Ya el atardecer caía,
la noche envuelta en tinieblas,
los claros rayos del día
bajaban y se posaban
sobre mil tumbas vacías.
¡Qué dolor, y qué alegría!
siento en mi alma tristeza,
también la siento perdida
elevarse al infinito,
en el final de mis días.
¡Ay, alma clarividente!
mi mente ya presentía
aquella lejana voz
que una noche me decía:
“es preferible la muerte,
y no esa vida podrida”.
Clamé al cielo que en justicia
segara mi pobre vida.
Con mil cargos de conciencia,
en pecado caería
quitándome la existencia.
Y en una noche estrellada,
me llegó la fría muerte
con su guadaña afilada,
segó mi vida de un tajo
dando alas a mi alma.
Agradecí en la penumbra
entre la muerte y la vida,
tal regalo concedido,
y me invadieron temores
de eternidad infinita.
Ya el atardecer caía,
la muerte envuelta en tinieblas,
los claros rayos del día,
bajaban y se posaban
en mil tumbas ocupadas,
una de ellas; la mía.
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