Y ¿qué se me había quedado?. Quizá habría enseñado a tus labios a nostalgiar a los míos. Tal vez, dentro, sin saberlo, llevara aún tus ganas de vida, tu exclamación profunda y respetuosa a la novedad de cada día.
El mar fuera ya era negro, esperando a la luna, y las luces del puerto resbalaban sobre él, amarillas y rojas. Un par de barquitas, casi con vergüenza, salían de pesca, entonando los primeros compases de la melodía nocturna. Motores diesel, al ritmo tranquilo de unos corazones en calma. Alguna nube despistada se apresuraba para alcanzar a su manada. Me pareció entonces que todo aquello era un inmenso vals.
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