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Inicio / Cuenteros Locales / El_loco_del_cerro / Historia de amor de un niño y dos viejos

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En la vida de cada ser, hay recuerdos imperecederos que por muchos años que pasen, no se suprimen de nuestra memoria, y nos acompañan para siempre a lo largo del camino, hasta que un día las leyes naturales de la existencia, borran nuestra vida de la faz de la Tierra, y de igual forma que desaparecemos, con nosotros también se desvanecen nuestros recuerdos; y ya nadie sabe de ellos; sólo los supimos nosotros.


El niño tenía tres o cuatro años, era hijo de un matrimonio joven que vivía sólo a dos casas de otro matrimonio viejo; eran pues vecinos, pero a pesar de la diferencia de edad entre ambas familias, en la convivencia entre ellos existía algo más; un lazo de unión que los había acercado en la amistad, y ese lazo, era el chiquillo.

Los viejos –septuagenarios- se llamaban María y Juan.
Habían llevado ambos unas vidas muy duras, muy colmadas siempre de necesidades, y muy vacías de alegrías y satisfacciones derivadas todas ellas de las circunstancias de la mala época en que les había tocado vivir.
Juan refería a menudo cómo había trabajado siempre en el campo, así cómo sus luchas en la guerra, y antes de ella en las refriegas que terminaron con la caída de la monarquía del rey don Alfonso XIII.
El niño lo escuchaba muy atento -y aún no olvida- cuando le contaba las historias y los hechos que había vivido en su vida militar; sus entradas a caballo, sable en mano sofocando rebeliones y revueltas callejeras, cuando defendía a la monarquía amenazada por los republicanos; sus anécdotas de cómo había conocido al rey personalmente, cuando uniformado éste, y montado sobre su corcel, les pasaba revista a las tropas de Caballería donde él hacía su servicio militar en defensa de la patria…en fin, los hechos y las variadas historias alucinantes que el niño absorbía embelesado, cuando en las tardes, Juan lo sentaba en sus rodillas acariciándolo con mucha ternura.
Otras veces, montaba al chiquillo sobre el serón que descansaba en los lomos de la vieja mula que le servía para hacer los escasos trabajos agrícolas en su pequeño olivar, y tras subirse él en el animal, ponía el cabestro en las manos del pequeño para que éste guiara a la acémila hasta la fuente que había no muy lejana, -en la salida del pueblo-, donde abrevaba a diario la mula, y luego llenaba de agua fresca los dos cántaros que encajados en el serón, traía a casa para el consumo y las labores propias de la cocina.
A veces, el niño lo veía llorar cuando después de tomar unas copas de vino para mitigar las amarguras de su vejez o enterrar sus penas, reñía con María, a la que llegaba a atemorizar en ciertos momentos de mucha tensión emocional, por sus rarezas.
Y aunque Juan era un hombre muy recio y endurecido por la vida, su corazón de hombre tan severo, se volvía dulce y tierno, cuando el niño estaba con él.

María era una mujer callada, sumisa, silenciosa, que parecía estar hecha para aguantar en la vida todo el sufrimiento; y sufría mucho, con Juan.
Cuando el chiquillo salía huyendo de su casa por haber hecho cualquier travesura, su refugio era siempre, inevitablemente la casa de Juan y María. Allí se resguardaba del “chaparrón” de tortazos en el culo que su madre le propinaría si lo alcanzara antes, pero él se metía bajo la protectora cama de los dos viejos, salvándose así de la “quema”.
-¿María, ha entrado en tu casa mi hijo? -preguntaba la madre perseguidora del chiquillo.
-¡No, aquí no ha venido! -contestaba María mintiendo con sigilosa picardía, sabiendo bien, que se hallaba bajo la cama.
Así se apaciguaba la situación, y el niño salía airoso del trance, e “intocado”.

Muchas veces, los recuerdos retrotraen al niño -hoy adulto- a aquellas tardes tormentosas, y en su mente revive como si la realidad fuera, los truenos que lo atemorizaban tanto. Cuando aquellos fenómenos ocurrían, María lo tomaba con ternura entre sus brazos, y sentada en su mecedora, lo acurrucaba sobre el pecho con todo el calor de madre que podía transmitirle, a pesar de no haberlo parido.
Y aunque no era su madre, con ella se sentía protegido, y sentado sobre sus piernas llegaba casi a dormirse en sus brazos, al ritmo cansino y monótono de los vaivenes de la mecedora que no paraba de ir y venir en aquél viaje a ninguna parte, que sólo pretendía transportar al pequeño hasta el mágico mundo del sueño reparador que lo tranquilizaba.
Muchas, fueron esas tardes de sueño y mecedora en los brazos de la querida María; su segunda madre.
Allí, el niño comía a veces, bajo la protectora mirada de sus viejos “segundos padres”.
Los oía reñir unas veces, y reír otras, con las ocurrencias que él les hacía, y hasta arrancaba a Juan unas lágrimas emocionadas, y la sonrisa de María que lo miraba como a hijo de su carne.
El tiempo pasó y Juan murió un día triste para el niño, que al recibir la noticia del desenlace, lloró a pesar de ser ya un chaval adolescente. No pudo asistir al entierro de “su otro” padre, pues se hallaba residiendo en otra ciudad, y cuando se enteró, subió a su cuarto y lloró en soledad y desconsoladamente la pérdida de aquél hombre que fue como su padre; sin ser de su familia.
María continuó sola su triste vida, unos años más.
Marchó luego a la ciudad buscando el amparo de unos familiares, y allí murió. El niño perdió su pista y mucho tiempo después de ocurrida, supo de la muerte de esta madre a la que siempre quiso como propia.

Juan y María nunca tuvieron hijo alguno al que amamantar, pues le fue negado por la Naturaleza este regalo. El refugio y consuelo a su vejez y a sus penas fue este niño, y en más de una ocasión, muy seriamente, Juan, soñando quizás ingenuamente, dijo a la madre biológica del pequeño:
-¿Por qué no nos das a este niño para criarlo? ¡Él nos quita las penas!

Pero como es lógico, y ustedes comprenderán, mi madre, nunca me dio en adopción a aquellos viejos; para mí, mis segundos padres a los que tanto amé, y también, a los que nunca olvidaré por muchos años que pasen.

Sólo se perderán de mi mente sus figuras, cuando con la muerte, los recuerdos me sean arrebatados, junto a la propia vida.
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Reciban todos, mi más cariñoso saludo.

Texto agregado el 14-08-2005, y leído por 258 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
18-08-2005 Es un historia llena de ternura que brilla aún más por la simplicidad con que está escrita: llega directo al corazón. maitencillo
15-08-2005 Has resuelto esta bella historia magistralmente pasando a primera persona en los dos párrafos finales. Juan y María, desde el Infinito estarán ahora sonriendo y "leyendo" tu "cuento" tan especial. Todas mis ***** y mi voto con el afecto de tu amigo enduendao
15-08-2005 ¡Qué preciosidad loco!Si a los que se van,no sólo se les recuerda sino que se les nombra,nunca desaparecen del todo.Así que tú,ya sabes de vez en cuando dilo..."Juan...""María..."Y ellos ahí;Juan labrando el campo y María mece que mece.Nuevamente te lo digo,te quedó lindísimo.***** Gadeira
15-08-2005 Loco, una historia muy bonita y contada con muchísima ternura. Enhorabuena. didi
15-08-2005 Aun sabiendo algo de la historia con anterioridad a vertela aqui, me has enternecido. Y me alegro que las pequeñas manos que un dia fueron, hoy soporten sobre ellas, las de su tierno nieto. ¿Cuantos recuerdos te traera cada vez que haces esto?. UN ABRAZO el_llanero_solitario
15-08-2005 Muy bonita historia. Me das envidia. Yo solo tengo 2 padres. Mis 5***** theonlyerath
 
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