El hombre bajó a la calle. Caminó despacio, mascullando sus pensamientos mientras andaba en dirección a ninguna parte. Se sentía perdido, resquebrajado, aunque la maquinaria que daba vida a su cuerpo aún lo desconocía. Lloraba por dentro, que escuece más. Gritaba sin ser oído, dañando su garganta.
Las piernas le movían hacia delante; sus brazos, colgados a ambos costados, sin nada a que agarrarse; y la vista, olvidada su función, se encontraba a cada instante con los recuerdos más dolorosos.
El dolor era continuo. Crecía en su interior presionando el estómago, se retorcía alrededor de la traquea, impidiéndole respirar, agotándole. Escocía, y había forma de evitarlo.
El mundo se había caído, arrastrándole con él y dejándole vacío a un mismo tiempo. Un segundo había bastado para ponerle cabeza abajo, haciendo negro lo blanco y borrando el resto de colores.
Se preguntaba constantemente porqué le había tocado, cual había sido su error. Las respuestas llegaban solas, lo que le hundía más en el cieno que sentía crecer contra su voluntad. Odiaba a todos, pero sobre todo se odiaba a si mismo. El sabía que era el único culpable.
Autor de El manuscrito de Avicena
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