Ayer era una tarde de esas de azul plomizo, en las que el cielo tiene aspecto de cansado y las nubes bailan más lento de habitual. El viento trajo consigo un aroma a hojarasca húmeda, a líquenes, a bosque viejo y andado. Recordé nuestros paseos, el sonido de las hojas, crepitando unas veces, imitando a las olas otras tantas. Era su forma de saludarnos, a nosotros, viajeros promiscuos, invitados de la arboleda.
Era igual que ésa, ya lejana, con aquella lluvia de octubre, suave, rítmica, que con sus gotas despertó aquel otoño tardío. ¿Cuánto ha pasado desde entonces? Dos o tres vidas, me parece.
Pensaba en tí, querida amante, cómplice de tantas aventuras y pecados. Tu nostalgia, como pasa siempre en estos meses, se me cuela dentro, me humedece sin pausa, sin que apenas lo note, hasta que reboso y se me escapan los recuerdos por los lagrimales, rodando, torpes, hacia el suelo. Es la enfermedad que me contagiaste. Tu eterna melancolía otoñal, la necesidad física de los primeros fuegos junto a la chimenea, la lectura junto a la valla, viendo como el sol se escondía, prendiendo las copas en los bosques del valle.
Y mientras el cielo se hacia violeta, me abrazabas con el pretexto de ese primer viento, que bajaba galopando la montaña, y se nos avisaba, para que nunca nos cogiera por sorpresa su visita. Llegamos a pensar en hacerle entrar, en casa, junto a nosotros, para que se calentara, pero siempre nos daba miedo lo inquieto que era.
Fueron esos pocos meses contigo los que me hicieron ver con otros ojos que ya tenía. Aprendí, tú me enseñabas, el nombre de cada una de las plantas, de mil estrellas y arroyos, a escuchar el pálpito, apenas perceptible, de la noche oscura, el lenguaje de los pájaros cantando como despedida al verano y cómo se juntan para danzar los helechos más viejos. Fue junto a ellos donde nos sentamos por última vez. Nos colocamos sobre el tronco marchito de chopo, cansado de tanta pelea por un poco de sol. Te abracé desde tu espalda, mientras juntabas tu cara a mi brazo. Tu olor era de vida. Allá donde se juntan los deseos y las razones, a mitad camino entre tu corazón, latía tan fuerte, y tu cabeza, comencé a morderte. Pequeños bocados, cariñosos, para sacarte del estado triste en el que estabas. Nos juntamos más, más aún, hasta parecer una única estatua, fundiéndonos, en una única respiración.
Muchas veces habíamos hecho ya el amor por aquel entonces, pero nunca estuvimos tan unidos. Quizá fue eso, el miedo a no separarnos lo que te llevó lejos, tan rápido que no tuvimos tiempo para despedirnos, tú de mí y yo de ti y de tu presencia en mi bosque.
Hoy, ayer, sigo viéndolos igual, me preguntan a veces por ti, y no sé que decirles, especialmente la lechuza del abeto azul, es muy curiosa, ya sabes. Siempre me está preguntando, a su manera, con esos giros rápidos que hace gratuitamente en el aire cuando está inquieta.
Yo me hago también la misma pregunta, ¿volverás?.
Me acompañó, Braulio, un pequeño riachuelo que ha nacido en primavera, temeroso de helarse, hasta casa, casi en silencio. Procuraba no tropezar con ningún mal desnivel, tiene pavor a acabar charco, y sólo nos separamos en el quicio de la puerta. Se despidió con gratitud, el camino de vuelta le había sido amble, al haberme preocupado mucho de llevarlo siempre cuesta abajo.
Nos dejan, y esto también me hizo pensar en ti, las golondrinas. Han pasado un dulce verano y se muestran proclives a volver, es un sitio tranquilo, con comida y sin halcones, me cuentan. La más atrevida y joven me preguntó también por ti.
No me quedaron palabras.
Ayer era una tarde de esas de azul plomizo, en las que el cielo tiene aspecto de cansado y las nubes bailan más lento de habitual. El viento trajo consigo un aroma a hojarasca húmeda, a líquenes, a bosque viejo y andado. Recordé nuestros paseos, el sonido de las hojas, crepitando unas veces, imitando a las olas otras tantas. Era su forma de saludarnos, a nosotros, viajeros promiscuos, invitados de la arboleda.
Era igual que ésa, ya lejana, con aquella lluvia de octubre, suave, rítmica, que con sus gotas despertó aquel otoño tardío. ¿Cuánto ha pasado desde entonces? Dos o tres vidas, me parece.
Pensaba en tí, querida amante, cómplice de tantas aventuras y pecados. Tu nostalgia, como pasa siempre en estos meses, se me cuela dentro, me humedece sin pausa, sin que apenas lo note, hasta que reboso y se me escapan los recuerdos por los lagrimales, rodando, torpes, hacia el suelo. Es la enfermedad que me contagiaste. Tu eterna melancolía otoñal, la necesidad física de los primeros fuegos junto a la chimenea, la lectura junto a la valla, viendo como el sol se escondía, prendiendo las copas en los bosques del valle.
Y mientras el cielo se hacia violeta, me abrazabas con el pretexto de ese primer viento, que bajaba galopando la montaña, y se nos avisaba, para que nunca nos cogiera por sorpresa su visita. Llegamos a pensar en hacerle entrar, en casa, junto a nosotros, para que se calentara, pero siempre nos daba miedo lo inquieto que era.
Fueron esos pocos meses contigo los que me hicieron ver con otros ojos que ya tenía. Aprendí, tú me enseñabas, el nombre de cada una de las plantas, de mil estrellas y arroyos, a escuchar el pálpito, apenas perceptible, de la noche oscura, el lenguaje de los pájaros cantando como despedida al verano y cómo se juntan para danzar los helechos más viejos. Fue junto a ellos donde nos sentamos por última vez. Nos colocamos sobre el tronco marchito de chopo, cansado de tanta pelea por un poco de sol. Te abracé desde tu espalda, mientras juntabas tu cara a mi brazo. Tu olor era de vida. Allá donde se juntan los deseos y las razones, a mitad camino entre tu corazón, latía tan fuerte, y tu cabeza, comencé a morderte. Pequeños bocados, cariñosos, para sacarte del estado triste en el que estabas. Nos juntamos más, más aún, hasta parecer una única estatua, fundiéndonos, en una única respiración.
Muchas veces habíamos hecho ya el amor por aquel entonces, pero nunca estuvimos tan unidos. Quizá fue eso, el miedo a no separarnos lo que te llevó lejos, tan rápido que no tuvimos tiempo para despedirnos, tú de mí y yo de ti y de tu presencia en mi bosque.
Hoy, ayer, sigo viéndolos igual, me preguntan a veces por ti, y no sé que decirles, especialmente la lechuza del abeto azul, es muy curiosa, ya sabes. Siempre me está preguntando, a su manera, con esos giros rápidos que hace gratuitamente en el aire cuando está inquieta.
Yo me hago también la misma pregunta, ¿volverás?.
Me acompañó, Braulio, un pequeño riachuelo que ha nacido en primavera, temeroso de helarse, hasta casa, casi en silencio. Procuraba no tropezar con ningún mal desnivel, tiene pavor a acabar charco, y sólo nos separamos en el quicio de la puerta. Se despidió con gratitud, el camino de vuelta le había sido amble, al haberme preocupado mucho de llevarlo siempre cuesta abajo.
Nos dejan, y esto también me hizo pensar en ti, las golondrinas. Han pasado un dulce verano y se muestran proclives a volver, es un sitio tranquilo, con comida y sin halcones, me cuentan. La más atrevida y joven me preguntó también por ti.
No me quedaron palabras.
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