Para Gadeira, ave árabe, y Berta, vieja y cambiante brisa
Era una mañana nueva. La luz tibia del otoño estrenado se colaba, serpenteando por las maderas de la persiana, en ese último esfuerzo después de cruzar la bahía. Agotados, los pequeño rayitos se dejaban caer sobre la almohada. Me levanté, más por la incomodidad de ser tantos en una cama que por un motivo solidario, a fin de cuentas yo no les había invitado a hacer ese viaje, y retiré ese obstáculo en su trayecto. En oleada entraron, aliviados, haciendo suya la estancia.
Sobre el tejado, con aún rastros del sueño vivido en mis retinas, contemplé cómo planeaban sobre el mar, haciendo olitas blancas, cómo trepaban por el bosque hasta llegar a mi guardilla. Era una imagen mil veces celebrada, y recordé cuando ese gozo lo vivía en compañía.
Atraído por la peregrinación llegó Mauro. Hacia mucho tiempo que no nos veíamos, y más aún que no hablábamos. Nos conocimos de niños, sobre esas mismas tejas, un alba de esas tontas, que acaban cuando el sol, tímido y cobarde, asoma entre las aguas, tintándolas de naranjas, luego amarillos y haciéndolas casi invisibles por unos instantes.
Tomó sitio, a mi vera, y dirigió la mirada sobre aquel torrente luminoso que estaba inundándome la estancia.
- Da igual lo que les digas. Son jóvenes y se divierten tomando tu casa. Haces bien en sonreírte y disfrutar con sus carreras.-
No contesté, recordando, como estaba, la figura esbelta y amada con la que descubrí que a esas horas, apenas dejas libre el camino, los diminutos se lanzan desde el sol, trayendo con ellos el aroma y sonido de las olas. Sentí que Mauro me observaba, calmadamente, intuyendo cada pensamiento, cada latido. Las gaviotas viejas han desarrollado al máximo esa capacidad innata de la observación, y en apenas unos segundos, recorren visualmente el alma de los humanos.
- En uno de esos viajes que hice, cruzando el mar hasta la costa de África, vi algo parecido. Llegué por los pelos, al límite de mis fuerzas, la travesía fue mucho más dura de lo que esperaba. Me salí de mi ruta y no encontré los islotes en los que suelo descansar. Cuando al fin vi las primeras playas, me dejé caer en picado sobre una dorada que me había acompañado todo el camino. Tenía que celebrarlo con ella, sólo ella me había dado ánimos.- llegado a este punto se detuvo. El juego de mis lumínicos amigos había cesado y se amontonaban en la cama y sobre el sofá. Mauro se aseó las plumas de su ala izquierda, un poco las del pecho y cuando pensó que ya había conseguido un aspecto digno, continuo, mucho más solemne.
- Cuando era más joven me dejé llevar por una brisa. Era una brisa del cabo de S. Martín, de espíritu marino y aroma árabe. De tantas mañanas que había mirado se le había contagiado el brillo del amanecer. Era alegre y juguetona. Bailaba con las olas, acariciándoles las crestas, silbaba mil melodías hasta que caía el sol. Cuando la conocí, entré en un estado de ingravidez, mis alas no pesaban, y nos fuimos alto, muy alto, donde todo el mundo se vuelve puntitos de colores. Pasamos mucho tiempo juntos, nos buscábamos antes de que empezara el día, nos empujábamos hacia arriba. Cuando se cansaba, la subía sobre mi lomo y con todas mis fuerzas nos elevaba un trecho. Descubrimos como hablan las estrellas, los abrazos de las nubes, o cómo las gotas de agua nacen y después celebran fiestas mientras se dejan caer en picado. Nos preguntamos cada una de las cosas, curioseamos todas las cosas que nos interesaron. Entre juegos y risas hacíamos el amor, escuchando el chapoteo de la luna al sumergirse. Uno de los amaneceres, fui a buscarla a la cala donde dormía y no estaba. Todas las rocas llevaban su aroma y las olas danzaban igual que ella les había enseñado. Pregunté por ella a cada una de las algas que quietas, tomaban el sol. Nada. Debe de estar esperándome arriba del acantilado, pensé, para tranquilizarme. Sobre el acantilado nos dejábamos caer, haciendo tirabuzones, para, justo antes de chocar, cambiar el rumbo y remontar. Tampoco estaba ahí. Como loco, recorrí uno a uno todos los sitios a los que solíamos ir, buscándola. Me alcé por encima de la calina, escudriñando la bahía, buscando su sonido. Cuando acabo el día, apenas tenía una pluma que no estuviera dañada. Maldiciéndola por su traición, llegué al nido. Pasaron los días y cada mañana me dirigía al despertar a su cala. Con cada sitio en el que no la encontraba, aumentaba la sensación de muerte y peso de mis alas. Acabé muchos días llorando, solo con mi rencor en el nido de la peña.- llegado ese punto, Mauro carraspeó. Con dos pequeños saltitos, se resguardo a la sombra de un pino curioso, que desde el inicio estaba atento a su historia.
- Cuando llegó el invierno estaba flaco, con mi plumaje destruido y un nido que parecía más un basurero que otra cosa. Harto de dejarme la vida en aquella búsqueda, me instalé en la que fue su morada. Dancé con las rocas, y aprendí a silbar con las olas. Ya no me hace falta ella para jugar, pensé satisfecho. Al cabo de dos semanas conmigo se había instalado el olvido. Una noche vino a vernos una tormenta, pequeña y curiosa, me preguntó por ella. Eran viejas amigas y siempre que pasaba por esta tierra se detenía a saludarla, para contarle su viaje anual por el desierto del sur. No la conozco, le dije, y dándome la vuelta ignoré sus preguntas mientras me empapaba. Al despuntar el día, abandoné aquel lugar.-
Al despertarse más descansados, los rayitos bajaban corriendo por las escaleras, hacia al patio, donde se escondían entre los helechos, buscándose unos a otros. Disculpándome con Mauro, bajé un instante, encomendándoles que llevaran cuidado, no acabaran quemándoles las hojas que estaban brotando. Divertidos con mi extraña preocupación, rieron mientras regresaba al ventanal, en busca de esa narración interrumpida.
- Vino entonces la primavera y mar comenzó a tibiarse. Un día de calma, me miré sobre una ola quieta y vi, complacido, nuevas y más hermosas plumas sobre un cuerpo fortalecido. Conocí a otras brisas, dos juguetonas olas y un delfín tremendamente bromista. Recobré mis propias piruetas, los atardeceres planeando sobre la estela violeta, el atravesar en picado una nube... una de esas tardes regresé donde habitaba. Sonreí, el viento me saludaba y silbando como un día hicimos ella y yo juntos, volé pegado a su mar, recobrando el recuerdo de su roce sobre mí. Cada uno de los instantes que pasé con ella había cobrado una belleza propia, esperando a que yo los aceptara.
Hubo un silencio que pareció eterno. Mirándole a sus diminutos ojos, sin palabra alguna, le rogué que continuara.
- Poco semanas antes de venirte a verte, me encontré a una brisa. Una de esas marinas. Aun no sé si es ella, ya sabes que les gusta esconderse y pueden cambiar de forma. Sólo se las puede reconocer por su canto y su aroma. Llevamos días jugando. Ayer noche no elevamos, sobre estrellas nuevas, y la luna cantaba una vieja canción de cuna. Cuídate, compañero.- con una sonrisa de medio lado, se dirigió corriendo hacia el cabo.
Quizá sea o no ella, pero no hay duda de que Mauro vuelve a volar.
“de alguna manera tendré que olvidarte, por mucho que quiera no es fácil, ya sabes. Me faltan las fuerzas, ha sido muy tarde..... y nada más, nada más, apenas, nada más” L . Eduardo Aute
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